26 de agosto de 2013
17 de agosto de 2013
14 de agosto de 2013
NINGUNEADO
Puede
ocurrir que, en un determinado momento de lucidez o de hundimiento, ayudado por
el trato deficitario o la mirada burlona, despectiva e impaciente de quienes te
rodean e incluso te atañen, te juzgues un muertohambre. A veces, a mi mismo
me ha sobrevenido esa incómoda impresión, en lo referido a amores y trabajos.
Lo
llamo ser o sentirse un muertohambre, porque el sentimiento puede venir
indistintamente de alguna podredumbre que tienes instalada en el amor propio, o
también puede venir inspirada por el trato –en el amor y sus variaciones, en
los trabajos– con los demás. Sea el caso de ser o de sentirse, sea real o imaginado,
inspirado alevosamente o tergiversado por el descuido o la malicia de los
otros, siempre eres, te sientes o hacen que te sientas como una oferta
prescindible, una aportación insignificante, e incluso un simple peso muerto.
Cuando
he tenido esa impresión, el amor no me ha parecido amor, la amistad me ha
quemado y los trabajos, la relación que implicaban, me estaban quitando mucho
más de lo que me podían dar. El respeto por lo que soy o significo, siento que
muere para los demás, y veo que languidece en mí.
El
respeto es a las relaciones lo que el caldo a un potaje: está dentro y está
fuera de todos los ingredientes, es el aglutinante que da nombre propio,
carácter al conjunto y, en última instancia, es el depositario del sabor. Sin
caldo en el potaje, sin respeto en las relaciones, las cosas se queman sin
cocer, y no dejan de ser una amalgama inconexa e incomestible a la que no le
cabe nombre ni, por tanto, uso.
No
puedo sobrar. En diferentes fases de mi vida me he dicho que mejor estar solo
que ser una mala compañía. Un garbanzo que da un paso atrás, antes de
precipitarse por la boca de una olla sin futuro, sabe, inspirado por una débil
luz de su interior que:
1.
Hay más potajes en el mundo, y
2.
Si no puedes ser potaje, puedes ser semilla.
Todo
este redondeo absurdo es para exorcizar el hecho terrible y repetido de que, en
algunos amores, en algunos trabajos, me han ninguneado.
Toda
esta tontura es sólo para señalar que en los sucesivos quebrantos que ha ido
sufriendo mi orgullo, me retiré casi siempre sin lucha ni resistencia, pues, a
pesar del dolor de verme como carga, digno sólo del desprecio, vi con maltrecha
claridad, que mi dignidad era demasiado honda e inabarcable como para ser
valorada (por mí, por los demás) en aquella concreta situación. Y llegar a
pensar eso, me liberaba: YO no soy esas situaciones, y tampoco soy las
opiniones de quienes se dejan llevar por esas situaciones.
El
ganar poco o nada, el no ser valorado en algunos trabajos, en algunas mujeres,
traía, para mí, la medicina que me ayudaría a superar el doloroso
escozor del ninguneo. Al moverme para sacar a mi propia dignidad de una
situación indigna, vi en su desnudez la única ventaja del muertohambre: si eres poco, si te valoran
prescindible, banal, molesto, a la hora de abandonar y perder, eres TÚ el que
tiene poco que abandonar. Eres TÚ el que no tiene nada que perder. Si te
desprecian, te liberan. O algo así.
En
fin, si tu dignidad no encuentra acomodo en una determinada situación o
contexto relacional, el que encuentres la fuerza, la decisión de abandonar el
acuerdo, la coyuntura, por tu propio pie, consigue que hagas una eficaz
limpieza de tu panorama. Te moverás por supervivencia, sí, pero en esa sola
intención, en el puro movimiento, encontrarás trazas del amor propio que habías
perdido. Esa decisión, ese movimiento, más que el lugar al que te lleven, te
darán paciencia y entereza y seguridad para que encuentres los trabajos, los
amores, los espacios más favorables a la dignidad que nunca deberías haber
visto mancillada.
.
COMO TODO LO DEMÁS
Hablando
de los zapatos, incluso hablando sólo de uno de los que forman el par que
llevas puesto, cuando te molestan, cuando directamente te hacen daño, lo mejor
es cambiarlos, seguir buscando los tuyos.
Esta
simple solución, que puede parecer una insultante obviedad a rubios/as y
moreno/as, por increíble que parezca, no siempre es elegida como primera
opción. Y esto lo escribo destilado de mi propia experiencia, ya ves.
A
veces nos quedamos pasmados ante las soluciones más fáciles. Como si nos
sobrara el tiempo o la energía, a fuerza de insistir en los misterios de la
vida, buscamos y buscamos las vueltas a lo que el sentido común nos presenta,
desde el primer momento, como unas puertas abiertas de par en par.
Yo,
personalmente, tengo una habilidad pasmosa para andar dando rodeos a lo
evidente, y acabar sembrando mis propias desdichas. Y claro, si ofendes a la
prudencia, al sentido común, lo acabas pagando, más pronto o más tarde.
