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In Memoriam, A.G.
Que los primeros dejen sitio a los últimos.
El tiempo me va a confundir. Y el mal oído.
La memoria blanda e injustificada (era la historia recurrente en noches de comida abundante).
Mi abuela siempre se ponía a corregir a la gente, la pobre.
Madre estaba aquella tarde redescubriendo el utillaje culinario. Se encontraba, como siempre, sentada en la casa vieja y oscura dándole formas redondeadas a las palabras, como buñuelos. Calentitas como las tapas de cazón de al lado de la iglesia.
-Niña, que me han dicho que ahora se hace de comer muy rápido y muy bien. Es un cacharro nuevo que hay en la tienda.
-¿Qué, madre? ¿cuál cacharro?- se interesó toda la habitación. Y ella se ajustaba la sonrisa triunfante, la de las canas respetadas. Y el pañuelo floreado verde, morado, negro y borroso en mi memoria blanda.
-La olla fle.
Al parecer el adelanto técnico no había caído en estómagos adultos. Pero el tito no les había prohibido reír. Y estaban todos muy tiesos dentro del relajo que supone una escena familiar. Las cabezas a la misma altura. Las manos cruzadas en sus regazos, y las miradas yendo y viniendo, encontrándose en silencio en el aire distendido, como hormigas rozándose con las antenitas.
Mi memoria no llega a madre de pie. Por eso aquella risotada mal encubierta me pareció el más imponente de todos los recuerdos que tengo de ella.
Después de su paseo, cada par de ojos empezó a entrecerrarse en un ángulo que comparten la risa del diablo y el éxtasis de un santo en el martirio, liberándose de la pesadez del mundo, sacudiendo los cuerpos en el regocijo de que las cosas son diferentes de lo que pretendían ser. Claro, el fle se mantuvo largo tiempo flotando entre los presentes.
A duras penas se contuvieron en sus sillas, y se esforzaron en dar un margen habitual de silencio respetuoso, antes de que alguien se levantase a apretar aquella tuerca que andaba floja.
La siguiente en edad era mi abuela.
-Anda mamá, que pareces tonta ¿qué fle ni fle?
Madre, que parecía llegar de un viaje largo a países remotos y desconocidos, que quería contar una historia de colores y palabras nuevas; y pensaba mantener –con su historia- bien alto su lugar en el corazón de los presentes, que esperaba refrendar definitivamente su posición con la noticia del descubrimiento, se vio sorprendida por aquella objeción.
Yo la recuerdo siempre en cama. Pequeña y con mirada de ratoncito. Como sin atreverse a contestar. Como incapaz de devolver golpe tras golpe, pequeña para abarcar las preguntas.
Mi memoria no llega a madre de pie.
A lo mejor porque todos dudaron de que su olla fuese fle, yo la recuerdo como escondida en un agujerito, y siempre la veo sentada en una silla o tendida en una cama vieja de mi memoria.
Una de las cosas que debes procurar cuando convocas a un grupo mínimo de personas es sugerir un guión flexible. Y por supuesto dejar bien claro por adelantado que nada va a ser como se esperaba. Así consigues, por un lado, que los conocidos se vigilen cada movimiento; por otro, que cada persona se interese verdaderamente por los desconocidos que le rodean, y por último, que todos permanezcan atentos al mínimo comentario, al más leve movimiento propio o ajeno, pues por alguna regla que no consigo desentrañar, aspiran a apuntarse a los créditos como co-guionistas. Y esto es una delicia, porque se sienten importantes, se esfuerzan en dar lo mejor de sí mismos y aceptan lo que buenamente pasa. Y cuando se paran a respirar un poco y a hacer balance de cómo va la noche, te buscan con la mirada entre la multitud y piensan, entre agradecidos y soberbios “esto sí que es una fiesta”.
Bueno, eso algunos. Porque otros ya traen su propio guión escrito y remachado. Es entonces cuando –pobre de ti- se hace patente la gran diferencia entre tu idea de fiesta –que pretendía ser espontánea como un paseo en bicicleta- y la de ellos –que vienen construyendo líneas férreas, con un principio y un final prefijados-. Estos suelen llegar con una métrica de sus intervenciones bajo el brazo. Y un planning exhaustivo de la gente con la que quieren-pueden-deberían hablar (más bien contactar). A algunos de estos no hay manera de quitarles la idea que se hacen de alguien que se publica un librito y lo celebra en una fiesta: ellos tienen claro que están ante una joven-promesa-de-la-literatura-. Por eso su única preocupación es estar siempre dentro de plano, poniendo cara de haber estado toda la semana gritando por las calles “¡tengo un amigo escritor!” y arreglándose los pelos hasta que los bucles se les queden como la “y” de los ingleses (&), para que quede claro que los escritores y sus amigos forman un todo. Y luego a marcar territorio: mírame, tócame, sonríeme, háblame, etcétera. Y ya puedes poner donde quieras la vista, que siempre habrá uno de ellos con el libro apretado contra el pecho esperando dedicatoria. Y entonces, ¿qué haces?. Bueno, no te queda más remedio que darle alguna concesión a sus expectativas: deberás convocar un corrillo más o menos numeroso y suscitar un debate basado en algún tema polémico e interesante, como por ejemplo: Consideraciones estéticas de un catador de espumosos , o La obra sobre papel de Jeff Koons. Revisión desde la óptica del Materialismo Histórico. Una vez hecho esto, puedes dejarles e ir a charlar con alguna chica bonita que te diga con cierta base que no tienes ni puñetera idea de tratamiento de los personajes. No te molestarán al menos en una hora.
Mi ventana da a una calle con árboles y pájaros.
Alguien llegó con la muerte pegada a la ropa, con algo que la gente no percibía en la respiración, pero que inexorablemente iba posándose en el suelo, formando un sedimento pesado y sucio.
Reían. Aprendían a leerse en las miradas. Para saberse iguales, como formando parte de un animal gordote y dócil, una masa informe de muchas risas y muchas patas. De su cuerpo peludo y amoroso brotaban manos abiertas.
Las de Stephen, manos pequeñas, pulcras y virtuosas de joven estudiante con posibilidades futuras, solicitaban licores civilizados. Las delicadas y hacendosas manos de Luna Woolsey, habituadas a esconder amores, habían adoptado la forma del deambulatorio de una iglesia de peregrinaje y estaban dando cobijo a Shane O´Neill, una mujer de lágrima vertiginosa, de ventanas estrechas y respiración de tumulto.
