31 de agosto de 2014
30 de agosto de 2014
28 de agosto de 2014
RECORTES
Érase una vez un usuario que quería trabajar en los ordenadores de la biblioteca pública. Ofrecían gratuitamente algo que él no podía permitirse: internet.
Además de mantener correspondencia con sus contactos, repartidos por todo el mundo (como casi todo el mundo), este usuario estaba interesado, necesitaba,
trabajar en la difusión de sus trabajos,
compartir sus pasiones (que, curiosamente, eran también sus trabajos, y los de muchos conocidos suyos),
y por qué no, enviar currículums, con la esperanza
de que sus dones, sus habilidades técnicas o sociales
sirviesen a otros, y así,
sirviesen al usuario para pagar el alquiler, los gastos básicos,
una cerveza con los amigos,
dos conciertos al año,
tres comidas al día.
Pero llegaron los gobernantes y decidieron
que para salir del agujero, lo mejor
era acomodarse en él.
Y recortaron.
Recortaron, sobre todo en
posibilidades de gente que de otra forma no podría,
libertades de la gente, en general,
en fin, y sin querer extenderme en la amargura,
recortaron en cifras, para maquillar el presente, y disfrazarse así, de buenos trabajadores, de buenos gestores.
También recortaron, creo, en su propia percepción y sensibilidad hacia la situación de las cosas, porque
¿No saben Historia?
¿No saben que si volvemos hacia atrás, volvemos a edades previas al Libro?
¿Y si perdiendo el Libro, cogemos el Palo, los usuarios?.
.
26 de agosto de 2014
24 de agosto de 2014
23 de agosto de 2014
22 de agosto de 2014
21 de agosto de 2014
20 de agosto de 2014
16 de agosto de 2014
ACABO DE TENER
un momento de pasmo en un semáforo. He obedecido y he
frenado la bici y me he quedado ahí, mirando los ventanales de la calle, pero
viéndolo todo como desenfocado. Como mirando a ninguna parte. Supongo que, con
los ojos tontamente abiertos, tendría cara de aventao. Si mi madre está leyendo
esto, tengo que decirle que no ando con cosas ni sustancias que ella no sepa
pronunciar.
Ha sido un momento estupendo. El momento de pasmo, digo.
Eran las once y cuarto, la noche estaba fresca y milagrosamente en silencio. No
pasó ni un coche. No pasó gente. La luna llena, remontando del eclipse de ayer.
Las nubes, pasando, espesas y resquebrajadas como ovejas que escapan de un
campo de batalla. El viento, mudo y sutil, esculcándome en los claros de la barba.
Cambió el semáforo, y reanudando la marcha, noto con pesar
que ha vuelto la normalidad.
Y me ha quedado como una anchura por dentro. Una especie de
bóveda que se expande, un mundo indefinido en la boca del estómago. Una
vibración excitada que pugna, desde dentro de toda la extensión de mi pellejo,
por salir a contactar con todo lo mío que hay fuera de él. Tanto escribir para
no saber explicarlo, en fin. Fue un momento breve y glorioso, pero ya lo he
olvidado. He vuelto a mi simple condición de ciudadano estándar, exasperado en
bicicleta.
Ahora estoy parado en el lago sucio de al lado de Sants
Estació, apuntando algo de ésto, antes de olvidarme de todo.
.
EL CRUJIDO
A veces, al reanudar la marcha, siento un crujido. Siempre
me quedo un momento dudando... ¿será un hueso? ¿será la bicicleta? ¿los
zapatos?
Me encuentro en paz, pensado así, como a botepronto,
mientras el parque se va llenando de góticos. Con sus hebillas inútiles y sus
polvos de arroz.
Los lazos fraternales, la camaradería. La priva.
Y yo por mi parte no he de hacer sino obedecer
consecuentemente al certero sentido que me dicta el punto exacto en que
descansaré la vista y la respiración de tanto viaje extraño de mi corazón a
tanto corazón estudiante meticuloso y alelado por la precisa zona en que los
amores inconclusos les van dejando su remanente de suciedad de barrillo
indefinible de simple pelusa del color de todas las camisetas en las que
depositaron sus tontas esperanzas.
Y no he de arrepentirme al observar con gesto arrogado que
aparté de un manotazo la elemental posibilidad de decidir, o no, o no lo sé, ni
quién se lo ha preguntado, ni qué niño muerto.
Con énfasis:
¡Perros y litronas!
Yo me voy.
.
15 de agosto de 2014
14 de agosto de 2014
13 de agosto de 2014
12 de agosto de 2014
11 de agosto de 2014
9 de agosto de 2014
7 de agosto de 2014
SUMA
Eres la
suma de lo que intentas, de cualidades que te nacen por dentro y de
vicios que se te pegan, por descuido, o con gusto. Eres la suma de
tus anhelos, ¡ay!, y también de tus tonturas y arranques de genio.
