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A veces
pierdo el descontrol
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17 de octubre de 2011
9 de octubre de 2011
UN PREFACIO O ALGO ASÍ
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Antes de enseñar a la gente lo que escribía, cuando empezaba a darme cuenta de que no sólo estaba anotando las cosas que se me ocurrían, sino que estaba anotando mis cosas para ir aprendiendo a hacerlo bien, o al menos de una manera que a mí me gustara, y acabar enseñándoselo a la gente; antes de decir siquiera por primera vez mira lo que he escrito, yo, que nunca me he visto muy contundente ni seguro de nada, pues yo pensaba en qué pensarían ellos después de escuchar mi frase y encontrarse ante sus narices mis papeles escritos. Por supuesto que en vacío, antes de hacer nada, ya me había hartado de tirarme piedras a mi tejado, y me imaginaba que los amigos y los familiares aguantarían por compromiso. Y no pensaba mucho más allá, de verdad que entonces no cabía en mi cabeza un público más amplio que la gente que ya conocía. Qué obligación tiene nadie, me decía yo. Y tenía unos temblores que me dejaban estirado el pellejo: escribir me parecía difícil, y más difícil todavía reconocer que eso que escribía no iba a ser para mí solo. Y qué maldita necesidad tenía yo de sacar los pies del tiesto, me preguntaba con un pellizco en la barriga, y dentro de ese temor, intentaba elegir lo más cuidadosamente posible quiénes decidiría que iban a ser los primeros en aguantar el compromiso o (por una remota casualidad, esperanza que yo abrigaba) descubrir su curiosidad por mis cosas. En cualquier caso, el motor verdadero de mis temblores es que estaba seguro de que los que no tenían costumbre de leer, ya se sintieran obligados por un compromiso o curiosos por mi ofrecimiento, iban a pensar: y dónde irá éste escribiendo. Por otro lado, cuando me planteaba la posibilidad de enseñárselo a gente que sí solía leer con frecuencia, diariamente o al menos de vez en cuando sin que nadie les obligara, yo pensaba que por qué iban a sacar tiempo para mí, y dejar de leer los libros que se habían comprado o sacado de la biblioteca, o que les habían regalado sus novios o sus novias o sus tíos o sus vecinos en la comunión. Yo pensaba que cómo iba yo a competir con escritores de verdad, con sus libros publicados por miles y miles de ejemplares en ciudades muy lejanas, con las portadas en color y letras guapas en todos los tamaños, y traducidos de idiomas desconocidos en mi pueblo y sin rastro de típex. Claro, una gente que lee cosas de verdad, una gente con ese mundo, iban a pensar: y dónde irá éste escribiendo.
Yo, antes de hacer nada ya estaba acojonado perdido, porque sabía que las opiniones tanto de unos como de otros iban a ser fuertes para mí, que ya en aquel entonces estaba casi seguro de que no iba a vivir de goles por la escuadra ni canastas en el último segundo, ni de mis grandes inventos ni de mis músculos. Ahora sé que aquello era terror. Y contra eso no podía ayudarme ni mi madre, que ella estaba descartada desde el principio, porque yo sabía, con ese sentido intuitivo que tiene uno desde chico para pensar cosas que te joden la vida, que ella, incluso antes de empezar a leer ya iba a decirme: y dónde irás tú escribiendo.
Un maestro que tuve, que ya escribía entonces, y al que le pregunté en aquel tiempo, me dijo que para escribir, hay que vivir y escribir. Yo ya había empezado escribiendo algo, pero en la parte de vivir, yo estaba poniendo este sinvivir, y la verdad, dudaba de que eso valiera.
Por suerte y por desgracia y por otras cosas, mucho de lo que me temía por aquel entonces, hoy sé que es verdad, es mentira y otras cosas. Por vivir, e ir escribiendo mientras vivía, he aprendido una cosa que, de tan simple y tan sencilla que es, parece tonta, y al final casi nadie le echa cuenta: el sinvivir es vivir y el vivir es sinvivir cuando me pongo a ello. Y esto lo aprendí con mis junteras y mi esfuerzo, y lo aprendí con tantos amores que yo pedía o que daba, con tanto querer que me rechazó o cuando salí por pies, por hartura o por no ser una mala compañía; lo aprendí de trabajarme en cosas dignas o ruinosas, que pasa el tiempo y todo se va moviendo de un lado a otro, y las amistades más profundas te parecen convenidas y al revés. Y cuántas cosas honorables te han acabado dando vergüenza, y cuántas cosas buenas te han venido de la mano de tanto miserable. Todo, todo eso lo he estado aprendiendo por mi cuenta y por la cuenta que me traía. Y escribiendo vi cómo flores tiernas de bellísimos colores inexplicables, de la ternura de los primeros flanes que probaste allá en tu primera infancia, y cosas mucho más pragmáticas y muchísimo menos cursilonas brotaban de los rajones sangrantes de mi corazón malherido; y mi cabeza vacía y desorientada por la mierda negra que a veces sin medida ni sentido todo lo cubre, encontraba lo justo de audacia o de ingenuidad para animarse a dibujar con pulso tembloroso otra raya del horizonte y decir:
-A partir de ahora, esta mierda negra que sin medida ni sentido todo lo cubre, a partir de ahora, va a tener un arriba separado de un abajo. Y ya veré si quiero que tenga un cielo azul luminoso o de otro color que se me ocurra por el camino, porque va a ser el cielo de mi mundo, si es que el mundo de los otros no me vale. Y bienvenidas sean las músicas de todo timbre, las mujeres hermosas y los vinos perfumados. Bienvenidos sean aunque vengan cabalgando tempestades con espuma de rayos y bestias furiosas escupiendo comida que se echa a perder. Que venga lo que venga, aceptaré que traigan de la mano océanos de luz, preguntas sin respuesta o heridas misteriosas de amores cobardes sin techo; que vengan rayitos de esperanza o aires limpios del campo llenos de distracciones para el espíritu o pájaros arrancando cables de la luz. Que lo que venga, venga ya, a ver si en poco tiempo y con el menor dolor posible vamos parcheando mi mundo con cosas nuevas, hasta que ni me acuerde de que al principio todo era una mierda negra en la que hice una rayita en el horizonte.
El tema es que uno hace su suerte. A veces es buena y a veces es mala, pero es la que te has hecho. Y no sólo es el tiempo lo que pasa, qué va, son las cosas, que se suceden y así vas midiendo el peso o la bonanza, la ridiculez, la magnificencia o la podredumbre de lo que conquistas o te encuentras.