Unas nubes casi invisibles evolucionaban por entre las cabezas de los presentes. Se reían y estremecían en espasmos involuntarios, las miradas borrosas, los labios dulces y pesados, disparando la voluptuosidad y el derroche, disimulando rumores.
Y yo no sabía adonde mirar.
Fuera dormían los pájaros, en las ramas de los árboles de un país tradicionalmente frío.
Había desaparecido el polvo de los caminos.
Sus pies, alimentados por el agua de mil charcos, venían repletos de setas y arbustos de bayas refulgentes. Y en las manos, comida de animales desheredados, con ojos vivos y patas risueñas. Era el Licenciado Darantière, quien, precedido por las notas de su famoso Blues Cósmico para Tortugas en Celo, avanzaba entre los invitados con las manos en los bolsillos (seguramente su mano derecha abrigaba la pequeña y arrugada patata que le acompaña en el curso de sus viajes). Tras departir con una chica sobre las virtudes de los objetos puntiagudos –no sin antes haber sacado a colación le pasión que le consume: la incansable tarea de espiritualizar al perro de la madre de un payaso-, se me acercó. No teníamos mucho que decirnos.
Con su mano izquierda –sospechosamente húmeda- me obligó a mostrarle la palma derecha. En ella dejó un extraño artefacto que pretendía mostrarme algún camino, o levantarme de mi sueño pesado.
Tú eras una banderita blanca en medio del océano.
Lástima que mi cuerpo sea una silla de carne. Las brújulas, en ciertos momentos de desasosiego, no dejan de señalarte a ti. O más bien a tu olor que me invade, el perfume que entra en mí contra mi voluntad y me convierte en tu colonia. El olor donde se escribe el poema que tú eres y que no sabes leer. El olor que me arrastra y me ensombrece. Y me acuesto y me arropo en una cama hecha de gente que me pone música y me habla del tiempo, de los estudios, de cuadros, de fútbol o de lo que sé hacer de comer. Y esa cama me ocupa y me entretiene de mí mismo. Del hombre sin dientes ni uñas. Y la brújula te señala y me muero un poco porque ha muerto tu curiosidad por mí.
Lunas, nubes que me alejan de tu fiesta.
La Gran Boy-Scout vino en peregrinación. Como si mis palabras fueran una fuente, como si yo pudiese ser algún día un refugio para alguien. Y entre todos se inventaban el rumor de la estela que deja mi perfume , la huella imborrable con que siembro mis recorridos. Y claro, se quedaban con los brazos caídos y la mirada expectante y paciente. Y nadie puede convencerles de que todo es un poemita barato, de que sólo somos lo que podemos ser.
(El loro de mi abuela sólo sabe decir “guarro”, “socorro” y “Curro”. Por eso sólo podía llamarse “Curro”.)
Y todo el mundo confunde esa vacuidad con un logro. Y mis lamentos se oyen como el idioma de los ángeles. Y vienen a suplicar una palabra de las cartas que te escribí, una hoja de los colores con que te pinté. Esperan las letras y los colores con que descubrí que nunca has existido. Y mis lágrimas se confunden con el don de la profecía, mis lamentos con el secreto de los misterios; y me araño la cara y me cubro de cenizas. Y ellos aplauden gozosos, porque están ante una manifestación de la verdad más cruda.
No puedo darles otra cosa que la que ellos mismos hayan querido inventarse.
Porque han acabado las profecías, han callado las lenguas, ha desaparecido el saber. Y no puedo darles un amor que ya no existe en mí. Aunque me gustaría que mis palabras resonasen en los cristales de las ventanas de sus corazones. Y que se estremeciesen. Y que se fueran a su casa con algo duradero, algo que les arropase en soledad.
Odissey, trémula la voz, me dijo que le habían dicho que yo era muy dulce. ¿Y qué puedo hacer ante esa estampida? ¿Qué puedo hacer si mis palabras nacen de mis agujeros? ¿Qué mano debo emplear para consolar a alguien que llora a los pies de mi cama? ¿Qué le digo a un corazón que ha cruzado lagunas oscuras buscando una pradera soleada que no existe? ¿Qué aliento puedo darle, si mis pulmones son sólo un invento?
Odissey, humilde y secreta, me olió las manos. Ella creía reconocer en mí el rumor de los bosques. Cerró los ojos saboreando melodías antiguas traídas de países remotos, acariciándose con los vientos que me conformaron.
Ella se dio la razón porque yo no contestaba.
Yo quise hablar, pero un amor que era el verbo hecho carne se me había instalado en la garganta. Quise acelerar el corazón, pero estaba enquistado de luz del sol.
El rumor de los bosques eran vientos de amenaza. Las melodías antiguas eran cantos fúnebres para amores sin patria. Los vientos que me conformaron nacen en los cielos de la huida. Vuelo, vuelo y mi vuelo es lo más alejado de la libertad, porque mis alas sólo son la única escapatoria a mis pies de barro. Canto porque sólo así son posibles mis palabras huecas, porque sólo así son inofensivos mis lamentos.
Es crudo y triste que mi cuerpo y mis manos hayan olido alguna vez a beso.
Es crudo y triste que vengas de tan lejos a buscar refugio en mí, que soy un pantano infinito.
¿Qué voces desviaron tu camino hacia mí? ¿Qué luces te trajeron hasta aquí, si mi amor sólo puede dar lágrimas?
Acuno mis quejas. Digiero poco a poco, durmiéndome en el fondo, la preciosa intención de las brújulas en la vastedad de mi desierto.
Rue de la Forêt.
Toda la mañana.
Suiza es muy grande. Sí, los maestros me la habían pintado como un cachito de tierra del tamaño de Almería (creo recordar), como un palmo que, fiel a la exactitud que cultivan sus habitantes, no necesita más extensión que la que ocupa para ubicarse, como si hubiesen tomado el terreno mínimo legal para constituírse como país y decir: estamos aquí.
Pero para nada.