Eres la suma de lo imprescindible con lo indeseable. La de lo que
persigues, en tu ceguera, y lo que acabas aceptando, a regañadientes.
Eres la suma de un constante avance/retroceso. La suma de tus
apuestas y la suma de tus arrepentimientos. La de lo que te han
regalado y la de lo que peleas con denuedo. La suma de lo que te
encontraste con sorpresa, y la suma de sorpresas parecidas que algo,
de vital importancia, te jodieron. Lo que ocultas, lo que finges, lo
que enseñas, suma a lo que construyes con runa o con pellejo sutil,
con grandes esperanzas y profundos alientos, en fin, eres la
acumulación de tantas nadas que acaban sumando algo, a la gente, al
vacío, al ruido de cocina que al tiempo nos hunde y nos lleva en
volandas, la suma de tanto todo para, después del estrépito, acabar
en nada, que qué quieres que te diga, yo no firmaría en ningún
lado que lo que eres viene cabalgando una aritmética domada.
Eres la
suma de tanta vanidad que promete, la suma de tanto himno que
desfallece, de tanta pobre miseria que se reivindica con golpes de
patética honestidad, la suma de tanto gesto heroico que en la taza
se remolonea, la suma de tanto andar elegante, de tanto cojear,
mirada al frente, de tanto caer y levantarte, la suma de tanto
avanzar abandonándote, que a ver quién es el guapo que dice que son
sólo tuyas las mellas de tu belleza resplandeciente.
Desiste.
Evita enumerar los despropósitos que orlan tu entusiasmo. Sostén
flojamente tu plan, y cuídate de bajar al valle con falsas
tonadillas en los labios, cuídate de subir montañitas en falsa
camaradería, para acabar enarbolando las banderas de los otros.
Déjalos en sus desdibujados intereses, y echa cuenta de la compañía,
de lo que te está costando. Bájate del nervio, aléjate del azogue
y ponte a cubierto de reuniones de tontos que corean consignas, que
se jactan de amenazas asumidas en su lenguaje ordinario. Deja que
agiten sus argumentos efervescentes en filas de colores, mientras las
familias de los listos, desde sus balcones, les jalean con razones
difusas dibujadas en la sangre.
No sé
si hay un color que nos define, pues todo se mueve. No sé si hay un
lugar que nos corresponde. Porque ¿Quién eres? ¿Qué eres? Evita
tomar posiciones, encariñarte. Si quieres buscar tu sitio, ve con
cuidado de no ensuciar mirando. Sé paciente, honesto, flexible y
desvergonzado, pues tienes que encontrar, fuera de la lengua que
adocena, cosas desconocidas para expresarlo. Lo que eres está tan
cerca, y al tiempo es tan extraño, que si no quieres desgajarte de
la decencia, si aún temes acabar entregándote a lo impío, cuando
alguien te pregunte por la calle, quién eres, cuando te lo preguntes
a ti mismo en la casa, quién soy, intenta, por tu vida, aplazar para
siempre la respuesta. Pues sabe que serás más, sabe que serás
menos de lo que resulta de la cuenta de tu suma. Aguanta, sin
responder, el brío del corazón, refrena la mente imberbe que trota,
el estómago valiente, la piel desengañada. Aguanta la respuesta de
lo que eres, pues lo que eres se construye con preguntas que se suman
a la infinita enciclopedia de lo inexplicado.
Responder
es claudicar. Conformarte a lo que llevas acumulado.
Deja
convenientemente abierta tu suma, pues observa que no han cesado de
añadirse decimales desde antes de que tu polvo concretase. Deja
abierto lo que eres, pues van a seguir llegando facturas atrasadas,
mientras los bichos celebran con pedos alegres las buenas digestiones
de lo tuyo, especulando entre eructos, acerca de lo que eres. Y todo
sonará igual de claro, guste a quien guste, pese a quien pese, bajo
una losa limpita o en un descampado cualquiera.
Barcelona
6_8_2014
.
6 de agosto de 2014
RAPAZ GRAN FELINO
En unos tiempos que no han dejado de pasar, en esos tiempos en los que desemboqué, llevado por la corriente de las circunstancias o por el amargo devenir de mis ineptitudes, esos tiempos en los que mi escasa convicción me empujaba a adoptar cada dos días el lema de “hoy es el día de gastar cero”, en esos tiempos en que la vida me daba apenas para beberme el día a largos, lentos y resignados tragos sin sabor, en un día de esos tiempos, me sucedió que una fuerza desconocida, no sé si mía o infusa, pero hecha de los sutiles e inefables calambres que mantienen en estado de vigilia tus ganas de sobrevivir, en ese día, digo, esa fuerza me hizo mirar, desde mi sitio en la cola del súper, hacia un raro lugar indefinido en el suelo, a la espalda de la cajera. Allí, movido por la acción de un inexplicado vientecillo a ras de suelo, animado por la mano invisible de un dios travieso, vi el leve movimiento sin desplazamiento de un billete de veinte euros mal doblado.