Y ahora todo me parece muy sencillito y hasta simple. Aquí presento unos textos, y muchas cosas no han cambiado esencialmente. Claro que es importante lo que los lectores saquen de ellos, aunque sí he aprendido a no verme bloqueado por opiniones a la contra, que hay tantas cosas a la contra, que casi las necesito, que si no las tengo no me hallo. Se me han aflojado los músculos de los ojos de tanto esperar cosas que me prometían lo sublime y no eran más que estúpidas falsas alarmas. Y a pesar de todo, no me explico cómo sigo reaccionando con buen espíritu honrado. Supongo que es mi buena leche, que me inculcó la bondad como fin último, y el espíritu colaborador y positivo y el amor al prójimo. Y todas esas cosas que quedan tan monas en las mentes de los que nacieron con el culo a salvo, en los corazones henchidos de agradecimiento para con el Altísimo, Hosanna, Hosanna allá en las alturas. Y ya está bien de tanto pseudoanalizarme, que me quedaré seguramente corto, y no quiero por nada del mundo añadir esta vergüenza a mi nómina de hechos sonrojantes. Ya está. Ya está. Presento mis textos porque ahora son lo mejor que hago. Me han ocupado un largo tiempo en el que podía haber buscado ocupaciones más dañinas para la marcha del Universo, me han liberado de tramas y lecturas venenosas, y mientras otros se estaban poniendo las botas en el sector de la corrupción inmobiliaria o el tráfico de estupefacientes a baja, media y gran escala, pues yo estaba escribiendo, y eso, en este pobre mundo que sólo sueña con tener lo máximo haciendo cada vez menos, pues ya es algo.
A veces tenía en la cabeza o en el corazón un texto limpio como una mañana de verano. Yo quería colaborar, en mi medida, con que las cosas fuesen mejorando. Y leyéndolo después de haberlo escrito, aunque estoy bien con el intento, no puedo esconderme de que la verdad es que la movida, la mayor parte de las veces, me ha salido como una mierda. ¿Y qué? Soy limitado, hombre. Y vaya descubrimiento, tanto meollo en la basura para una conclusión tan pobre, tan poquita cosa. ¿Y qué? ¿Para quién estoy trabajando, si no es para mí mismo? Si descubro algo así, que iba de arquitecto y no tengo techo levantado, que iba de gourmet y las tripas me atronan con su poquito arroz blanco; si mi aportación, si el mundo alternativo al de los otros (que no me servía) es sólo esta fritura de decepción y pequeñez, ¿por qué no voy a rizar el rizo de mi estupidez, y en vez de lamentar las horas de sol que he perdido, sigo adelante y ocupo la noche al ordenador? ¿No soy yo quien dice qué es vivir y qué es sinvivir? ¿Acaso no soy yo quien decide y valora, quien asume el debe y el haber en este negocio ruinoso?
Me he criado con himnos que me han sacado de mí mismo, me han conmovido hasta hermanarme con pasiones que no conocía, con fábulas plenas de esperanza o desasosiego, da igual, las recibí como primeros platos de mi madre, como nervio sabio de mi padre. Y cómo no iban a arrebatarme, y cómo, pensando que toda esa magnificencia la ha escrito gente, con dolor y alegría como yo, con dignidad y mezquindad, y tantas otras cosas que yo sabía que todos tenemos, cómo quedarme indiferente, cómo no empezar a decirme que si unas palabras escritas me han dado vida, voz, fibra y amor, yo también podría intentarlo, a mi manera, con otros. Cómo quedarme tan tranquilo, con el tesoro en mis manos y no hablar siquiera de la deuda en que me siento con todos ellos. Y cómo ponerme al menos a la altura de esa deuda si no es lanzándome, como ellos, a este sueño imposible.
Los pájaros de mi cabeza me cubren de mierda, y el griterío ensordecedor hace que pierda constantemente el hilo de las cosas normales de la vida, pero me desvivo para que sus nidos encuentren acomodo. ¿Acaso no son esos pájaros los que me siguen alimentando la certeza, de que pretender el bien en este mundo no ha de llevar por fuerza a la estupidez, al fracaso, la locura? Y aunque así fuera, yo soy consciente en todo momento de que libro esa batalla sin sentido. ¿Y cuantas cosas sin sentido están llenándonos nuestras vidas? ¿Y cuántas veces –seamos conscientes de ello o no- nos ha faltado talla para encontrar sentido en ciertas cosas? ¿Y a quién mierda le importa nada de esto si yo soy YO porque cabalgo hacia el precipicio? De niño he leído a algunos GRANDES y yo, pobre imbécil desdentado, quería ser como ellos, acercarme todo lo que pudiera. No me enteraba de nada. Yo soñaba que en el futuro mujeres hermosas se destacarían de entre la muchedumbre y se lanzarían en tropel a competir por mi amor o mis atenciones, yo soñaba que el mundo iba a mejorar ostensiblemente por mi concurso, tú. Un antes y un después. Sí, ríete, pero ahora que escribo esto, ahora que ya es el futuro, y anoto y subrayo mi pobre y tonta inocencia, bajo mi apariencia de derrotado que cabalga hacia el precipicio, en mi mente, en mi corazón, y qué lástima que nadie lo vea, mientras cabalgo hacia las lágrimas de la decepción y el desperdicio que aporto a mi casta entera, dentro, muy dentro, he criado los compases de una sinfonía grandiosa de tintes épicos, que pone banda sonora arrebatadora a la dignidad y pureza de mi corazón tonto que cabalga hacia el abismo, un número final que no oirá nadie más que yo, pero que va ensanchando hasta el dolor las fibras de mi espíritu, siempre fiel, siempre fiel hasta embriagarme en el momento final, con la certeza de que cuando la palme, va a morir algo más que un inocente, algo más que uno más de los que intentaron tanto para conseguir tan poco.
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Antes de enseñar a la gente lo que escribía, cuando empezaba a darme cuenta de que no sólo estaba anotando las cosas que se me ocurrían, sino que estaba anotando mis cosas para ir aprendiendo a hacerlo bien, o al menos de una manera que a mí me gustara, y acabar enseñándoselo a la gente; antes de decir siquiera por primera vez mira lo que he escrito, yo, que nunca me he visto muy contundente ni seguro de nada, pues yo pensaba en qué pensarían ellos después de escuchar mi frase y encontrarse ante sus narices mis papeles escritos. Por supuesto que en vacío, antes de hacer nada, ya me había hartado de tirarme piedras a mi tejado, y me imaginaba que los amigos y los familiares aguantarían por compromiso. Y no pensaba mucho más allá, de verdad que entonces no cabía en mi cabeza un público más amplio que la gente que ya conocía. Qué obligación tiene nadie, me decía yo. Y tenía unos temblores que me dejaban estirado el pellejo: escribir me parecía difícil, y más difícil todavía reconocer que eso que escribía no iba a ser para mí solo. Y qué maldita necesidad tenía yo de sacar los pies del tiesto, me preguntaba con un pellizco en la barriga, y dentro de ese temor, intentaba elegir lo más cuidadosamente posible quiénes decidiría que iban a ser los primeros en aguantar el compromiso o (por una remota casualidad, esperanza que yo abrigaba) descubrir su curiosidad por mis cosas. En cualquier caso, el motor verdadero de mis temblores es que estaba seguro de que los que no tenían costumbre de leer, ya se sintieran obligados por un compromiso o curiosos por mi ofrecimiento, iban a pensar: y dónde irá éste escribiendo. Por otro lado, cuando me planteaba la posibilidad de enseñárselo a gente que sí solía leer con frecuencia, diariamente o al menos de vez en cuando sin que nadie les obligara, yo pensaba que por qué iban a sacar tiempo para mí, y dejar de leer los libros que se habían comprado o sacado de la biblioteca, o que les habían regalado sus novios o sus novias o sus tíos o sus vecinos en la comunión. Yo pensaba que cómo iba yo a competir con escritores de verdad, con sus libros publicados por miles y miles de ejemplares en ciudades muy lejanas, con las portadas en color y letras guapas en todos los tamaños, y traducidos de idiomas desconocidos en mi pueblo y sin rastro de típex. Claro, una gente que lee cosas de verdad, una gente con ese mundo, iban a pensar: y dónde irá éste escribiendo.
