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Para asegurar, al menos, un buen comienzo, podría decir que, la verdad, entre aquel mediodía y la mañana siguiente había conseguido, salpicadas, algunas horas de paz.
El momento que vivía era de un equilibrio delicado. El dolor y el amor me venían de la mano. Deseos. Retos y montañas. Anhelos e infecciones.
Alimentando afectos y confianzas, el tiempo se me acabó echando encima y ya esa tarde, a la hora que era, no me iba a poner a trabajar. Me había tomado –enterita- una botella de vino con JW por Joanic. Entre una cosa y otra, en realidad, no me había quedado cuerpo de ir a preguntarle el nombre a una librera de la que no olvidaba la sonrisa. Me quedé en la casa, tirado en el sofá mientras oscurecía, escuchando canciones de las que nos gustan a mí y a mi hermano.
…
A veces, algo parecido a la suerte, la buena o la mala, la que tú mismo haces o la que te encuentras, decide que el amor o el dolor son una falsa alarma. Un desengaño o una feliz equivocación. Y esa misma suerte te deja espacio para que la mires desde el ángulo que quieras.
A día de hoy todo sigue una senda templada.
Aquella noche me dormí leyendo “El Amor es el infierno” (Groening) mientras comía chocolate. Y me dormí con la dulce y engañosa percepción de que, entre todo lo que me afectaba, yo podía decidir qué iba a mantenerse a flote y qué iba a ir a peor. Así que acabé dándole la razón a Montse, cuando me dijo que yo estaba equivocado.
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