3 de mayo de 2011
Los Ideales.
Hay muchas cosas que, en mi situación actual (economía, habilidades sociales, estado de salud, equilibrio mental y emotivo), se me ocurre que no haría por dinero. Las pienso así, y lo digo como muy directamente, aunque también me doy cuenta de que en todo hay grados, igual que en los tests psicológicos hay cinco o seis matices entre el ferviente sí y el rotundo no. Y a lo mejor así, de entrada, pues tengo que reconocer que no me encuentro con ganas-ánimos-fuerzas para andar destilando esos matices.
Algunas de entre esas muchas cosas que se me ocurre que no haría por dinero, no las haría, por ejemplo, porque me sentiría avergonzado ante los demás. Se me ocurren cosas que si las hiciera, darían a quienes me rodean, tanto si me conocen como si no, una imagen distorsionada de lo que realmente soy, y pensando en esas cosas, el dinero no pagaría el sonrojo, ni esa falta a la Verdad. Otras, de entre ellas, no las haría porque las considero indignas, y las considero así tanto en el caso poco probable de que las hiciera yo, como en el caso probado de tantas ocasiones en que he visto que otros y otras las hacían. Allá cada cual. He probado en mis carnes más veces de las que quisiera las apreturas presupuestarias del ciudadano medio, pero los dolores de estas estrecheces no me han ayudado nunca a obviar ni lo necio ni lo indigno. El dinero, ya antes de dar el hipotético paso de aceptar hacer cosas así, se me convierte en algo ridículo y que con pasmosa evidencia se me presenta incapaz de compensar el peligro de ese funesto atentado a mi buen nombre. Y cuando hablo de dignidad hablo de cosas que viven en mí y que no puedo ni quiero despreciar a cambio de dinero; que tu dignidad es un edificio construido con amor y paciencia, y que no sabes de su solidez, de su tamaño, de su función, ni de su belleza hasta que en un descuido de éstos, lo ves venirse abajo con el estruendo que corresponde a tanto esplendor. Enmedio de la polvareda abrirás los ojos y verás lo difícil que es limpiar esa catástrofe en tu alma, verás qué difícil es volver a levantar esa casa, que era tu tesoro y no lo sabías, pobre de ti.
Tampoco haría cosas que pensara que fuesen en menoscabo de mi honorabilidad, y menos aún por dinero, pues el honor es otro edificio construido con amor y paciencia, sólo que para levantar éste no has estado nunca solo: es un edificio construido por ti y por tu casta, llámala familia o país, llámala cultura o comunidad, si pones en peligro tu honra, si dejas de amarla y te olvidas o dejas irresponsablemente en manos de otros su crecimiento, ése edificio irá cediendo, y se vendrá abajo por tu descuido. Y estaba hecho con tu amor y tu paciencia, pero también con el amor y la paciencia de tu familia y de tu país, con una fe que te trasciende y alimenta el espíritu de tu cultura y forma el aliento de tu comunidad. No hago cosas que siento deshonrosas, porque no soy un imbécil alelado por las cifras que recibiría, ni un diablo acuciado por las que necesita. Siento un justo y necesario amor por la liquidez económica, pero ello no puede distraerme de mantener los ojos y el corazón abiertos a ese edificio imponente que no puedo poner en peligro, no sólo porque debo cuidar de los frutos de mi amor, que sólo un necio irresponsable los descuidaría, también porque siento que es un edificio que debemos cuidar entre todos los que lo construimos. Y no será por mi mano presurosa, por mi espíritu ocioso y aún menos cediendo a las quejas de mi bolsa maltrecha, que en la parte de fachada que me corresponde vigilar aparezca una grieta por la que empiecen a salir las lágrimas de todos.
No me considero un bobo, aunque para serlo he tenido las mismas oportunidades que todos los que lo son, que gracias a ello, disfrutan y padecen lo que por bobos les corresponde. Yo no lo soy, y consecuentemente procuro que mis actos sean guiados por una mezcla propia de razón y sentimiento, de impulso instintivo y pensamiento prudente y necesariamente comedido. Según esos criterios y pretendiendo llevar una vida independiente, honesta y fructífera para mi cuerpo, mi mente y mi espíritu, he ido aceptando multitud de trabajos a cambio de una remuneración que como ciudadano medio de clase obrera necesito con cierta regularidad.