Yo, antes de hacer nada ya estaba acojonado perdido, porque sabía que las opiniones tanto de unos como de otros iban a ser fuertes para mí, que ya en aquel entonces estaba casi seguro de que no iba a vivir de goles por la escuadra ni canastas en el último segundo, ni de mis grandes inventos ni de mis músculos. Ahora sé que aquello era terror. Y contra eso no podía ayudarme ni mi madre, que ella estaba descartada desde el principio, porque yo sabía, con ese sentido intuitivo que tiene uno desde chico para pensar cosas que te joden la vida, que ella, incluso antes de empezar a leer ya iba a decirme: y dónde irás tú escribiendo.
Un maestro que tuve, que ya escribía entonces, y al que le pregunté en aquel tiempo, me dijo que para escribir, hay que vivir y escribir. Yo ya había empezado escribiendo algo, pero en la parte de vivir, yo estaba poniendo este sinvivir, y la verdad, dudaba de que eso valiera.
Por suerte y por desgracia y por otras cosas, mucho de lo que me temía por aquel entonces, hoy sé que es verdad, es mentira y otras cosas. Por vivir, e ir escribiendo mientras vivía, he aprendido una cosa que, de tan simple y tan sencilla que es, parece tonta, y al final casi nadie le echa cuenta: el sinvivir es vivir y el vivir es sinvivir cuando me pongo a ello. Y esto lo aprendí con mis junteras y mi esfuerzo, y lo aprendí con tantos amores que yo pedía o que daba, con tanto querer que me rechazó o cuando salí por pies, por hartura o por no ser una mala compañía; lo aprendí de trabajarme en cosas dignas o ruinosas, que pasa el tiempo y todo se va moviendo de un lado a otro, y las amistades más profundas te parecen convenidas y al revés. Y cuántas cosas honorables te han acabado dando vergüenza, y cuántas cosas buenas te han venido de la mano de tanto miserable. Todo, todo eso lo he estado aprendiendo por mi cuenta y por la cuenta que me traía. Y escribiendo vi cómo flores tiernas de bellísimos colores inexplicables, de la ternura de los primeros flanes que probaste allá en tu primera infancia, y cosas mucho más pragmáticas y muchísimo menos cursilonas brotaban de los rajones sangrantes de mi corazón malherido; y mi cabeza vacía y desorientada por la mierda negra que a veces sin medida ni sentido todo lo cubre, encontraba lo justo de audacia o de ingenuidad para animarse a dibujar con pulso tembloroso otra raya del horizonte y decir:
-A partir de ahora, esta mierda negra que sin medida ni sentido todo lo cubre, a partir de ahora, va a tener un arriba separado de un abajo. Y ya veré si quiero que tenga un cielo azul luminoso o de otro color que se me ocurra por el camino, porque va a ser el cielo de mi mundo, si es que el mundo de los otros no me vale. Y bienvenidas sean las músicas de todo timbre, las mujeres hermosas y los vinos perfumados. Bienvenidos sean aunque vengan cabalgando tempestades con espuma de rayos y bestias furiosas escupiendo comida que se echa a perder. Que venga lo que venga, aceptaré que traigan de la mano océanos de luz, preguntas sin respuesta o heridas misteriosas de amores cobardes sin techo; que vengan rayitos de esperanza o aires limpios del campo llenos de distracciones para el espíritu o pájaros arrancando cables de la luz. Que lo que venga, venga ya, a ver si en poco tiempo y con el menor dolor posible vamos parcheando mi mundo con cosas nuevas, hasta que ni me acuerde de que al principio todo era una mierda negra en la que hice una rayita en el horizonte.
El tema es que uno hace su suerte. A veces es buena y a veces es mala, pero es la que te has hecho. Y no sólo es el tiempo lo que pasa, qué va, son las cosas, que se suceden y así vas midiendo el peso o la bonanza, la ridiculez, la magnificencia o la podredumbre de lo que conquistas o te encuentras.
Y ahora todo me parece muy sencillito y hasta simple. Aquí presento unos textos, y muchas cosas no han cambiado esencialmente. Claro que es importante lo que los lectores saquen de ellos, aunque sí he aprendido a no verme bloqueado por opiniones a la contra, que hay tantas cosas a la contra, que casi las necesito, que si no las tengo no me hallo. Se me han aflojado los músculos de los ojos de tanto esperar cosas que me prometían lo sublime y no eran más que estúpidas falsas alarmas. Y a pesar de todo, no me explico cómo sigo reaccionando con buen espíritu honrado. Supongo que es mi buena leche, que me inculcó la bondad como fin último, y el espíritu colaborador y positivo y el amor al prójimo. Y todas esas cosas que quedan tan monas en las mentes de los que nacieron con el culo a salvo, en los corazones henchidos de agradecimiento para con el Altísimo, Hosanna, Hosanna allá en las alturas. Y ya está bien de tanto pseudoanalizarme, que me quedaré seguramente corto, y no quiero por nada del mundo añadir esta vergüenza a mi nómina de hechos sonrojantes. Ya está. Ya está. Presento mis textos porque ahora son lo mejor que hago. Me han ocupado un largo tiempo en el que podía haber buscado ocupaciones más dañinas para la marcha del Universo, me han liberado de tramas y lecturas venenosas, y mientras otros se estaban poniendo las botas en el sector de la corrupción inmobiliaria o el tráfico de estupefacientes a baja, media y gran escala, pues yo estaba escribiendo, y eso, en este pobre mundo que sólo sueña con tener lo máximo haciendo cada vez menos, pues ya es algo.