Instantáneamente, noté cómo el mundo, alrededor de aquel mínimo papelito azul, se me desenfocaba hasta quedar sin definición. Mirada de rapaz o de gran felino, supongo: esos veinte euros eran para mí.
Con una determinación casi olvidada, di cuatro pasos eléctricos, adelantando amablemente a las personas que me precedían en la cola. Fue una escasa distancia la que hube de recorrer, dejando atrás, languideciendo, cuatro o cinco protestas. Antes de dar el primer paso, un instintivo sentido común me había hecho soltar, por suerte, en el expositor de chiclecitos y condones, la malla de papas de guarnición, que contenía tres kilos de oferta. Así, insomne y decidido como un bárbaro iletrado y sediento que traspone irrefrenable la estepa ardiente, con las manos vacías, sobrepasé la silla y la mirada de la cajera perpleja, me agaché y en un suspiro, abracé el billete con todo el amor que cabe en un juego de metatarsianos. Con delicadeza y decisión.
La anécdota no da para obra cumbre. No hice más que cerrar los dedos y los oídos, y antes de que me alcanzase alguna objeción, volví a entrar al súper, sin miradas ni saludos (no fuera a ser que), cogí una cesta con ruedas y asa larga (importante), y recorrí con voracidad los pasillos en los que mis apetencias vivían postergadas. Tomé con presteza y a conciencia, al menos una muestra de cada nivel de la pirámide alimentaria, y volví a la misma cola, en la que la cajera, sin preguntar mucho más, aguantaba la risa, mientras yo le contestaba que sí, que quería dos o tres bolsas.
Aquella tarde, por primera vez en meses, logré dormir la siesta en un día de diario. El cuerpo, que en esos tiempos que no han dejado de pasar, me había cogido la maña de sentirse naturalmente perdido, apartado de los premios sencillos de la carne, encaró la tarde con una rara sensación esperanzada. Cogí el cuaderno que consigna lo que debo y lo que me deben, y con ese aire despreocupado de los que se saben íntimamente conectados y cuidados por El Gran WiFi, con ese andar ligerito de los que pueden vivir sin tener que poner el culo a la pared cada tres pasos, me eché a la calle, a pasear mi guapura entre mujeres bonitas.
.
Instantáneamente, noté cómo el mundo, alrededor de aquel mínimo papelito azul, se me desenfocaba hasta quedar sin definición. Mirada de rapaz o de gran felino, supongo: esos veinte euros eran para mí.
Con una determinación casi olvidada, di cuatro pasos eléctricos, adelantando amablemente a las personas que me precedían en la cola. Fue una escasa distancia la que hube de recorrer, dejando atrás, languideciendo, cuatro o cinco protestas. Antes de dar el primer paso, un instintivo sentido común me había hecho soltar, por suerte, en el expositor de chiclecitos y condones, la malla de papas de guarnición, que contenía tres kilos de oferta. Así, insomne y decidido como un bárbaro iletrado y sediento que traspone irrefrenable la estepa ardiente, con las manos vacías, sobrepasé la silla y la mirada de la cajera perpleja, me agaché y en un suspiro, abracé el billete con todo el amor que cabe en un juego de metatarsianos. Con delicadeza y decisión.
La anécdota no da para obra cumbre. No hice más que cerrar los dedos y los oídos, y antes de que me alcanzase alguna objeción, volví a entrar al súper, sin miradas ni saludos (no fuera a ser que), cogí una cesta con ruedas y asa larga (importante), y recorrí con voracidad los pasillos en los que mis apetencias vivían postergadas. Tomé con presteza y a conciencia, al menos una muestra de cada nivel de la pirámide alimentaria, y volví a la misma cola, en la que la cajera, sin preguntar mucho más, aguantaba la risa, mientras yo le contestaba que sí, que quería dos o tres bolsas.
Aquella tarde, por primera vez en meses, logré dormir la siesta en un día de diario. El cuerpo, que en esos tiempos que no han dejado de pasar, me había cogido la maña de sentirse naturalmente perdido, apartado de los premios sencillos de la carne, encaró la tarde con una rara sensación esperanzada. Cogí el cuaderno que consigna lo que debo y lo que me deben, y con ese aire despreocupado de los que se saben íntimamente conectados y cuidados por El Gran WiFi, con ese andar ligerito de los que pueden vivir sin tener que poner el culo a la pared cada tres pasos, me eché a la calle, a pasear mi guapura entre mujeres bonitas.
.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)