Suiza tiene infinitos mercados, cada uno con su amplia sección de licores, e infinidad de precios distintos: prueben a recorrer, libreta en mano, los pasillos de los supermercados de su barrio, y apunten los distintos precios del vino tinto, dos sabores de refrescos, la cocacola de dos litros, las gaseosas, el litro de cerveza, el kilo de azúcar, el zumo de pomelo, la canela en rama, la manzana, la pera, el plátano y el melocotón (opcional). Por no decir la bebida dura: el whisky decentito, el vodka, la ginebra, el licor (de manzana verde o canela, preferentemente). Y sin olvidarse del chorreoncito de Cointreau (sustituible por Licor Triple Larios, que es lo mismo y cuesta la mitad...)
Prueben. Que les llevará al menos toda una mañana.
Todo el mundo se quejaba de que a la sangría le faltaba fruta. Yo daba vueltas sin parar, mirando de abajo arriba, de la mugre a los ojos, y con risitas estúpidas y movimientos imperceptibles de cabeza me iba excusando. La Julie me perseguía con su retahíla: “¿No oyes? El amor es bondadoso, el amor todo lo tolera, todo lo anhela. Aunque acaben las profecías, el amor es paciente”. Y eso no dejaba de consolarme un tanto.
No, nunca es bastante para ellos.
El barreño estaba todo serigrafiado de manzanitas blancas. Y muchas de ellas denunciaban el abatimiento, la huella desastrosa del primer pecado. Yo me puse en guardia. Y musitaba que el amor es paciente, TIENE que ser paciente. No sabía cómo escabullirme de aquellas manzanitas mordisqueadas, no sabía cómo aplazar aquellas intuiciones que me amorataban el pensamiento.
Y diez minutos antes, tendido en la terraza polvorienta, con los ojos perdiéndoseme en un azul radiante, uniforme, casi aburrido. Y los brazos abiertos y el estómago tranquilo. Y mira tú a Dolly Mount diciendo que algún día va a morir ahogada por sus tetas. La buena de Dol, con unas manos que hubieran convencido al propio Santo Tomás. Y en medio de la risa espasmódica se me iban metiendo recuerdos nebulosos. Medio vividos, medio escuchados.
Las tetas y los pies.
Es que era muy fácil. Yo, con los pies esparcidos por el barrio, y me los miro y ahí están, guardándome el interior, los juanetes.
Mi abuela iba toda diligente a la zapatería, a comprarse unas zapatillas de paño, y les hacía un agujero a cada una con las tijeras, para que salieran los juanetes, que eran como unas tetillas en los pies, queriendo echar al mundo la feminidad que le estaba faltando en el pecho. Desde los veintitantos cargada de jabón andando para Alhaurín. Todos los días. Y luego la Anichi (todavía tenía algo de gracia) decía que las tetas se le estaban saliendo por la espalda.
Los pies y las tetas.
Dolly Mount ahogándose con las suyas y mi abuela con la espalda como la rueda de un carro, mirándose las tetillas que le estaban naciendo en los pies.
Los campos de la huida.
Uno se arriesga a que su dedo, o su otro dedo, o peor aún, su corazón, se pongan a señalar y elegir.
El primero, el que hace que las cosas tengan cuerpo, el que las señala y las nombra, no es tu dedo. Es un dedo dirigido por una mano que no conocemos: la del azar. Nos estira el índice y lo lleva adonde dicten en ese momento las volubles leyes del apetito.
Del segundo dedo qué podemos esperar. Es un animal preso de sus instintos, un pelele ávido de sudores y líquidos femeninos sin importar demasiado de dónde provengan; un depredador ansioso de piel, pelo y rasguños que se vuelve ciego ante la amenaza de la quietud.
Señalar con el corazón es el mayor desatino. Nos confiaríamos a un órgano cargado de artificios y frases ingeniosas, que juega a ser independiente pero que se sabe gobernado por uno o los dos dedos. Y disfraza los instintos que le dictan y se nos presenta como buscador de arrullos, de aventuras, de conquistas.
En amor, una elección es un paseo por el mercado. Un intento de dibujarse un destino, el invento de una ley imposible. Lo que llamamos intuiciones, lo que nos lleva a perseguir algo que vive perfectamente sin nosotros, no son más que disfraces de alguno de nuestros dedos.
Ya sólo me queda correr.
Y pensar que el sueño es un modo de vida portátil,
democrático,
y cómodo,
rápido y efectivo.
(¿Qué quiero contar? :
-Que dormí con ella-
-Que eso dejó rescoldos de intuiciones viejas.
-Que me produjo pequeñas heridas.)
El estornudo, para el que lo sufre o disfruta es algo arrebatador, un pequeño temblor del mundo. No existen ni la voluntad ni los sentidos. No puede elegirse, ni modularse. Simplemente va por el aire buscando un cuerpo que lo realice, un sujeto que precipite mil partículas invisibles. Mi única noche de amor con Dylana Myler estuvo presidida por ese temblor, sólo que las partículas me bombardeaban a mí. Y nada pudo protegerme. Ni siquiera aquel cielo oscuro, aquella superficie de ánade nórdico, averiada de forma irremediable.
Yo no pegué ojo. Y es difícil, muy difícil estar toda la noche tenso y encogido, como esperando una llamada importante. Atento al roce más leve, a la caricia azarosa (esos gestos que se tiran descuidadamente, esos movimientos que se pierden).
Me ardían las piernas.
Tenía el oído afilado, perdiéndose con la vista en el techo alto, en la penumbra aburrida. Las manos ociosas me abrigaban el pecho.
Quieto. Evitar en lo posible el movimiento torpe, el ruido sucio de las sábanas, el murmullo que enturbiaría los sonidos de su aliento. Uno, dos, blanco, negro, arriba, abajo, dentro, fuera... Su respiración musicaba los quejidos mudos de mi insomnio.
Y yo allí quieto, esperando el vacío. Me volvía hacia fuera, hacia praderas abiertas y soleadas, hacia campos de yerba alta. Porque quería correr y abrir veredas que nunca volvería a pisar. Correr y dibujar torbellinos caprichosos con mi carrera.
Me volvía hacia fuera, encogido en mí, respirándome, acunándome en el abrazo propio. Encogido para volver a nacer.
La planta de su pie tocando la planta de mi pie. Esos fueron los únicos segundos de desnudez completa.
Yo corría hacia praderas abiertas.
