He estado toda la tarde en tu casa. De vez en cuando te tocaba el codo con un dedo. O los rizos con disimulo. También te he visto hablando con tus amigas de otras amigas. Te miraba los labios moviéndose y descubriendo los dientes y la punta de la lengua. Bebías té con leche. Comías un croissant. Te deseaba.
Después he mirado distraído el mobiliario. Tú estabas sentada en un sillón con tapicería floreada, yo en la esquina de un sofá de pana verde, apoyado en su brazo, que me parecía demasiado brusco para estar mirándote los labios. Un poco de dureza en la tarde tranquila.
Cada vez que decías algo, imaginaba que yo estaba a dos centímetros delante de ti, recibiendo el poquito de aire que sueltas al hablar. Imaginaba un sitio cerrado y umbrío donde dormíamos solos el uno al lado del otro. Y yo con un ojo un poco abierto y pegándome un poco más para que no se me escape nada, para respirarme todo el aire que sueltas al dormir. Entonces alguien pedía de pronto la mermelada, o soltaba bruscamente una cucharilla, y yo volvía a tu casa. Miraba el palmo que separaba mi sofá de tu sillón, y veía un océano entre nosotros. No podía dejar de pensar en tus labios respirando lejos de mi.
Ahora es de noche. Estoy solo y llueve muy fuerte. Mi cama es cómoda y cálida. He puesto varios cojines en mi espalda. Nada me es incómodo, nada puede dolerme. Pero la distancia entre el brazo de mi sofá y el respaldo de tu sillón se ha abierto. Ahora me tapo y te escribo, porque ahora estaría bien que pudiese tocarte el codo con un dedo. O los rizos con disimulo.
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