Mi economía es un barquito en medio de un océano en perpetua tempestad: acosado por constantes averías y desequilibrios, además de los ataques a los que ya tengo hecho el cuerpo en esta santa vida normal, el alquiler, que es un perro feroz, inclemente y puntual, la demoledora necesidad de alimentarse al menos dos veces al día, que eres lo que comes y si poco o nada comes, poco o nada eres, la regular subida de precios del transporte público, la papa el tomate y el papel tualé, la irresistible tentación de incorporar a tu presupuesto mínimo los cafés y cervezas que riegan tu vida social, unos disquitos, unos libritos con los que pretendes enterrar la posibilidad de que seas o puedas convertirte en un borrico, e incluso los caprichos que sin base lógica y con alguna regularidad quieres darte, argumentando la necesidad de cuidar tu pretendido equilibrio emocional, autoestima, deseo de realización, desarrollo personal, apertura de horizontes y todos esos mínimos que han redactado un puñado de bienpensantes felizmente colocados en altos lugares de la escala del bienestar y con los que nos bombardean prácticamente desde el nacimiento.
No soy un bobo y pretendo mantener la honradez en mis formas, por eso no puedo esconder la dura realidad de que, dependiendo de ese atribulado vaivén de mi economía han habido momentos en los que he aceptado algunos trabajos que hoy, alejado de las justificaciones de su tiempo, me parecen necios, vergonzantes e incluso deshonrosos. Pavor es la palabra que horada mi pensamiento. Pavor me da pensar en aquellas cosas que hice, pobre de mi, porque en mi pobreza innegociable quería llenar la nevera, mantener mi techo a salvo e ir al cine con la mujer que amaba, incluso.
Y qué frágil se vuelve mi armonía, si pienso por un momento que los márgenes que establezco para considerar qué me parece necio, vergonzante e incluso deshonroso, se vuelven difusos o relajados dependiendo de un burdo rumor estomacal, un apremio de índole inmobiliario o incluso porque se te ha ocurrido que allá, en el fondo de su mirada acuosa nuestro amor languidece. Y ante ese temor podría justificarme, refugiar mi pobre humanidad en los diferentes matices que puede haber entre el sí apasionado y el no deliberadamente sordo. La única prueba que tengo de no ser un bobo es que veo con claridad esa falla en mi pretensión de coherencia. No soy un bobo y debo sufrir por saber que soy débil y acabo minando mi rectitud, entrecomillando mi honestidad. No soy un bobo y debo desterrar ante el mundo, y peor aún, ante mi propio corazón, la posibilidad o la excusa de no haberme dado cuenta, de haberme distraído y haber acabado haciendo trabajos que SABÍA que de alguna manera estaban ensuciando el néctar del que se alimenta la vida. No soy un bobo, y en aquel tiempo, con cierta intuición temerosa y hoy con profundo dolor clarividente, sé, sabía, que por mi necesidad, estaba echando de comer a la miseria o la ignorancia o el retroceso que ennegrecen el provenir de nuestro mundo, y apenas para salir a flote, apenas para consolar de mala manera mi viaje insomne con la pobre música de unas pocas monedas en el bolsillo, había puesto un pie embarrado sobre un brote débil de la esperanza. Y todo eso tengo que ver ahora, tan tranquilo, sentado en mi silla coja, al lado de mi cama dura y mi mesa sin mantel.
No soy un bobo, y qué. Ya tengo mi parte de sufrimiento por ello y sería de bobos ir a degüello conmigo mismo. No voy a sembrar mis campos de sal. No voy a mortificarme por haberme hecho con preciosos ideales, y acabar siendo en el día a día un tío normal y corriente en esta (puta) vida normal y corriente que tiene un sabor aceptable si manejo con mano izquierda mis altos y descabellados valores. Una vida normal que no acabará nunca de derrotarme del todo si uso la inteligencia para poner mi espíritu crítico en standby mientras quien me vaya dando unos mil trompos cada cierto tiempo, cuenta una imbecilidad del tamaño del imperio de Alejandro cuando estaba en las últimas, el pobre; una vida normal que no sabe tan mal cuando me veo creciendo y aceptando que su mediocridad, su posible ofensa nacen y tienen efecto sólo en su propio universo paralelo; una vida que será normal para mí si acepto, al fin, que no soy un bobo pero tampoco el último héroe de una raza extinta. No soy un mártir de mis propias ideas, que no caben en panfletos ni en puercas banderas ensangrentadas. La imagen que yo tenga de mí mismo, se la trae al fresco a la vida normal. Me sienta bobo o el jodido Rey del Cosmos, no soy más que uno que tiene que hacer miles de cosas difíciles para conseguir lo que de nacimiento no tenía y debe pelearlo día a día para acabar dando su más profundo agradecimiento al nuevo sol de la mañana, como cualquier bicho o planta del campo. En esta vida normal, mis más altos ideales no son más que postres, no son comparables con la mecánica que todo lo gobierna. Si al final del día no he conseguido juntar los componentes mínimos necesarios y no puedo desarrollar con corrección y normalidad mis ecuaciones, pues me iré yendo y vaya pena. El sodio o el potasio o el bismuto que tendría que haber aportado, ya los cogerá la madre tierra de cualquier otro sitio para hacer sus cosas. Y palante con los prótidos y los lípidos, que mis ideales, seguramente, se la sudarán a la química terrestre y a la celeste juntas.