A veces tenía en la cabeza o en el corazón un texto limpio como una mañana de verano. Yo quería colaborar, en mi medida, con que las cosas fuesen mejorando. Y leyéndolo después de haberlo escrito, aunque estoy bien con el intento, no puedo esconderme de que la verdad es que la movida, la mayor parte de las veces, me ha salido como una mierda. ¿Y qué? Soy limitado, hombre. Y vaya descubrimiento, tanto meollo en la basura para una conclusión tan pobre, tan poquita cosa. ¿Y qué? ¿Para quién estoy trabajando, si no es para mí mismo? Si descubro algo así, que iba de arquitecto y no tengo techo levantado, que iba de gourmet y las tripas me atronan con su poquito arroz blanco; si mi aportación, si el mundo alternativo al de los otros (que no me servía) es sólo esta fritura de decepción y pequeñez, ¿por qué no voy a rizar el rizo de mi estupidez, y en vez de lamentar las horas de sol que he perdido, sigo adelante y ocupo la noche al ordenador? ¿No soy yo quien dice qué es vivir y qué es sinvivir? ¿Acaso no soy yo quien decide y valora, quien asume el debe y el haber en este negocio ruinoso?
Me he criado con himnos que me han sacado de mí mismo, me han conmovido hasta hermanarme con pasiones que no conocía, con fábulas plenas de esperanza o desasosiego, da igual, las recibí como primeros platos de mi madre, como nervio sabio de mi padre. Y cómo no iban a arrebatarme, y cómo, pensando que toda esa magnificencia la ha escrito gente, con dolor y alegría como yo, con dignidad y mezquindad, y tantas otras cosas que yo sabía que todos tenemos, cómo quedarme indiferente, cómo no empezar a decirme que si unas palabras escritas me han dado vida, voz, fibra y amor, yo también podría intentarlo, a mi manera, con otros. Cómo quedarme tan tranquilo, con el tesoro en mis manos y no hablar siquiera de la deuda en que me siento con todos ellos. Y cómo ponerme al menos a la altura de esa deuda si no es lanzándome, como ellos, a este sueño imposible.
Los pájaros de mi cabeza me cubren de mierda, y el griterío ensordecedor hace que pierda constantemente el hilo de las cosas normales de la vida, pero me desvivo para que sus nidos encuentren acomodo. ¿Acaso no son esos pájaros los que me siguen alimentando la certeza, de que pretender el bien en este mundo no ha de llevar por fuerza a la estupidez, al fracaso, la locura? Y aunque así fuera, yo soy consciente en todo momento de que libro esa batalla sin sentido. ¿Y cuantas cosas sin sentido están llenándonos nuestras vidas? ¿Y cuántas veces –seamos conscientes de ello o no- nos ha faltado talla para encontrar sentido en ciertas cosas? ¿Y a quién mierda le importa nada de esto si yo soy YO porque cabalgo hacia el precipicio? De niño he leído a algunos GRANDES y yo, pobre imbécil desdentado, quería ser como ellos, acercarme todo lo que pudiera. No me enteraba de nada. Yo soñaba que en el futuro mujeres hermosas se destacarían de entre la muchedumbre y se lanzarían en tropel a competir por mi amor o mis atenciones, yo soñaba que el mundo iba a mejorar ostensiblemente por mi concurso, tú. Un antes y un después. Sí, ríete, pero ahora que escribo esto, ahora que ya es el futuro, y anoto y subrayo mi pobre y tonta inocencia, bajo mi apariencia de derrotado que cabalga hacia el precipicio, en mi mente, en mi corazón, y qué lástima que nadie lo vea, mientras cabalgo hacia las lágrimas de la decepción y el desperdicio que aporto a mi casta entera, dentro, muy dentro, he criado los compases de una sinfonía grandiosa de tintes épicos, que pone banda sonora arrebatadora a la dignidad y pureza de mi corazón tonto que cabalga hacia el abismo, un número final que no oirá nadie más que yo, pero que va ensanchando hasta el dolor las fibras de mi espíritu, siempre fiel, siempre fiel hasta embriagarme en el momento final, con la certeza de que cuando la palme, va a morir algo más que un inocente, algo más que uno más de los que intentaron tanto para conseguir tan poco.
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RENUÉVATE O RETÍRATE DE LA CIRCULACIÓN
Acepta de entrada que todo tiene su momento y lugar. No hay que aferrarse a nada. Si lo intentas contravienes a la Naturaleza y haces el ridículo. Acuérdate de los cantantes o los grupitos que se mantienen en su rollo de siempre y le dan la espalda a los tiempos, que siguen su paso inexorable. Siempre es nueva el agua que va pasando por el río. Sigue adelante con tu rollito simpático de siempre, el que te funcionó una vez, y vivirás de la admiración rancia de una legión de apalancados. Ellos se van quedando calvos y ellas van engordando y les brillan los ojos mientras dicen aquello sí que era música. Se te acabó el glamour y olvida toda esperanza: no te quieren, quieren embalsamar su juventud. No te ayudarán a encontrar el paso siguiente en tu devenir creativo, pues son incondicionales de tus trucos de siempre. No quieren nada nuevo que no sea una tele nueva o un coche nuevo, sus espíritus están jugando en el barro. No quieren que crezcas y les dejes atrás, quieren ver gordura y calvicie en tu arte, pues eso les ayuda a aceptar su estatismo y preparación para la decrepitud. Sus espíritus están cansados de buscar y se sienten incapaces de crecer y salir de sí mismos.
Sigue adelante por tu propio pie y acepta la crudeza de un horizonte vacío. Sigue adelante y que te sigan los valientes. Sigue adelante y acepta a los nuevos que acepten tu pan nuevo. Sigue adelante, con su parte de gusto por lo incierto, o en caso contrario, acepta de una vez que se ha acabado en ti el hambre por la emoción del porvenir: quédate y asume que se acabaron tus fuerzas, que rompían las gargantas y desgarraban orillas enteras, acoge con serenidad que todo aquello acaba en un lodo silencioso que sedimenta en una parte de la ribera. Acepta que te vas parando y consuélate, o mejor, CELEBRA la fertilidad que traes de tus tiempos de tribulación.
Sigue adelante por tu propio pie y acepta la crudeza de un horizonte vacío. Sigue adelante y que te sigan los valientes. Sigue adelante y acepta a los nuevos que acepten tu pan nuevo. Sigue adelante, con su parte de gusto por lo incierto, o en caso contrario, acepta de una vez que se ha acabado en ti el hambre por la emoción del porvenir: quédate y asume que se acabaron tus fuerzas, que rompían las gargantas y desgarraban orillas enteras, acoge con serenidad que todo aquello acaba en un lodo silencioso que sedimenta en una parte de la ribera. Acepta que te vas parando y consuélate, o mejor, CELEBRA la fertilidad que traes de tus tiempos de tribulación.