Hoy bajo la cabeza hasta los bordes de mi sombra. Y caen mis brazos como las ramas de un árbol abatido. Y me tapo inútilmente la boca, porque soy un papel demasiado débil como para que una gota de su agua no me arrugue, demasiado fino como para ocultar las palabras y los gestos que me han escrito por dentro.
Y mando un saludo desde los terrenos elevados, desde los campos de la huida. Adiós, Dylana, adiós.
Después del estornudo la vida vuelve a ser un mundo habitable. Las horas vuelven a recuperar el pulso. La noche calma, quieta tras el estremecimiento, oscura, serena, como un lago inmenso. Como una mesa bien puesta, flotando en el centro de ese lago. Con su mantel y sus servilletas, con sus platos, sus vasos y sus cubiertos.
El estornudo había pasado. Sólo que las salpicaduras habían enraizado en mí, como si al quitar la mesa hubiésemos sacudido el mantel y todas las migas hubiesen caído en mí.
Algunas veces, en mi cabaña sobre terreno elevado entra la zozobra, y no duermo bien. En mi cama se acumulan estas migas y las de antiguas comidas, incluso vuelven a picarme las migas de las comidas olvidadas, y me quitan el sueño, metidas entre la piel y el pijama.
Monopedia.
Parece que todo está compensado en este mundo.
Para que una persona perfectamente erguida (sus dos pies en tierra) cambie de lugar, debe consumarse un pequeño atentado a las leyes del equilibrio.
Una señora, o un señor (es igual) es apta/o para mantener su posición erecta de animal bípedo durante todo el tiempo que quiera: la forma de la columna vertebral, con su lordosis en la zona escapular y su cifosis en la lumbar, así como la combinación de tensiones ejercidas por los músculos del tronco (anteriores y posteriores), los glúteos, los muslos, las piernas; unido todo a la solidez de los ligamentos de la cabeza del fémur, los de las rodillas y tobillos, amén del perfecto funcionamiento de las distintas articulaciones, por no decir de la óptima superficie de apoyo que son la planta de los pies; así lo permiten.
La suma de todos estos factores, con la inestimable ayuda del cerebelo (órgano donde reside el sentido del equilibrio), hace que podamos estar naturalmente de pie.
El pequeño atentado al que antes aludía ocurre cuando queremos desplazarnos de un lugar a otro. Cuando andamos.
El hecho de que lo hagamos a diario, de que no nos suponga un dolor o un sacrificio extremo, no nos exime de que hayamos pasado por alto la absoluta complejidad que encierra el hecho de aventurar un pie hacia delante y dejar el otro abandonado en tierra, e ir adoptando momentánea, alternativa e incluso precariamente la condición de monópedos.
A poco que nos fijemos, podemos observar que por un lado ponemos a prueba las leyes del equilibrio, y que por otro estamos afirmándolas con toda rotundidad.
Y es en esta alternancia de afirmación/violencia donde vemos que, simplemente andando, ilustramos la tesis de que todo en este mundo está naturalmente compensado.
El cuerpo humano en su posición erecta tiene, tanto en su visión anterior como posterior, un eje central que determina dos partes simétricas. Alrededor de este eje, en sucesivas perpendiculares, encontramos alineadas dos orejas, dos ojos, dos agujeros en la nariz, dos pulmones, dos riñones, dos brazos, dos piernas, dos testículos u ovarios (según el caso) y, en un estado óptimo de salud, el mismo número de dientes a cada lado del eje. Incluso el cerebro, que es uno, está dividido en dos hemisferios simétricos.
Después de esta somera relación de órganos pareados, hay una serie de elementos solitarios que se decantan por una de las dos mitades. De entre los órganos que eligen, me parece muy significativo el corazón, aunque no por ello voy a dejar de citar al páncreas, el hígado y la vesícula biliar.
Además, muy cercanos a la línea divisoria, podemos encontrar otra serie de órganos, digamos “individuales” que cumplen, unos sí, otros no, la condición de simetría. Así, tenemos la masa intestinal, el estómago, la epíglotis, la vejiga (con la próstata en el caso masculino), la lengua, el útero y la vagina en la mujer y el pene en el hombre.
No hace falta diseccionar a nadie, cualquier estudiante de enfermería o medicina puede decirnos que una persona es mucho más que esto. Incluso que nuestra masa corpórea no es exactamente simétrica. Pero lo que quiero señalar es que la distribución de los pesos a ambos lados de este eje (seguimos con una visión anterior o posterior del cuerpo), si no es equitativa, sí podemos afirmar que no va a tener diferencias significativas. Cada pierna sostiene un peso prácticamente igual a la otra. Es en este detalle, y más concretamente cuando tenemos la intención de andar, donde radica nuestra doble acción de violentar/afirmar las leyes del equilibrio.
Para resumir, y atendiendo siempre a la división que realiza el eje que hemos trazado en el centro del cuerpo y que forma perpendicular con el suelo, llamaremos “A” a la mitad derecha de una persona (que tiene por nombre Martello), y “B” a su mitad izquierda, mirándole de frente, como corresponde a los sujetos limpios de corazón, lo que en lenguaje médico-anatómico se denomina visión anterior.
Supongamos que Martello se encuentra en la tesitura de tener que desplazarse de un sitio a otro. Valga el ejemplo de que en el otro extremo de la fiesta ha creído reconocer entre la multitud a Cinthia (señorita angelical, aunque de conversación breve) cerca del lugar donde se sirve el ponche.
Para empezar a andar no hay una jerarquía preestablecida, podemos iniciar la acción con el pie que elijamos. Nosotros, arbitrariamente, vamos a suponer que Martello va a iniciar el paso con el pie del lado B, y para ello lo que hace es levantarlo y adelantarlo levemente. En una visión anterior, el lado B de Martello de halla en palpable desequilibrio, pues ha perdido el apoyo en tierra. En este primer momento transgresor, el sujeto está expuesto a volcarse hacia dicho lado (pues nada sostiene su peso), lo que presumiblemente provocaría la hilaridad y/o el estupor de los presentes. Por otra parte, observemos a Martello desde el perfil B: si se limita a sostener en vilo la pierna de dicho lado, manteniendo el resto del cuerpo en la cálida seguridad del eje, esto es, dentro de la perpendicular al suelo, la acción resulta, además de temeraria como ya sabemos, absurda: si el cuerpo no se desplazase hacia delante, la pierna B, que es de la misma longitud que la A, nunca podría contactar con el suelo. Este contacto simultáneo sólo es posible (sin abandonar la perpendicular) en una posición bípeda en reposo. Así, ¿qué debería hacer Martello para iniciar lo que comúnmente llamamos paso?