Hablando
estrictamente de zapatos, uno maneja toda clase de razones ilusorias,
atenuantes y argumentos inventados para prolongar, lastimosamente, lo que uno
quiere ver posible en lo que realmente no lo es. Yo tenía una novia que decía
que para conocer a una persona hay que mirarle los zapatos. Creo que no le
faltaba razón, aunque el tema es mucho más amplio si atendemos a que lo que uno
ES lo tenemos siempre mediatizado con lo que uno mismo cree que es, lo
que uno quiere ser, e incluso lo que aparenta ser. En fin, que
hay muchos zapatos susceptibles de calzarnos, antes de que demos con los nuestros.
A
veces, en la vida normal, sin aviso, ocurre que te encuentras con el zapato
soñado, a un precio increíblemente rebajado, en el estante de pares sueltos.
Puede ocurrir que no son de tu talla, pero te los pruebas y empiezas a verlos
perfectos. Uno dice que es cuestión de buscar un calcetín más fino, cuestión de
darle grasa por fuera y por dentro, y los más abnegados lo arreglan conteniendo
la respiración. ¿Pero por qué tanto invento? Uno dice que es por la boda, otro
porque no tiene tiempo, y otro que por la desesperación, pero oye, es un color
TAN bonito, es una línea TAN elegante, que qué importa ese pequeño sufrir al
principio. Uno se dice que todo lo nuevo molesta. Así que lo paga, y se lo
lleva.
Luego
uno se pone esos zapatos TAN elegantes, TAN preciosos, TAN rebajados, y se echa
a la calle con ese aire suficiente de ¨nadie está en mis zapatos¨, y va uno por
el mundo, sabiéndolo o sin saber, con ese andar aparentemente distinguido, con
ese gesticular controlado, con esa sonrisa tensa del que está en unos zapatos
TAN de otro pie. Y lo doloroso no es el dolor de los pies, qué va. Lo doloroso
es que uno asume ese dolor como algo necesario, ineludible. Normal. Uno se
dice, entre dientes, hostia, sí que duele, la horma está dura, la costura está
apretada, la suela está rígida. Nada, hay que seguir caminando, a ver si la
horma se ablanda, la costura se relaja y la suela se elastiza.
En
la vida, entre chispacitos de dolor, uno se dice que, caminando, el zapato se
hará al pie, pues para eso es el pie de quien lo ha pagado, ¿no? A ver quién te
convence de que justamente está ocurriendo lo contrario: es el pie, de entrada,
el que se está adaptando al zapato. Y uno tiene esa pereza, uno tiene esa
elegancia para acabar sobreseyendo los fallos propios porque, total, quién va a
echarle cuentas a ese mísero dolor que uno lleva escondido en el zapato. Son
las cosas de lo nuevo, insiste uno mismo, las cosas que conlleva el mantenerse
con la mirada suficiente, el atuendo calculado. Que no hay elegancia sin
sacrificio, se dice uno, y bueno, ¿qué es una simple rozadura? ¿quién ha de
notarla –te dices, ufano– mientras no consiga alterar la rectitud de mi porte?
Bueno, la notas tú mismo la rozadura, claro ¿a quién más si no habría de hacerle
notar su mensaje? Porque la rozadura, si te fijas, no es más que la advertencia
de que no es perfecto el argumentaje que te has montado. No es mucho más. En
esa zona, te está avisando de un roce no deseable: la piel se calienta y te
hace una bolsita de aire. Duele, ¿verdad? Nadie lo ve, te dices, por suerte.
Pero, a cada paso que das, el pie, puntualmente, te va diciendo que aquí, aquí,
aquí, etc, él no puede adaptarse al zapato ¿Lo escuchas?
No.
Lo oyes, pero no lo escuchas. Era tu oportunidad de corregir, tu posibilidad de
volver al sentido común, pero no, tu solución fue correr a casa y descansar de
tu ropa de calle, de tu sonrisa compuesta y jugar a que cada día ya ha pasado
lo peor. Y será el yodo, será el agua con sal el torpe andamiaje que sostendrán
las prórrogas de tu dignidad.
Y
uno duerme, y hasta sueña, hasta la hora que marca el despertador, en que todo
se da nuevamente por comenzado. Así que uno se levanta, y aunque haya dormido
abrazado, en compañía, es en la intimidad de uno mismo que, mascullando
sandeces, decide NUEVAMENTE ponerse otra vez esos zapatos. Duele, joder, y a
nadie deberías echarles las culpas, pero uno tiene ese estilazo de caminar
dolorido, por la mañana temprano, puteando al Bundesbank, a la consistencia de
la burbuja, o maldiciendo los enredos en los que te mete tu prima, que va a
acabar por joderte las reglas del juego democrático.