SIETENRAMA, TORMENTILLA
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Creo que a Sietenrama no le había parecido bien la respuesta que di a Tormentilla aquella mañana de Agosto. Digo “bien” por resumir y tirar por el camino de en medio. A él le gusta contestarlo todo, polemizar donde casi nadie encontraría polémica, preguntar aunque no haya cuestión e incluso responder sin pregunta. Con él tengo por seguro que no habrá lugar para silencios embarazosos. Se te hace buena su predisposición a la búsqueda del Saber, cuando lo tratas un tiempo, le pillas la vuelta y estás de buen espíritu. Pienso que, seguramente Sietenrama echaba de menos una respuesta más concreta, menos sesgada que aquel “gracias” con el que respondí a Tormentilla. Aunque seguramente también hubiera puesto objeción de haber respondido cantando, en lenguaje mímico o con alejandrinos. Sietenrama es así.
Cuando digo “aquella mañana de Agosto” me refiero a las doce y media pasadas: la hora en que yo llevo más de dos horas trabajando y empieza a despertarse la actividad de la Kasa. Laxitud que rebulle. A esa hora, usualmente Sietenrama, como decía Calvino, es un todavía que se echa conmigo una conversacioncita mientras encuentra inspiración para un popó antes de irse a la piltra. Hablamos de fútbol y mujeres, de Filosofía en general. A esa misma hora, y siguiendo a Calvino, Tormentilla es un ya, que empieza a bullir en su incomprensible y ajetreado no-plan: va al váter, saluda, buen día, qué hase, sube, baja, resopla, se para y pregunta algo, o se lanza a explicar cuestiones que nadie sabe de dónde vienen y que casi siempre escapan a mi entendimiento. Ese es su despertar. Y aquella mañana-casi-mediodía de Agosto, los tengo a los dos en las sillas del estudio, que tengo una para mí y dos para visitantes, hablando de mujeres, el único tema inteligible en boca de Tormentilla, un tío que si le preguntas por el color de los ojos de cualquier chica, los va a recordar de color carne. Y se agobiaría con nuestra verborrea o se aburriría o sería hambre de verdad, que se levanta y nos pregunta.
-¿Un té, un café? Voy arriba.
Y Sietenrama se pone a soltarle una retorcida filigrana dialéctica porteña, arguyendo movidas relacionadas con el horario, el buen equilibrio estomacal y mil y un otros rebusques que nadie le había pedido, y que a fin de cuentas querían decir que no quería (que no estaba queriendo) nada, mientras Tormentilla iba poniendo en silencio cara como de pero-quién-me-mandaba-preguntarle-a-este-pelotudo. Yo, por mi parte, y sin descuidar la fidelidad que debo a mi tarea, le respondí con un escueto y sonriente “gracias” con un sentido netamente afirmativo. Al menos, así lo pareció entender Tormentilla, que ya se iba escaleras arriba. Pero al otro, eléctrico y automático como el instinto de supervivencia, le faltó tiempo para bombardearme con qué le estaba respondiendo al chaval con eso. Que qué quería decir con gracias me dijo.
Y no quiero que nadie huela en mí tintes de resabio ni de malos modos, pero aunque soy amante de la armonía, campeón de la concordia, no he de negar que a veces el ánimo me flaquea, y a la boca me sube como un regusto de sangre que me tensa los nervios en sentido positivo y me enardezco, y un estremecimiento me abre los ojos de los músculos ante la irrenunciable certeza de la confrontación. Y los huesos parece que se me aferran con encono a un orgullo que mantuvo en pie a mis antepasados. Y ese amargor se me concentra en la boca y aprieto los puños de lo que soy y de lo que quiero ser, y todo mi mundo se reduce al contrincante, y el alma se me endurece como el cemento y todo mi pensamiento es: si quieres, vamos, soldado, pues rojo será el día.
¿A qué tanto seguir preguntando, Sietenrama, si nebulosamente sabes que podría enterrarte en cinismo? ¿Qué sentido recóndito hallaste en el cubil del oso hibernado? ¿Qué fatales respuestas, di, perduran hoy escritas en tus heridas?
Pues como los ríos y los mares, que rompen las orillas sin advertencia, a su constante y épica pregunta incondicional, con malévola burla le improvisé cuatro cargas de caballería, que sin descanso quebrantó sus líneas y llevó el dolor y la furia hasta los corazones de sus últimos soldados, que empapaban con lágrimas de niño las faldas de sus mujeres.
Y las cuatro respuestas, en estilo directo, son las que siguen:
-Pues diciendo simplemente “gracias”, no sólo estoy considerando a quien me pregunta, mostrándole, cortés, que le he oído, no. Al mismo tiempo y con esa sola palabra, le respondo su deferencia con el sincero deseo de un bien divino: Gracias.
-No le abrumo, querido Sietenrama, por otra parte, con un discurso acerca de mis gustos perdurables o mis apetencias del momento presente, pues ambos sabemos qué frágiles ambos son ¿Y por qué elegir al pie de la escalera lo que puede haber cambiado al final de ella? Máxime si ya se ha colmado mi contento sólo con el ofrecimiento, además de que todas las opciones que Tormentilla había nombrado ya eran de mi agrado.
-Y observa, oh, pobre corazón de fierro, calavera insensible, que en tu penosa miopía, donde tú ves no más que una coja respuesta yo he abierto un camino: si no he decidido, es porque dejo en sus manos esa decisión. No ha sido por descuido ni simpleza, sino por confianza de hermano que se entrega a compartir su desayuno. Y tomaré, con seguridad, lo mismo que tomará él, que será, de lo que encuentre en la despensa, lo que halle más a mano, lo que tenga en mejor cantidad, o lo que convenga al caprichoso arbitrio de su ánimo. Y estaré bien pensando que él pensará que, siendo buena su decisión que agradeceré, de alguna manera conocida o por conocer, por esa confianza que en él deposito, Tormentilla se respeta algo más a sí mismo.
-Y es la confianza, al fin, el camino más holgado y limpio entre la gente. Y a su ofrecimiento le respondo ya agradecido cuando aún no tengo nada en mis manos, y confío en su decisión por tomar y en una promesa que infiero y está por cumplir. Y de paso dejo en el aire, por mi parte, la promesa de un renovado agradecimiento cuando en mis manos se halle en su momento la decisión que tome y la promesa que cumpla.
No tengo que ser un hombre violento para afirmar en alta voz que amo el olor del NAPALM en la selva. Justo es el castigo del que ofende, si el correctivo endereza sus actos. Mas, si la ofensa, la burla o el desprecio persisten en el corazón del contrario, su dolor no hallará arrepentimiento en el mío. Es más: me excitará el ardor guerrero la visión de sus campos quebrantados si en la lejanía escucho, débiles, sus obstinados tambores de batalla. Pobre ignorante, loco imprudente que no pone rienda al orgullo. Haciendo por mantener mi diestra aferrada al hierro que castiga, y mi siniestra al fuego que regenera, ¿qué mano habré de ocupar en levantar morada para la clemencia?