Esta es la segunda parte de la transgresión: deberá aventurar su cuerpo, lanzarlo al vacío siguiendo al pie B, abandonar la perpendicular que era el alma de su postura erecta. Durante un segundo interminable todo es inseguridad, todo es propensión a la caída, todo menos el pie A, que se muestra remiso a abandonar la vertical segura, la tierra acogedora, la que acomoda su huella.
(Hay un estúpido hablando con Cinthia.)
¿Cómo acaba este vuelo temerario? ¿Qué consecuencias aguardan a la persona que abandona de pronto su condición de bípedo sin haberse asegurado previamente a otro punto de apoyo, remediando el manifiesto desequilibrio y obstinándose en retar a la ineludible ley de la gravedad? Recordemos que, de frente, al levantar la pierna B estamos en claro desequilibrio ¿Qué debería hacer Martello en este momento, que tiene el cuerpo expuesto a la caída, lejos del eje perpendicular? ¿Le dará tiempo a apoyar el pie B y recuperar su condición de bípedo aunque sea varios palmos separado del pie A sin caerse? Todos contestarán que sí, porque de hecho todo el mundo anda, pero nadie ha desentrañado cómo ha hecho Martello para que su cuerpo, bajo el peso de la mitad B, sin apoyo, no haya ido a dar con los huesos en el suelo.
La respuesta es sencilla: Martello ha compensado su movimiento, se ha equilibrado para no caerse.
Desde el lado B vemos que Martello, inteligentemente, al mismo tiempo de levantar dicho pie y abandonar la vertical, ha realizado dos movimientos imperceptibles, pero que son vitales para que los pesos de ambas mitades de su cuerpo permanezcan equilibradas hasta el ansiado momento en que el pie B adopte un nuevo punto de apoyo: el brazo A se ha adelantado al mismo tiempo, así la fuerza de la inercia se ejerce también en la mitad superior del cuerpo (condición indispensable para abandonar la vertical inicial). Así mismo, el brazo del pie aventurero, el B, se atrasa en un ángulo idéntico al del brazo A. Y se atrasa como queriendo agarrarse a la seguridad del primigenio eje; así se consigue que las fuerzas del lado B (la pierna y el brazo), de igual magnitud y sentido inverso, den a Martello un margen temporal aceptable que permita la estabilidad de los dos pies en tierra.
Hecho esto, tenemos a una persona que forma una i griega invertida, con un nuevo eje (que pasa igualmente por su centro de gravedad) y dos apoyos estables. La distancia entre estos dos apoyos es lo que llamamos zancada o longitud del paso. Pero, ¿es eso caminar? ¿se ha desplazado Martello?
(Cinthia está contestando al moscón.)
No. Para ello, el pie A deberá repetir el proceso que acaba de aventurar su compañero, repetirá la transgresión y se situará varios palmos por delante de él, aunque para evitar –nuevamente- la caída habrá de repetir el movimiento simultáneo de ambos brazos, lo que propicia y afirma –tras el desafío- el equilibrio en la tarea elemental de caminar.
Es este trajín constante el que permite que Martello, repitiendo sucesivamente estos movimientos sencillos y tras vaciar su ponche en el frondoso helecho del rincón, se acerque con su copa a Cinthia y se enfrente (tras espantar al otro) a la difícil empresa que supone perforar el muro de respuestas imprecisas tras el que dicha señorita guarda su corazón.
Silenza.
Parece como si el mundo estuviese almohadillado, como si una tuviera los pies de goma.
Mis paseos provocan apenas un rumor callado, como el de cerrar la cortina de una habitación en la penumbra, o el de cortar la flor más pequeña de un seto frondoso.
Será porque mi casa es el mundo, o porque mi cielo es el suelo que piso, que no tengo que ir por ahí llamando la atención. Yo estoy bien como estoy, y no quiero que piensen en mí más de lo necesario.
Cuando abro los ojos me pongo a mirar al techo. Dura apenas un segundo, lo suficiente para tomar conciencia de que estoy como prestada en este mundo, entre toda esta gente. El techo, por las mañanas es blanco e indefinido, sin manchas, sin objetos que lo midan, quizá sólo algún reflejo metálico, o la proyección luminosa de otra pared. El techo, cuando abro los ojos, no está sobre mi cabeza, está enfrente de mí. Ese es mi horizonte. Mi suelo está en mi espalda, o en mis costados, incluso en mi pecho, mis rodillas o en mi sexo.
Esto me separa de los demás. Ellos, con el suelo en sus pies, encuentran su horizonte allá a lo lejos, en una línea que viene a ser el mismo suelo. Alcanzable en el tiempo y el espacio. Mi horizonte está enfrente del suelo. Cuando abro los ojos, durante apenas un segundo, extiendo los brazos hacia el vacío. Y sé que dos mundos cohabitan en este mundo: el mundo de los que caminan hacia su horizonte, y el de los que tienen que acomodar el cuerpo al suelo porque su horizonte es inaccesible.
Así que cada mañana respiro, aprieto los puños y abandono los ángulos propios de mi naturaleza. Me levanto.
El espejo, desconfiado y añoso, se resiste a devolver las señales de mi triunfo. Se niega a aceptar que mi cuerpo es mi propio suelo, que conserva su propia ley de la gravedad, independiente del mundo, del peso de los días y los años. Y su reflejo me llega contaminado de murmuraciones. De dudas. De temores, incluso.
Al espejo le tiemblan los ojos ante mis labios tensos, mi cara fresca, mis tetas jóvenes. Cuchichea nervioso si observa la firmeza de las rodillas, lo resuelto de los muslos, la frescura de las manos. Capitula ante la fertilidad callada del valle púbico, ante la planicie infinita del vientre, la tersura del cuello, de los ojos.
Lo dejo en sombras, en la duda de haber devuelto un reflejo equivocado, después de tantos años.
