Pues mira que a mí, que soy tan problemático para algunos, tan imposible en el negocio, la convivencia, el contacto y aún el simple paseo para otros, a mí, que tantos dolores de cabeza y de corazón he dado sin querer y aún queriendo con todas las fuerzas de que disponía a tantos y tantas que me quisieron a mí o algo mío, para ese momento concreto o incluso para siempre; a mí, por el que tantas veces ha habido que rectificar los acuerdos y las condiciones, porque una vez echados a rodar, lo que se había hablado en un principio no servía o no convenía a una o más de una de las partes; mira que a mí, que le cuadra todo eso que ahora se me ocurre alrededor de la falta de talento o vocación profunda o incluso inspiración puntual para el desarrollo de mis relaciones sociales, a mí, una desconocida me ha abierto su corazón y me ha hablado de amor con unos niveles de pasión, compromiso y sinceridad que me han parecido satisfactorios. Pues no está nada mal, me decía yo, para alguien tan problemático. Era el amor por otro, es cierto, mas no hablamos ahora tanto de mis anhelos o expectativas como de ciertas taras que en su momento me pusieron algunos –por maldad o inconsciencia- con respecto a mis posibilidades de establecer un contacto saludable con la gente que me rodea. Alguna razón tendrían, he pensado siempre. Pero no está mal, en ese rastrojo estéril que algunos quisieron pintar, que una desconocida, sin razón externa a ella misma, se lance a confiar las cuitas que aprietan su corazón. No está mal que esta celda sin ventana, este enemigo irredento de la vida social, aún honrado por verse elegido como depositario de sus dudas, dolores presentidos y emociones elevadas, le haga notar a esa desconocida que debería refrenar su alegría comunicativa, que bien podría trocarse en arrepentimiento si en algún momento futuro de mayor entereza de ánimo, llega a sentir que no debería haber abierto las carnes de su alma a mí, que no soy más que un desconocido. Y no sólo no está mal, sino que me parece curiosa y esclarecedoramente bien que esa desconocida reponga a mi advertencia que no ponga en ella un miedo que ella no tiene, que no hacía falta más de lo que soy, con mi vestuario prestado y paupérrimo decorado, para que ella se lanzase a confiarme sus cosas a mí, que aún sin tiempo ni juramentos acumulados, ya la hacía sentirse –palabras textuales- como si nos conociésemos de toda la vida.
Y qué bendito don el de su naturalidad, tendiendo hacia mí un puente, ajena a que su gesto devuelve solidez a los cimientos de mis puentes del pasado, esos que acabaron derrumbándose en las otras orillas, esas orillas desde las que me tachaban de celda negra, monje mudo, ínsula inexplorada por mi culpa, por mi gran culpa.
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