Como el niño que eterniza su “por qué” mientras sus luces le dan para encontrar otro juego, Sietenrama, sin desmayo, siguió encontrando motivos para la sorna después de mis cuatro razones. Pero no reemprenderé hogueras que ya considero agotadas. No he de martirizar a quien me presta atención con toda esa tinta aburrida.
Como justo epílogo, Tormentilla me trae un tazón caliente de café con leche al punto de azúcar. Y basta.
Creo que a Sietenrama no le había parecido bien la respuesta que di a Tormentilla aquella mañana de Agosto. Digo “bien” por resumir y tirar por el camino de en medio. A él le gusta contestarlo todo, polemizar donde casi nadie encontraría polémica, preguntar aunque no haya cuestión e incluso responder sin pregunta. Con él tengo por seguro que no habrá lugar para silencios embarazosos. Se te hace buena su predisposición a la búsqueda del Saber, cuando lo tratas un tiempo, le pillas la vuelta y estás de buen espíritu. Pienso que, seguramente Sietenrama echaba de menos una respuesta más concreta, menos sesgada que aquel “gracias” con el que respondí a Tormentilla. Aunque seguramente también hubiera puesto objeción de haber respondido cantando, en lenguaje mímico o con alejandrinos. Sietenrama es así.
Cuando digo “aquella mañana de Agosto” me refiero a las doce y media pasadas: la hora en que yo llevo más de dos horas trabajando y empieza a despertarse la actividad de la Kasa. Laxitud que rebulle. A esa hora, usualmente Sietenrama, como decía Calvino, es un todavía que se echa conmigo una conversacioncita mientras encuentra inspiración para un popó antes de irse a la piltra. Hablamos de fútbol y mujeres, de Filosofía en general. A esa misma hora, y siguiendo a Calvino, Tormentilla es un ya, que empieza a bullir en su incomprensible y ajetreado no-plan: va al váter, saluda, buen día, qué hase, sube, baja, resopla, se para y pregunta algo, o se lanza a explicar cuestiones que nadie sabe de dónde vienen y que casi siempre escapan a mi entendimiento. Ese es su despertar. Y aquella mañana-casi-mediodía de Agosto, los tengo a los dos en las sillas del estudio, que tengo una para mí y dos para visitantes, hablando de mujeres, el único tema inteligible en boca de Tormentilla, un tío que si le preguntas por el color de los ojos de cualquier chica, los va a recordar de color carne. Y se agobiaría con nuestra verborrea o se aburriría o sería hambre de verdad, que se levanta y nos pregunta.
-¿Un té, un café? Voy arriba.
Y Sietenrama se pone a soltarle una retorcida filigrana dialéctica porteña, arguyendo movidas relacionadas con el horario, el buen equilibrio estomacal y mil y un otros rebusques que nadie le había pedido, y que a fin de cuentas querían decir que no quería (que no estaba queriendo) nada, mientras Tormentilla iba poniendo en silencio cara como de pero-quién-me-mandaba-preguntarle-a-este-pelotudo. Yo, por mi parte, y sin descuidar la fidelidad que debo a mi tarea, le respondí con un escueto y sonriente “gracias” con un sentido netamente afirmativo. Al menos, así lo pareció entender Tormentilla, que ya se iba escaleras arriba. Pero al otro, eléctrico y automático como el instinto de supervivencia, le faltó tiempo para bombardearme con qué le estaba respondiendo al chaval con eso. Que qué quería decir con gracias me dijo.
Y no quiero que nadie huela en mí tintes de resabio ni de malos modos, pero aunque soy amante de la armonía, campeón de la concordia, no he de negar que a veces el ánimo me flaquea, y a la boca me sube como un regusto de sangre que me tensa los nervios en sentido positivo y me enardezco, y un estremecimiento me abre los ojos de los músculos ante la irrenunciable certeza de la confrontación. Y los huesos parece que se me aferran con encono a un orgullo que mantuvo en pie a mis antepasados. Y ese amargor se me concentra en la boca y aprieto los puños de lo que soy y de lo que quiero ser, y todo mi mundo se reduce al contrincante, y el alma se me endurece como el cemento y todo mi pensamiento es: si quieres, vamos, soldado, pues rojo será el día.
¿A qué tanto seguir preguntando, Sietenrama, si nebulosamente sabes que podría enterrarte en cinismo? ¿Qué sentido recóndito hallaste en el cubil del oso hibernado? ¿Qué fatales respuestas, di, perduran hoy escritas en tus heridas?
Pues como los ríos y los mares, que rompen las orillas sin advertencia, a su constante y épica pregunta incondicional, con malévola burla le improvisé cuatro cargas de caballería, que sin descanso quebrantó sus líneas y llevó el dolor y la furia hasta los corazones de sus últimos soldados, que empapaban con lágrimas de niño las faldas de sus mujeres.
Y las cuatro respuestas, en estilo directo, son las que siguen:
-Pues diciendo simplemente “gracias”, no sólo estoy considerando a quien me pregunta, mostrándole, cortés, que le he oído, no. Al mismo tiempo y con esa sola palabra, le respondo su deferencia con el sincero deseo de un bien divino: Gracias.
-No le abrumo, querido Sietenrama, por otra parte, con un discurso acerca de mis gustos perdurables o mis apetencias del momento presente, pues ambos sabemos qué frágiles ambos son ¿Y por qué elegir al pie de la escalera lo que puede haber cambiado al final de ella? Máxime si ya se ha colmado mi contento sólo con el ofrecimiento, además de que todas las opciones que Tormentilla había nombrado ya eran de mi agrado.
-Y observa, oh, pobre corazón de fierro, calavera insensible, que en tu penosa miopía, donde tú ves no más que una coja respuesta yo he abierto un camino: si no he decidido, es porque dejo en sus manos esa decisión. No ha sido por descuido ni simpleza, sino por confianza de hermano que se entrega a compartir su desayuno. Y tomaré, con seguridad, lo mismo que tomará él, que será, de lo que encuentre en la despensa, lo que halle más a mano, lo que tenga en mejor cantidad, o lo que convenga al caprichoso arbitrio de su ánimo. Y estaré bien pensando que él pensará que, siendo buena su decisión que agradeceré, de alguna manera conocida o por conocer, por esa confianza que en él deposito, Tormentilla se respeta algo más a sí mismo.
-Y es la confianza, al fin, el camino más holgado y limpio entre la gente. Y a su ofrecimiento le respondo ya agradecido cuando aún no tengo nada en mis manos, y confío en su decisión por tomar y en una promesa que infiero y está por cumplir. Y de paso dejo en el aire, por mi parte, la promesa de un renovado agradecimiento cuando en mis manos se halle en su momento la decisión que tome y la promesa que cumpla.