Y entre risas me deslizo al armario a cargar mi cuerpo con ropas de señora respetable, y me froto un elixir que me da las cicatrices, el olor a tiempo, el vello perenne, los sudores sedentarios y la sonrisa resignada que ilustra mil dolores cotidianos: las pérdidas irreparables, los sueños incumplidos, los amores que no llegaron a ser, las decepciones más hondas y la nostalgia de la salud, que es un pájaro que sólo anida en las ramas más jóvenes.
Y me maquillo la cara con capas de años, me pinto con surcos los labios, con sombra triste los ojos. Cuento y señalo las uñas quebradizas, y ensayo el baile de unas manos temblorosas y un andar renqueante. Doblo el vientre y humillo las piernas hasta exprimir la última gota de seducción. Y con el último botón del cuello repaso la partitura de una voz entrañable y cansada, y aprendo palabras polvorientas que tilden mi boca de indefensión, que den a mi aura el aroma inconfundible de las colonias añejas, que inspiran una mezcla de fervor, lástima y respeto por la sapiencia que se va quedando pegada a los años.
Y me marcho luego al trabajo.
No tengo que apurarme ni nada por el estilo, soy la dueña de mi propio negocio. Tengo una empresa de distribuciones con una clientela fija y el trato especial de las autoridades: puedo dejar abierto toda la noche, incluso domingos y festivos.
Con esto es fácil pensar que regento un negocio próspero, que mis clientes me asedian, pero qué va. Me voy manteniendo a duras penas. Será por la inflación o por tanto desalmado envidioso que se dedica a hacerme mala prensa, que cada vez se muestra la gente más remisa a visitar el local.
Me fastidia, pero después de tantos años de prosperidad, tengo que ir de puerta en puerta ofreciendo mis productos. Porque mi mercancía es de primera necesidad y no tengo demasiada competencia, puedo permitirme el lujo de tomarme la distribución como un paseo.
Voy de casa en casa dejando folletos informativos. Pero no atestando los buzones con los papelotes vomitivos de los aniversarios de grandes supermercados. No. Yo quiero mantener mi estilo. Yo lo que quiero es el trato directo con la gente: “un cliente, un amigo” es mi lema de siempre, y manteniendo eso he llegado a donde estoy. Mis folletines no están ilustrados con fotografías de colores increíbles, con precios metidos en estrellitas refulgentes y jalonados por señoritas en bikini y niños negritos, pecosos y felices, no. Todo eso suena a engaño. Mis folletines se limitan a decir las tallas, los colores y los precios. Y lo dicen humildemente, sin aspavientos, como quien dice “buenas noches” teniendo la certeza de que con su saludo van a ser buenas las noches. Así, casi sin esfuerzo, voy dejando a cada cual mi tarjeta de visita, y entonces cada familia se dedica a adecentar la casa para cuando yo elija el día en que nos tomaremos un cafelito.
Es así de fácil.
Para algunos es un embrollo, porque nada más recibir mi catálogo empiezan a inventar pretextos, y a decir entre ellos que cómo vamos a pagar esto. Y yo, volviendo a casa si se acerca la hora de comer, o visitando a otro cliente si me da tiempo, voy refunfuñando y dando zapatazos al suelo. ¡Si el dinero es lo de menos! ¡Si para mí visitar una familia y enseñarle el muestrario es una excusa para interesarme por los niños, que cómo anda el catarro del más chico; que si come bien la mayor, que anda con el tonteo; que cómo tienes tú la pierna, que deberías cuidarte y no estar todo el día dale que te pego por los mercados; que cómo le va al Ramón con el taxi; o al Damián, que si sigue con el dominó por las tardes o si lo tenemos pachuchillo con los bronquios! Para esto me arreglo todas las mañanas y me planto en sus puertas, cargada como una mula (que no puedo tirar de las piernas, bien lo sabe Dios), para eso... para que me digan que no saben cómo van a pagar.
Peor que echarme de la casa...
Así, con razón llega una algunas noches, asqueada. Con tanto desagradecido no que quedan ganas ni de cortar los brotes de los árboles.
Con estas mismas, con mis buenas intenciones de siempre, empecé a frecuentar la casa de A.
La nuestra es una amistad que viene de antiguo, como curada en un sótano polvoriento, ajena a las miradas de los curiosos y los detractores que me persiguen.
La primera vez que la vi por la calle, los árboles crecían entre vientos ardientes, en el campo acechaba el eco de un rumor de tambores. Ella iba caminando sin querer mirar más con los ojos, el pelo recogido para siempre en mi memoria, como si el viento lo hubiera condenado a encerrarse a su alrededor. En su mano izquierda una niña de poco tiempo, en su mano derecha el vientre tenso, guardando un niño asustado, y en el codo flexionado se posaba la mano cálida y segura de un hueco que caminaba con ellos.
Suave, callada, casi sedosamente, su vida iba trazando círculos en torno a mi casa.
La veía caminando con los pies arrastrándose, y la huella se iba alargando, dibujando surcos, como esbozos de agujeros en la tierra.
(Yo me balanceaba tranquila en mi mecedora.)
Caminaba, para mi regocijo, acercándose a la tierra, recogiéndose en sí misma. Con los ojos casi vencidos iba abriendo la boca, alzando las manos metro a metro, avanzando a golpes de aliento por la carretera agujereada que lleva al pan de los hijos.
Allá, a lo lejos, detrás de las mañanas más frías, esperaban los cuerpos limpios de los extraños, la ropa blanca de los vencedores, el miedo sin mácula de los camaleones tendidos al sol.
Con el tiempo iba dejando de ser mujer, iba perdiendo el olor, el sabor a hembra. Sólo iba quedando el amor de madre, celoso, posesivo y protector bajo aquella cáscara de alambre cansado.
Su sombra se pegaba con furia al suelo, ennegreciendo las hojas, aplastando el polvo de los caminos. Ella seguía su camino, pero la silueta en tierra se estiraba, se agarraba a las piedras. Reclamaba su sombra el reposo, añoraba el peso, el abrazo último del cuerpo.
Como despidiéndose, A se iba desprendiendo de los abalorios vitales, de sus reclamos de perpetuación. Escondía los pechos, disfrazaba las curvas, el brillo de los ojos, la longitud del pelo. Y olvidaba las caricias y los gestos propios del amor, la alegría, el entusiasmo, el afán de la belleza, las semillas de los cuerpos ajenos. Y descuidaba, tras los espesores del hambre, los perfumes que propagan fertilidad a los vientos, madurez a los frutos.