Uno
sigue adelante, ¿no? Todo será mejor después del cafelito, se dice. Todo será
mejor cuando haya volteado la mañana, se dice. Pero el dolor persiste, tú. Y
una buena mañana ves con claridad que han ido pasando los días, y la rozadura
degeneró en ampolla, y en tu obstinada intimidad, la ampolla opositó a callo. Y
no es más que tu testarudez, que se enquista: invitado por tu dejadez y agasajado
por tu indolencia, el callo es un dolor que se te queda a vivir en el pie. Con
el zapato que lo provocó y con los que te vienen perfectos. Igual que la
ampolla era una señal que te sugería cambiar, el callo es un cambio impuesto.
Un dolor estable, una fealdad que se queda.
Y
uno dice que ya va, que a qué tanto dramatizar por un dolor mínimo y una
fealdad inapreciable. Uno dice, total, no es con la belleza del pie como va uno
a conquistar el corazón de una dama, que no es con la belleza del pie como se
gana uno un puesto remunerado. Uno se convence de que esas cosas son males
menores, que se disipan enmedio del torrente de azares y alevosías que
conspiran contra tu felicidad. Que no hay que exagerar, vamos, viene uno a
decir, desde sus zapatos.
Pero
has de saber, testarudo impenitente, que la Naturaleza sigue más allá de
nuestros tontos y débiles argumentos, sigue siendo sabia más allá de nuestros
conformismos y escapatorias. La Naturaleza no se va a quedar en la fealdad que
llevas escondida. No es ese el fin de su enseñanza. Pasarán los días y los
días, y notarás un pinchacito en el tobillo, y pensarás ¿será que va a llover?
Pasarán las semanas, y encontrarás que el pinchacito se sube a la rodilla. Te
dirás qué raro, y desde tus zapatos, te cruzarás con el sentido común y
sentirás que te saluda con frialdad. Y pasarán los meses y el dolor seguirá
subiendo: de la rodilla a la cadera, y de la cadera a la espalda. Entre atónito
y resignado, te dirás, cómo han pasado los años. Pero a esas alturas, la Naturaleza
habrá acabado por perder su parte condescendiente contigo. Estallará ante tus
lamentos y te llamará imbécil.
Imbécil
porque tiraste por la borda la mayor parte de sus advertencias, porque
arruinaste sin remedio muchas de las oportunidades que tenías de negociarte
digno ¿Dónde pusiste la atención, dime? ¿Dónde concentraste el tino, la
decisión, antes de que fuese demasiado tarde?
En
la vida te acostumbras a componer alabanzas al vigor de tu flequillo. Te
preparas para saborear la dulzura tensa, la piel de fragancia mandarina, la
música de las estrellas, pero, ¡ay, pobre infeliz! ¿No has caído en la cuenta
de que todo lo bueno es caduco? Los dulces, la fruta de temporada, el vigor de
la sangre. ¿No lo has notado? Pondrás tu más bravo empeño en esas tetas que te
miran de frente. Bien, pero te advierto que acabarán perdiendo su puntería. El
paso del bóxer al gallumbo, del encaje que invita a la faja que contiene, ese
paso, conlleva una cuota obligatoria de inocencia que palidece. El amor más
colosal busca descansar en breves remansos de alegría. Agradece hoy la fuerza,
la salud de tus entusiasmos, pues el blanco, con el uso, va deslizándose hacia
una amarillento pálidamente irreversible. Tu claridad va a ser menos clara y tu
vida acabará siendo ley de vida. Muchas de esas cosas venían impuestas por la
biología, la termodinámica y la química molecular. Sus lógicas dicen que todo
lo que es natural se gasta, se cae y se muere, sí, pero, ¿recuerdas cuántas
cosas estaban en tu mano? ¿Recuerdas qué hiciste con ellas? Relájate un poco y
piensa claro. No es el caso en que tenemos que hacer las cuentas de todo lo
demás. Piensa sólo en aquel zapato que no te venía bien: por mantenerte firme
en las precarias convicciones de tu hormona, los pagaste y te los llevaste. No
te correspondían, pero seguiste adelante, y asumiste el dolor que te lo
advirtió. Menospreciaste a tu paso el paso de la rozadura a la ampolla, y de la
ampolla al callo. Y no paró todo en la fealdad que aceptaste a escondidas. No te
acostumbraste, pese a tu jactancia, a convivir con el dolor. Lo peor es que
obviaste sus advertencias. Las ninguneaste.
Tu
vida, así, se ha visto deformada por tu testarudez, por tu orgullo. El dolor
dictó nuevos juegos al pie. Y esas condiciones las heredó el tobillo,
magnificándolas en movimientos verdaderamente perversos que condicionaron a la
rodilla y dañaron la espalda, pues tampoco pudieron ser asumidas por la cadera.
Sólo así, tan sencillamente, manteniendo hasta el final una simple decisión
errónea, sobrellevando el dolor, llevas una vida maltrecha en tus preciosos
zapatos.
Con
esta manera que tienes de llevar tus cosas, las que se refieren a elegir unos
zapatos, y a todo lo demás, piensa qué fácil hubiera sido, en su momento,
evaluar que lo que no es de tu talla, lo más prudente es evitarlo.
.
10 de agosto de 2013
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