No tengo que ser un hombre violento para afirmar en alta voz que amo el olor del NAPALM en la selva. Justo es el castigo del que ofende, si el correctivo endereza sus actos. Mas, si la ofensa, la burla o el desprecio persisten en el corazón del contrario, su dolor no hallará arrepentimiento en el mío. Es más: me excitará el ardor guerrero la visión de sus campos quebrantados si en la lejanía escucho, débiles, sus obstinados tambores de batalla. Pobre ignorante, loco imprudente que no pone rienda al orgullo. Haciendo por mantener mi diestra aferrada al hierro que castiga, y mi siniestra al fuego que regenera, ¿qué mano habré de ocupar en levantar morada para la clemencia?
Como el niño que eterniza su “por qué” mientras sus luces le dan para encontrar otro juego, Sietenrama, sin desmayo, siguió encontrando motivos para la sorna después de mis cuatro razones. Pero no reemprenderé hogueras que ya considero agotadas. No he de martirizar a quien me presta atención con toda esa tinta aburrida.
Como justo epílogo, Tormentilla me trae un tazón caliente de café con leche al punto de azúcar. Y basta.
UN CEBOLLAZO EN EL ALMA
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A la luz de nuestros últimos encuentros, querida, mi primera reacción ha sido congelar el paso. No ha habido cambios sustanciales en tu forma de actuar, y no he conocido nada nuevo en ti que me dé fuerzas ni argumentos para, de alguna manera, poner tierra entre tú y yo. No quiero ni necesito darte ni aún buscar explicaciones de por qué este pie, de pronto, se me queda colgado en el aire y se niega a avanzar hacia ti. No me lo explico, pero a poco que pienso un poco y escucho qué me dice mi instinto, noto cómo recibo un cebollazo en el alma, y tras ese golpe, sólo encuentro la inspiración de tirar para atrás ese pie en standby, no fuera a despertarse por las buenas tu afán de superación o tu entusiasmo, o lo que sea que uses para superponer una buena cara a estas cosas horribles que te digo. Piensa de mí lo que quieras y no me metas, por favor, en tus negocios ni hagas pasar por mí tus ilusiones. No voy a excusarme por mi crudeza, pues sólo tiene por objeto comunicar sin adornos ni rodeos innecesarios. Alejarme de ti, se me presenta como una reacción espontánea y natural, y convertir esto en un final romántico, me parecería simplemente patético. Así que, por favor, comprende mi terror absoluto a componer, con tan pobre contenido, una escena trágica.
Algunas veces la verdad es tan sencilla que no comprendo cómo nos obstinamos en oscurecerla. Y es estúpido jugar a alquimistas cuando la verdad –como cuando miras al sol medio segundo- está tan clara y diáfana ante tus ojos que la sigues viendo aunque los cierres y te niegues a verla. Y la verdad es que en nuestra última cita, no tardé ni quince minutos en pensar que quería irme a mi casa. No te sientas culpable por lo que dijiste o callaste, ni por lo que hiciste o dejaste de hacer. Fue una sensación muy animal por mi parte, plenamente irracional e impulsiva, y es por ello que ahora pienso que se me accionó algún resorte en mi maquinaria de la supervivencia. Allí, en aquel momento, eché tremendamente de menos mi casa desordenada y desquiciante, y se me presentaban así, a primeras, soluciones insostenibles para el sinvivir que me asfixiaba, tales como por-qué-no-me-traga-la-tierra o por-qué-en-vez-de-estar-aquí-no-estoy-leyendo-un-libro-en-soledad-aunque-sea-delictivamente-aburrido.
Doy este paso atrás porque no tengo, ni quiero, inspiración para otra cosa. Tengo terror pánico a cometer estupideces con los ojos abiertos; ya es bastante verte a ti mismo como un tontolculo más de una vez por semana, como para ir provocando catástrofes con pasos que sabes imprudentes y elecciones que sabes erróneas. La mayor parte del tiempo me percibo, entre otras cosas, como un cabezón solitario aburrido, soberbio e intransigente. No sé qué hay de real en este desamor que me tengo, no lo sé. Pero lo único que me faltaría para verme definitivamente adornado sería salir de la apatía tirando ciegamente hacia delante, como un borrico desesperado con los ojos llenos de tábanos sanguinarios mortalmente hambrientos. Esas maneras no entran en mi lógica, ni las he contado entre mis actos reflejos. Qué solución hay en correr hacia lo que de seguro sabes que es un precipicio o una esquina de piedra; qué estúpida esperanza alimenta el tiempo de tu corta carrera o tu caída hacia el desastre. Quieto. Ni soy un borrico desesperado, ni corriendo sin rumbo dejarán los tábanos de ensañarse.
Aquí estoy con mi helado de mortal aburrimiento o insípida realidad, pero me siento mejor si mantengo, en lo que atañe a nosotros, intactas las fuerzas en mi calmo corazón. Y no hay mucho más. No creo en ti y en mí. Y para mí es una cuestión de Fe, como ves, y teniendo momentos –como el presente- en que la Fe es mi única guía en este mundo desequilibrado, está de más seguir adelante con esto que hay entre tú y yo, que no es más que una conjunción copulativa, que no me despierta energía ni para tirarme un detallito contigo.
Muchos de mis conocidos me ven equivocado. Que presupongo cosas, dicen. Que me abra y dé oportunidades, dicen. Y que la vida es una. No les quito la razón. Sé que pierdo horas ilusionadas que darían alimento efectivo en su momento. Pero si sé que piso un campo de piedra y sal, ¿por qué debería esforzar el gesto del sembrador? ¿para no olvidarlo? ¿para no perder la práctica?
Amar a alguien no es un deporte. La práctica en sí puede resultar beneficiosa: crece el corazón y se ensancha el espíritu, y todo se ilumina, y esas cosas; pero en el amor casi nadie sabe perder. A cada tentativa estéril se aplasta un poco el ánimo, y un buen resultado nunca arregla ni oculta ni hace olvidar el sufrimiento que vino con un desastre pasado, que nunca deja de pasar.
Cuando en amor sabes que no esperas nada útil o conveniente, o al menos agradable, el tiempo se te espesa como una carrera en un barrizal hacia ninguna parte. Todo es angustioso y agota estúpidamente tus fuerzas. Van pasando los tiempos y se suceden las debacles, y uno va echando de menos las energías para recuperar el buen ánimo y el afán por poner nuevas esperanzas en nuevas aventuras.