Todo enterrado bajo mi reino, bajo los sueños ahogados, bajo las cenizas de las ilusiones.
Podía excluir la casa de A de mis itinerarios, porque su cuerpo, inclinándose a tierra, sus ojos mirando el paso, sus manos moviéndose apenas por un puñado de comida, su miedo a la vida; todo, todo eran señales inequívocas de que me buscaba, de que era ella quien quería visitarme a mí.
Así, serenamente, con esa seguridad en la conciencia, podía atender otros asuntos más inseguros.
Si la pierna de la verdulera del entresuelo se gangrenaba, corría –ahora con más razón- a interesarme por su estado de salud, si el catarro de su chico resultaba pulmonía había que andar cerca, o si el tonteo de la mayor derivaba en anorexia. No debía faltar mi apoyo si el taxi andaba mal –que detrás venía el paro y el hambre-, o si en la respiración del abuelo se oía la musiquilla de un cáncer.
Así podía ir descosiendo el poco misterio que entrañan mis visitas.
Y todos tienen que resignarse a la complicidad inevitable de elegir conmigo el modelo, la talla, el color de la muerte que le corresponde a cada uno. Acaban todos por admitir que lo mejor es abrirme la puerta, invitarme a un café, sin espectáculos, sin lagrimeo inútil, y con un trocito de pastel dar un par de vueltas al muestrario y posar entre todos, amorosamente, un dedo sobre lo que mejor le venga al abuelo, o al padre, a la madre o al hijo.
Con A yo había saboreado el triunfo por adelantado. Tan planeado estaba su porvenir, tan de cajón me venían sus días que parece que todo ha tenido que torcerse en el último momento.
No es que me haya engañado, o que haya logrado eludir mi abrazo, no. Eso es imposible. Lo único que ha pasado –y me molesta terriblemente- es que no me ha rendido pleitesía. Y me fastidia y se me pega al cuerpo como una mosca en un día de calor el que mi trabajo quede deslucido por un simple defecto de forma.
A lo mejor el fallo ha estado en mí, a lo mejor mis cantos de victoria, la evidencia de mi hegemonía me distrajeron en los detalles esenciales de mi quehacer.
La vida de A, lo que se veía venir, daba lustre a mi trabajo, era un ejemplo vivo de mi eficacia. Todo hasta ayer por la tarde.
Mis días pasan –y los hombres no se aperciben de ello- entre los acordes de distintas músicas. Las tocan las personas que hay en el mundo. Los instrumentos son sus pasos, sus lágrimas, los minutos de hastío, de duda, de inconsciencia; las quejas, las alegrías, las ilusiones, los amores que les ocupan, los gritos, los sudores, las palabras importantes, los secretos, los jadeos, las exclamaciones y los cantos; las enfermedades, los dolores, las preguntas de los niños, la brutalidad y las cicatrices del tiempo. Cada uno toca sus instrumentos e interpreta su melodía: una marcha que celebra el advenimiento de mi reino.
Están todo lo que ellos llaman “vida” ensayando la pieza que me festeja. Y el día de su muerte es como una fiesta inaugural donde ellos dicen “estos son mis instrumentos” y me brindan la partitura que yo misma he ido escribiendo.
Y ese día todo es pompa y regocijo en mi reino. Porque durante el segundo que segundo que tarda un corazón en convertirse en carne inerte, en el instante en que los ojos se vuelven cristales vacíos, en ese instante minúsculo en el que el aliento se escapa de la persona y desaparece el más mínimo de sus movimientos, yo, durante ese segundo interminable y supremo, me siento fértil.
Fue ayer por la tarde cuando A ultimaba su ensayo general, previo al estreno. El suyo había sido un tiempo de sobresaltos, su cuerpo intranquilo apenas dormía. Ayer, paseando trémula e incrédula por entre las quejas de los presentes vi el cuerpo inerte de A. Todos, con la felicidad que les cabía estaban diciendo la dulzura de su muerte. Reposada. En medio de la siesta, sin ruidos, sin dolores, sin una queja, un simple cesar de la vida. Después de los años agitados por el hambre, la guerra, el miedo, ella había aprendido por fin a dormir y todos habían venido a comprobarlo, a celebrarlo.
Yacía postrada de un lado, cerrados los ojos, un brazo abrazándole el pecho, con una palma entre la almohada y la mejilla.
Nadie reparó en mí. Yo no importaba.
Toda su vida fue un ensayo de mis acordes, el cuerpo venciéndose, buscando el reposo que todo lo mata, el que seca los pozos y niega el deseo, el que apaga la lumbre y festeja los naufragios.
Paseando entre los suspiros de los presentes, buscaba por primera vez en la vida y en la muerte una silla para mí. Una silla para el descanso, para disimular el temblor de las piernas, el frío de los huesos, para descansar los ojos incrédulos: su cuerpo había encogido las piernas hacia el pecho, como buscando la cara con las rodillas.
El cuerpo de A yacía en postura fetal.
Su reposo no era el reposo que yo esperaba pacientemente. No era el que deja todo debajo de tierra, el que acaba, el que niega todo, el reposo negro de la vida truncada. No. Su reposo era una pequeña vela en medio de mi negrura. El suyo era el reposo previo a la esperanza, a todas las posibilidades, a todos los movimientos. Era el reposo previo a la vida.
Los que yo había tomado por dolientes eran los invitados a una fiesta. Lo que yo creía congoja y aflicción se me estaba apareciendo como dicha. Yo había venido a ver lágrimas estertóreas y encontré una celebración, porque aquel era un reposo que anticipaba nacimientos. Nadie había ido a verla morir, a despedirla. Ella los había convocado para que la vieran nacer.
Y como un pez se ahoga porque le falta el agua, aquella falta de muerte me estaba matando.
Salí precipitadamente. Antes de traspasar el umbral hacia la calle, vi cómo la colocaban en el ataúd, nuevamente de lado y en posición fetal: las arrugas de las sábanas, el hueco caliente, el vacío palpitante de la cama me decían que no era yo quien se la llevaba.
