Ya
sabrás a éstas alturas
que soy
un tío simple sin trucos, sin atajos, que
soy un
hombre de piedra roída madera desgastada,
sin
smartphone,
sin
aplicaciones para ahorrarse las distancias,
para
salvar las faltas de la carne, los escalones del deseo
sabrás,
a tu manera,
que no
entiendo muchas tonterías,
que soy
de norma leal, incluso rígida,
a pesar
de saber que vivir es un juego. Mas
permíteme
abrigar dudas acerca
de la
capacidad de tus antenas para
comprender,
para aventar siquiera
lo
absurdo de la soledad que me trae
nuestro
apartarnos.
Y digo
nuestro y me salta
una risa
trágica, un cosquilleo estúpido y una
mueca de
desamparo ante la ineludible certeza
de que
no estoy preparado para la vida moderna:
sigo
ofreciendo el pecho ante atisbos de lo descarnado,
abrigado
apenas con caducada honestidad, trasnochada gallardía,
valores
rescatados de libros polvorientos y
emociones
en desuso. Así, ya ves,
no me
encuentro con fuerzas para pedir
a tu
sofisticada naturalidad, a tu chispeante sencillez,
que me
entienda, que me vea,
que me
toque al descuido ni me roce, siquiera,
no
puedo, por ello, entonces, esperar de ti
que
cuides los intereses que se te marchitan,
que
riegues las curiosidades que se te desvanecen.
No puedo
esperar de ti el oído ni el corazón,
no puedo
esperar de ti el aliento el cuidado,
la carga
compartida ni la construcción,
habida
cuenta de las electricidades de tu orgullo,
y del
amable distraerse de las neuronas de tu piel.
Así, me
quedo como tonto, pensando
que mis
círculos empiezan y acaban en mi,
con sus
bollos imperfectos, sus temblores,
sus
titubeos y excepcionales trazos seguros. Ya ves
qué
puta tonta esperanza tengo de que
algún
día me entiendas,
me
compartas una verdad, siquiera.
Así,
sin más, me acomodo en
mi
rincón inaccesible
a
inapetentes y hastiados. Ése rincón que todas
las
casas tenemos,
el
rincón en que por mucho que pasas
la mopa
el trapo el cepillo,
pues
siempre hay algo de mierda. Te quedarás,
seguramente,
sin saber cuántas veces
he
tenido que venir,
atravesando
la ciudad,
sorteando
la felicidad de la gente, sus comidas
sin
hambre, sus brindis sin alegría plena,
cuántas
veces he tenido que esquivar ese dolor
de las
cosas que querían ser algo y acabaron
conformadas,
sucias, envenenadas por tantas cosas
que no
querían ser nada:
esas
cosas de risa vacía,
cáscaras
de amor de plástico, de amistad
de la
nevera, del microondas, tantas, tantas
falsedades
dejadeces, encubrimientos, conformismos,
tantas
cosas a las que les venía grande lo puro,
lo
honesto, lo sencillo, lo de frente,
lo no
redactado, lo no corregido. He tenido tantas,
tantas
veces dando vueltas en la boca del entendimiento
esa bola
de carne amarga del tonto
aparato
argumental del
perdona
pero te dije, del dame un beso
pero
ap-parta tus sucios pies de mi camino, del
dame un
abrazo fraterno y vete a dormir a tu casa, he tenido
tantas
veces que decir
lo que
quiero pero no puedo,
lo que
daría por ti si algún día te sirvieran
los
humildes brotes de mi campo calcinado, las piedras
de los
suspiros que te tengo proyectados, porque
tú
estás, pero no me ocupas
porque
vienes y te olvidas
me
tienes y descuidas
los
gestos las maneras elementales
de ese
amor que yo entiendo,
ese
pequeño animal que con furor constructivo,
roe
regenerando, pacientemente y altivo,
las
entrañas del mundo. Tantas
y tantas
veces, te digo,
he
tenido que levantar el ánimo desde los pies e inventarme
ríos
claros torrentes tranquilos en los que navega
mi alma
maltratada,
experto
en vientos frescos cielos limpios dibujados
en
noches de generosa duermevela para ti,
para que
te lleguen al sitio donde
haya
querido Dios que dejes los zapatos antes de acostarte,
para ti,
para que después de descansar o acelerarte,
después
de dormir, resollar, leer por placer,
chatear,
carcajearte, despiertes con tus pajaritos rondándote
y
empieces, con las claras del día
a meter
mano en tu sociedad limitada. Y que te dé el solecito
en los
rizos dorados en mitad de tus quehaceres,
y que te
llegue y entiendas mi amor que te sobra
apenas
como un vientecillo prescindible
que te
alborota las plumas
que te
distrae la cresta y trempa los pezones.