Querida, no puedo dejar de ver ese campo de sal aplastado sobre mi horizonte. Lo tengo metido en el sentido, y porque sé que la vida es una sola, no mancho el gesto de sembrar, no tiro mis semillas preciosas, que no caen de los árboles ni las encontré por la calle, en este terreno yermo. Es doloroso equivocarse y agotador corregir después lo equivocado; pero es indigno y estúpido ir consciente y alegremente al encuentro de más precipicios de los que la vida te tenga reservados.
Siento el hilo que se nos rompe y el muelle que se destensa entre nosotros, pero ante todo soy amante del amor. Palidezco cuando no me mira, y sería incapaz de ir a su encuentro sin mis mejores galas y sin mi más honesto entusiasmo. Tranquilízate en el amor que te llegará, y lo que sea que, a partir de este momento veas que me esté pasando, di por ahí que yo solo me lo he buscado.
A la luz de nuestros últimos encuentros, querida, mi primera reacción ha sido congelar el paso. No ha habido cambios sustanciales en tu forma de actuar, y no he conocido nada nuevo en ti que me dé fuerzas ni argumentos para, de alguna manera, poner tierra entre tú y yo. No quiero ni necesito darte ni aún buscar explicaciones de por qué este pie, de pronto, se me queda colgado en el aire y se niega a avanzar hacia ti. No me lo explico, pero a poco que pienso un poco y escucho qué me dice mi instinto, noto cómo recibo un cebollazo en el alma, y tras ese golpe, sólo encuentro la inspiración de tirar para atrás ese pie en standby, no fuera a despertarse por las buenas tu afán de superación o tu entusiasmo, o lo que sea que uses para superponer una buena cara a estas cosas horribles que te digo. Piensa de mí lo que quieras y no me metas, por favor, en tus negocios ni hagas pasar por mí tus ilusiones. No voy a excusarme por mi crudeza, pues sólo tiene por objeto comunicar sin adornos ni rodeos innecesarios. Alejarme de ti, se me presenta como una reacción espontánea y natural, y convertir esto en un final romántico, me parecería simplemente patético. Así que, por favor, comprende mi terror absoluto a componer, con tan pobre contenido, una escena trágica.
Algunas veces la verdad es tan sencilla que no comprendo cómo nos obstinamos en oscurecerla. Y es estúpido jugar a alquimistas cuando la verdad –como cuando miras al sol medio segundo- está tan clara y diáfana ante tus ojos que la sigues viendo aunque los cierres y te niegues a verla. Y la verdad es que en nuestra última cita, no tardé ni quince minutos en pensar que quería irme a mi casa. No te sientas culpable por lo que dijiste o callaste, ni por lo que hiciste o dejaste de hacer. Fue una sensación muy animal por mi parte, plenamente irracional e impulsiva, y es por ello que ahora pienso que se me accionó algún resorte en mi maquinaria de la supervivencia. Allí, en aquel momento, eché tremendamente de menos mi casa desordenada y desquiciante, y se me presentaban así, a primeras, soluciones insostenibles para el sinvivir que me asfixiaba, tales como por-qué-no-me-traga-la-tierra o por-qué-en-vez-de-estar-aquí-no-estoy-leyendo-un-libro-en-soledad-aunque-sea-delictivamente-aburrido.
Doy este paso atrás porque no tengo, ni quiero, inspiración para otra cosa. Tengo terror pánico a cometer estupideces con los ojos abiertos; ya es bastante verte a ti mismo como un tontolculo más de una vez por semana, como para ir provocando catástrofes con pasos que sabes imprudentes y elecciones que sabes erróneas. La mayor parte del tiempo me percibo, entre otras cosas, como un cabezón solitario aburrido, soberbio e intransigente. No sé qué hay de real en este desamor que me tengo, no lo sé. Pero lo único que me faltaría para verme definitivamente adornado sería salir de la apatía tirando ciegamente hacia delante, como un borrico desesperado con los ojos llenos de tábanos sanguinarios mortalmente hambrientos. Esas maneras no entran en mi lógica, ni las he contado entre mis actos reflejos. Qué solución hay en correr hacia lo que de seguro sabes que es un precipicio o una esquina de piedra; qué estúpida esperanza alimenta el tiempo de tu corta carrera o tu caída hacia el desastre. Quieto. Ni soy un borrico desesperado, ni corriendo sin rumbo dejarán los tábanos de ensañarse.
Aquí estoy con mi helado de mortal aburrimiento o insípida realidad, pero me siento mejor si mantengo, en lo que atañe a nosotros, intactas las fuerzas en mi calmo corazón. Y no hay mucho más. No creo en ti y en mí. Y para mí es una cuestión de Fe, como ves, y teniendo momentos –como el presente- en que la Fe es mi única guía en este mundo desequilibrado, está de más seguir adelante con esto que hay entre tú y yo, que no es más que una conjunción copulativa, que no me despierta energía ni para tirarme un detallito contigo.
Muchos de mis conocidos me ven equivocado. Que presupongo cosas, dicen. Que me abra y dé oportunidades, dicen. Y que la vida es una. No les quito la razón. Sé que pierdo horas ilusionadas que darían alimento efectivo en su momento. Pero si sé que piso un campo de piedra y sal, ¿por qué debería esforzar el gesto del sembrador? ¿para no olvidarlo? ¿para no perder la práctica?
Amar a alguien no es un deporte. La práctica en sí puede resultar beneficiosa: crece el corazón y se ensancha el espíritu, y todo se ilumina, y esas cosas; pero en el amor casi nadie sabe perder. A cada tentativa estéril se aplasta un poco el ánimo, y un buen resultado nunca arregla ni oculta ni hace olvidar el sufrimiento que vino con un desastre pasado, que nunca deja de pasar.
Cuando en amor sabes que no esperas nada útil o conveniente, o al menos agradable, el tiempo se te espesa como una carrera en un barrizal hacia ninguna parte. Todo es angustioso y agota estúpidamente tus fuerzas. Van pasando los tiempos y se suceden las debacles, y uno va echando de menos las energías para recuperar el buen ánimo y el afán por poner nuevas esperanzas en nuevas aventuras.
Querida, no puedo dejar de ver ese campo de sal aplastado sobre mi horizonte. Lo tengo metido en el sentido, y porque sé que la vida es una sola, no mancho el gesto de sembrar, no tiro mis semillas preciosas, que no caen de los árboles ni las encontré por la calle, en este terreno yermo. Es doloroso equivocarse y agotador corregir después lo equivocado; pero es indigno y estúpido ir consciente y alegremente al encuentro de más precipicios de los que la vida te tenga reservados.
Siento el hilo que se nos rompe y el muelle que se destensa entre nosotros, pero ante todo soy amante del amor. Palidezco cuando no me mira, y sería incapaz de ir a su encuentro sin mis mejores galas y sin mi más honesto entusiasmo. Tranquilízate en el amor que te llegará, y lo que sea que, a partir de este momento veas que me esté pasando, di por ahí que yo solo me lo he buscado.