Mientras tanto, como no soy el último héroe de entre los GRANDES, pues me descargo, y pienso en amaneceres y en campos de trigo por recoger ondulados por el viento, y en ojitos verdes marrones y negros que en la vida he conocido, y voy volando entre huertas de papas y tomates y naranjos de Berna, y una musiquita guapa guapa y flojita, mientras unos y otros de entre toda esa manada de subnormales con los que irremediablemente tienes que juntarte para pillar unos billetes cada cierto tiempo, te calientan la cabeza con sus paranoias que en realidad te importan una mierda, pero como no eres bobo, tú ya sabes que es necesario olvidarse momentáneamente de Rembrandt, de Henry Miller, de las chispitas que sueltan los nogales cuando te sientas debajo y de todas esas cosas que te alimentan de verdad pero que en la (puta) vida te van a llenar la nevera, y aguantar. Aguantar ese poco tiempo haciendo el tonto y no decirlo en público y después pedir la pasta, aunque no sea mucha, e irte a tu casa con ese dinerito en el bolsillo, cantando una canción por la calle, y sentirte mucho mejor que normal, hombre. Porque ¿acaso has matado a nadie? ¿has robado? ¿has hecho daño conscientemente? ¿has llenado tu bolsa jugando con el dolor o la dignidad de otros? NO: lo que has hecho por dinero no tendrías que ocultárselo a tu padre ni a tu madre ni a tus hermanos ni a toda la gente que te importa y lloraría de verdad si tú pegaras el resbalón. Y además te mantienes independiente económicamente, y por la mañana vas a darle tu más cálida bienvenida al amanecer, porque sabes también que el tiempo libre y la pasta que te deja ese tiempo de hacer el tonto, pues no los estás dedicando a evadirte como la mayoría de la peña, que te estás buscando tu poquito de cemento y de plaste y unos colores bonitos de pintura interior-exterior para ir haciendo poquito a poco el mantenimiento de tu honor y tu dignidad, que son un edificio que crece con amor y paciencia, que has levantado con los tuyos, y que no se va a caer ni cuando le estés dando sodio, potasio o bismuto a la madre tierra, hombre, que esas son las cosas bonitas que tienen los ideales, que siguen palante sin prótidos ni lípidos, le dan sentido a tu país, le dan cuerda a tu cultura y siguen peleando por su cuenta para que el amor que has puesto en ellos nunca languidezca.
“Los Ideales.” Texto del catálogo de la exposición “La cabeza en las nubes”.Mosaicos. Tetería Caj Chai. Barcelona. 2008 Producciones Flamantes.
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Me conforta que en algún lugar del mundo alguien sabe que la dignidad y la integridad no tienen precio, es muy difícil encontrar personas integras, dignas y honestas, que no tengan doble moral..... Pocas personas piensan realmente hasta donde llegarían por dinero, en un mundo ideal para mí, debería movernos el amor y no el dinero, me parece mas grande la satisfacción de saberme integra y poder mirar de frente, que logar bienes materiales, ocultando la mirada y avergonzándome de la forma en que lo obtuve......
ResponderEliminarConstruimos nuestros ideales, nuestro dogma, para autoconformarnos de que hacemos lo correcto (¿qué es lo correcto?), a pesar de que hay algo que no nos convence del todo. Y, de nuevo, nos ponemos nuestras propias trampas. Disfrazamos nuestra decepción de dignidad (como en 'Hambre', de Hansum) y reprimimos nuestra ambición por lo infructuoso de una lucha que nunca podrá ser ganada. Ese nuevo ideario que construimos nos permite descansar y crear una ficción de felicidad agridulce que, al menos, nos dejará dormir. Los ideales son la respuesta a las derrotas o nos sirven de escudo cuando las vemos acercarse; y nos subyugan, en vez de hacernos avanzar. Los ideales pertenecen al mundo de los adultos, de las vidas con recorrido. Para todo lo demás están los sueños, que nos hacen libres, que nos animan a seguir intentándolo, que nos convierte en niños.
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