En el juego de la mirada del lobo, un juego de mirarse quietos frente a frente, quien sonríe pierde. Quien parpadea o hace una mueca, pierde. Quien suelta una lagrimita o quien tose, pierde. Es más, tampoco es que haya unas reglas estrictas: pierde aquel que hace algo que no sea esperar a ganar.
Siempre lo dice el otro: has respirado raro, pierdes. A mí me parece que si lo dice siempre el otro, ganar no es honorable, y el juego me parece adulterado.
En el juego de mirar de frente nadie entiende que esté jugando. Es sólo mirar de frente, con descaro o con inocencia, pero siempre por curiosidad. En el juego de mirar de frente puedes ir ganando y no saberlo -porque el otro no quiere que pierda nadie- y al momento siguiente, perder del todo.
En el juego de mirar de frente se ponen en juego la claridad, la honestidad y la intensidad, y siempre es un juego limpio.
En el juego de mirar de frente no pierde nadie, sólo que de repente cambian los vientos, se cruzan los cables, y el juego ya no sirve. El que pierde en sí, es el juego.
En el juego de mirar de frente -que mientras vale, es un juego limpio-, jugamos con la verdad y con la intensidad. Y ay amigo, la intensidad.
La intensidad enamora, aunque dure un mensaje, y la intensidad pesa, y eso ya sí es para siempre. A veces la intensidad es una florecita de jazmín, y a veces la intensidad es un pequeño aguijón haciendo cosquillas o dolores dulcecitos en el corazón. Todo está ganado y todo está perdido para siempre en este momento que tenemos en las manos, que se nos cuela por entre los dedos. Ay, como el agua.
En el juego de mirar de frente, siempre hay gente que sigue adelante, aunque la gente se vaya apartando. Entonces uno va diciendo qué hago yo ahora con el perfume de esta florecita de jazmín, que no es para siempre, dónde encontraré mi pequeño aguijón que me despertó el corazón. Pero a esas preguntas no hay que echarles cuenta. Todo es seguir jugando, mientras se pueda.
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