te levantas, cómo no, poniendo en marcha las
ganas que tienes. El ánimo está dormido y la voluntad arrastra los pies hacia
la cafetera.
En los días sin esperanza piensas, esta
mañana no he quedado con nadie, y el día se te presenta largo y plano, y hasta
el silencio te hace eco, pues la gente la tienes demasiado dentro, demasiado
lejos. También fuera, también cerca, a tu pesar.
En los días sin esperanza agotas las fuerzas
en abrir y cerrar puertas. No llamas, pero quieres que haya alguien. No
cierras, pero no quieres que vengan.
En los días sin esperanza arruinas tus
colores, pues son días de ir y venir sin sentido por tu paleta, de forma que
tus cosas brillantes se ensucian y tus profundas oscuridades pierden fuerza.
En los días sin esperanza, la gente se empeña
en contar chistes raros que gustan a todo el mundo. Y todo suena a ese tiempo
tontorrón de aprender raíces cuadradas con maestros amargados de mano ligera.
Ni se entienden los chistes ni enraízan las raíces.
En los días sin esperanza se desenmascara la
alegría de la gente, te molesta su tristeza, te apabulla su pobreza y te la
suda su esplendor.
En los días sin esperanza pierdo las
preguntas trascendentales y los alientos básicos. Pienso en sombras, pienso en
grandes piedras, y no hago más que preguntarme si estaré aún a tiempo de
abandonar mi belleza. Esa que me arrastra hacia el fondo.
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