Y en mi reino negro hay un hueco mínimo, el de un punto minúsculo que ha rehusado mi hospitalidad. Y ese punto de imperceptible luz en el centro de mi fastuoso imperio de la negación, está comiéndose poco a poco mi tranquilidad. Porque me deslumbra de la misma forma que a un topo lo ciega la luna en su cuarto menguante.
Todo el universo está, pues, compensado.
Igual que para andar seguro hay que lanzar un pie al vacío, igual que tras una vida de insomnio viene una muerte de sueño, la noticia de un nacimiento hay que escribirla en el mismo papel de la esquela. Y no se sabe si la postura correcta es barajar ambos párrafos y presentarlos tal como los ordene la mano del azar, o estar todo el tiempo pensando en un solo párrafo, en un conjunto de palabras que son lo mismo y que hablan de las dos cosas. O reducirlo todo a una palabra formada con letras de celebración y despedida. En una escala regada con las aguas esenciales del mundo, que dé a cada uno la medida justa de consuelo, de alegría exultante. Una palabra que cumpla la partitura ineludible de la muerte y que al mismo tiempo nos haga bellos, fuertes y limpios.
Que oigamos la palabra y no nos preocupe su significado, que la oigamos como una música universal y escueta, como una música nacida en los labios humanos, repetible para todos los labios. Una música que cualquiera pueda decir a cualquiera. Y esa palabra vendría bien a todos, sería una palabra de talla única, que encarnaría todos los modelos, medidas y colores. Una palabra escrita en un papel que conformaría a los que quieren la algarabía de los nacimientos y a los que buscan el silencio de los duelos.
Apenas seis horas antes de que se solapasen la noticia de la muerte de mi abuela con la fiesta de presentación del libro, y teniendo la cabeza recordando precios y los pies trazando caminos por Suiza, me salió al paso una imagen insistente en una esquina de Rue de la Forêt. Había un hombre vendiendo flores frente a un supermercado. Voceaba de memoria las variedades que me miraban desde unos cubos de plástico azul. De vez en cuando, hermanadas por docenas, las sacaba y sostenía en vilo. Su voz era una especie de queja, pero con su manojo de flores grandes por encima de su cabeza, aquella súplica se me convertía en un canto victorioso, en un compartir su dicha con el mundo. Propagaba sus lamentos por el aire, pero sus lamentos eran flores.
Cargado con los refrescos, recordé la portada del libro, recordé al que tiene que sostenerse la mano que ofrece una flor. O al que la ofrece con la delicadeza que cabe en un brazo mordido e inerte. Resolví –casi por imposición- colgar dos docenas de aquellas flores amarillas en el techo del cuarto de baño. Después, como suele pasarme, fueron saliéndome nuevos quehaceres que me desviaron de aquella imagen. Cuando volví, el hombre había levantado el puesto.
No sé. Pero a lo mejor aquellas quejas que parecían un canto victorioso, las que me recordaban a mí mismo sosteniéndome el brazo, trabajando para que mis angustias tengan forma de canto... a lo mejor aquellas flores amarillas que quería colgar del techo del cuarto de baño estaban avisándome, presagiando, celebrando conmigo que la muerte y la vida venían de la mano por Rue de la Forêt. A lo mejor me estaban susurrando al oído en un idioma que yo no entendía, que todo en el universo está compensado.
A lo mejor, sencillamente, esas flores eran la palabra que conforma a todos. La que se oye como una música sin significado. Una música que nace en unos labios humanos para que la tarareen todos los labios.
Tanta gracia hizo a la familia el descubrimiento, por parte de madre, de la olla fle, que las ganas de reír quedaron atascadas en las gargantas. Como si intentaran colarse por un pequeño embudo, el torrente de hilaridad, apretado desde los pulmones, desde los corazones de cada uno, fue comprimiéndose al final de los paladares, y la carcajada se disolvió en una imposibilidad que desde fuera su confundía con un silencio respetuoso.
La compostura y el arraigado respeto por las canas no debían impedir que alguien corrigiese el mal oído o la fina inventiva de madre.
Es que su olla no era fle.
Abuela, forzada desde siempre a formar la punta del triángulo, a recibir los primeros embates de los vientos, a ser la que apacigua los primeros choques, adelantó un pie en la salita pequeña y sombría. Y contradijo a madre :
-¿Qué fle ni fle, mamá? Que pareces tonta- y los huesos le tensaban la piel de las manos.
Los demás callaron, esperando la culminación del remedio.
-Pre, mamá –dijo abuela-. La olla pre.
Ya hablé de mi mal oído. De mi memoria blanda. Ahora añado el cansancio. Después de escribir estas frases confundidas, gastadas y recogidas en tiempos nebulosos, colmados de hastío, voy decelerando el ritmo, las ganas, la intensidad de los pasos.
Y ahora no sé, ni me quiero esforzar en explicar por qué la risa de aquella anécdota saltó a la calle, cruzó el barrio, salió del pueblo y saltó a otra provincia y de alguna manera se presentó en la fiesta, pidió prestados los labios de los invitados y soltó la carcajada colosal que a mí me contaron, pero que vuelve a repetirse después de los años, cuando acabo de leer la peripecia de unos boy-scouts que se bajan en Alhaurín.
He heredado de mi abuela la forma de enmendar las cosas.
Y van pasando sobre mí los detalles pequeños, las personas que me importaron alguna vez, los momentos que me fueron haciendo como soy. Y se me cuelan por entre los dedos. Y sólo conservo un poso de equivocaciones, y no me explico y no entiendo nada. Y me muero un poco porque mi cabeza y mi corazón nacieron pequeños y sólo cogen un poco de lo importante, sólo hasta el “pre” de las cosas. Y así voy perdiéndolo todo. Y las soluciones que intuyo y pruebo me traen sólo nuevos problemas.
Camino sobre borrones que hago yo mismo.
Esto me preocupa. Pero no me importa:
1. Porque tengo que volver para atrás y encubrir con pseudónimos algunos nombres de personas reales.
2. Porque sé que de una muerte puede nacer un nacimiento.
3. Porque mi ventana da a una calle con árboles y pájaros.
“La Olla Pre”. Cuento-reseña publicado en Boletín GV de Galería Virtual, nº 8 y 9, Enero. 1997. Granada.
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