Y ya, ya
está bien de mis patéticas razones,
que me
eternizan en este estúpido desconsuelo.
Ya está
bien de dejar abierta la puerta
del
corral de las barbaridades, ya está bien
de
suspirar por tus fuegos
que se
me extinguen, por tus mercedes tempranas
que
tanto he infusionado, que ya apenas me saben
a
recuerdo infantiloide a efluvio que se disipa a escurridura
de lo
que fue de lo que he imaginado
de lo
que vendrá de lo que se te escapó
de lo
que yo tenía en mi corazón equivocado.
Ay, si
yo fuera el verdadero capitán
de mi
nave que se hunde.
Ay, si
yo fuera algo más que este zumo inútil
de
banana seca al sol plano.
Ya
levantaría yo la barbilla y le echaría un ojo
una mano
firme a mi rumbo perdido
a mi
deseo que se muerde la lengua
a la
inteligencia de mi sentir gástrico.
Mientras
tanto, te tengo que olvidar y refugiarme
de esta
lluvia torrencial de NADA que nuestra amistad ha rescatado,
tengo
que componer mis ropas mis sonrisas
y
adecentarme el decorado,
meter en
vereda mis valores mis alientos
y
conformar en lo que pueda mi vida descuadernada.
Guardar
mis salivas para mejores tiempos
contener
mis letras para cantos más acertados,
domar
mis prisas, enjaezar mis anhelos
y
volver,
volver a
la senda lógica al camino recto
mantener
buena cara mientras la alegría se desmorona,
salir al
mundo y diluirme en este fluido insípido adocenado,
olvidarme
y conseguir que cada vez se te vea menos
en mi
cara,
que la
gente mire y entienda
que tú
y yo somos como astros imprescindibles
en el
mundo civilizado,
que nos
vean guapos, estrellas rutilantes
que
hemos superado culpas lamentos
equivocaciones
herrumbres y colapsos,
que
hemos pasado un tiempo de silencios a voces
miradas
elusivas y sobreentendidas incomprensiones,
que la
gente nos vea libres e infinitos,
cada uno
en su universo parcelado.
Así
avanza la vida normal.
Y ya
está, niña, me voy a la calle,
más
normalito aburrido y civilizado,
metido
en cintura, como quien dice,
menos
ruidoso y exigente,
en la
plenitud de un pura sangre capado,
atravieso
la ciudad buscando bibliotecas distantes,
ratos de
sol, rachas de viento imparcial,
y
cansarme y vaciar la mente y llenar el tiempo,
antes de
la noche,
cruzar
la ciudad buscando mi rincón,
el
contenedor de todas esas cosas que nos sobran,
cruzar
la ciudad y aparecer al otro lado
de tu
frialdad, de tu vida que no me mira,
de mi
aburrimiento sosegado,
y sí,
llegar aquí, cansado, pesaroso e intacto,
componer
un número mágico, espantar
en lo
posible la voracidad de los mosquitos
la
descorazonadora pujanza del desaliento,
y
sentarme sin más a pensar
qué
coño puedo hacer yo solo con lo que te amo.
Acaso
encender una candela, golpear con los pies el suelo,
dar un
salto vagamente mortal, preparar
conjuros
infalibles, dibujar señales de nuestra difícil armonía
y
ensayarme callado.
Así,
con un rumbo más lógico, más estúpido,
mantenerme
a salvo de todas esas veces
que me
vi amándote en seco,
y
atravesar mis rincones sucios,
superar
tanto porque sí, y por tu no,
saltar
al otro lado de las razones que no ubico,
y
encontrarme sentado en una recachita,
libre al
fin de mis caducas propuestas,
de mis
tontas conclusiones y en mi cara,
cada vez
menos mar y más río,
cada vez
menos lo que quiero y más lo que es,
y
acercarme en armonía, en una medida real,
al
perdón, a la indiferencia natural,
al
invierno que avanza, al precipicio que espera.
A la
cordialidad o a la letra pequeña de la cortesía.
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