13 de noviembre de 2011
ESTILAZO
De pronto, un día como hoy, caigo en la cuenta de que soy mayor que la mayor parte de los futbolistas en activo. Es la edad madura, creo. Y lo es no sólo porque haya pasado un tiempo y observe que la ley de la gravedad está cada vez más de mi parte, lo es no sólo porque la mamá Natura me ha criado por dentro como un fundamento esplendoroso que ya está casi listo para caer del árbol, y dejar esparcidas y libres, mis semillas por la tierra, no. Es la llamada edad madura no sólo porque por alguna sabia mecánica oculta, mis líquidos empiezan a rezumar, fragantes, a la superficie, y añaden brillo y color a la piel, que por el mismo misterio me hacen adquirir un aire atrayente, jugoso y apetecible para pájaros, mamíferos arborícolas o rastreros, insectos de toda condición, quelónidos oportunistas, reptiles de costumbres omnívoras, carnívoros en horas bajas y, en fin, bestias de variado pelaje que celebran tu descenso a la base de la cadena alimentaria. Se llama edad madura no sólo por esto, sino también porque entiendes, de alguna manera, que ya sea en el complejo estómago de un rumiante, ya sea bajo las elementales pezuñas de un cornúpeta ungulado, tu estado de madurez anuncia que vas estando preparado para corroborar la continuidad de los ciclos naturales, donando tu corporeidad individual al mantenimiento de otra especie, al mismo tiempo que optimizas la aspersión de tus semillas.
La edad madura se llama así porque tienes de pronto el tino o la resignación para entender, sin dar un espectáculo lamentable, que llega el momento en que tienes más edad que el número que calzas. Y con aparente presencia de ánimo asistes a la estabilización del número de tu pie, mientras la edad sigue avanzando sin descanso. Aunque te coman los nervios por dentro, acabas guardando tu poco de talento para no montar el pollo: eso es la madurez.
Yo me he plantado en esta edad y he entendido que no ayudan los estertores innecesarios. Como cuando un explorador cae en arenas movedizas, que mientras más se mueva, peor. Hacer espectáculos con lo de la edad va más hacia lo patético que hacia lo espectacular. El mundo es de los jóvenes. Coleccionan planes, promesas y expectativas. Sus entendederas están pautadas por los ardores de la sangre fresca. No tienen tiempo ni sintonía para comprender los debates de la melancolía. Lo único que les resultaría enjundioso recibir de tu parte, sería, por extraño o por interesante, un cierto empaque, una solidez, e incluso un aire de serenidad ante la ineludible ridiculez del hecho vital: te mueres y la Liga sigue.
Y sin embargo, aunque haya conseguido domar las fiebres de la juventud, aunque haya instalado en mi normalidad la certeza de que el más allá está más acá de lo que me contaban en catequesis, aunque tengo los dos pies plantados en la convivencia civilizada, hago balance de cómo me ha ido en todo este tiempo, y no dejo de pensar que voy a ser un viejo inaguantable. Nadie puede planificar cómo reaccionará ante lo irreversible: las manchas de vino tinto, el amor que va y viene, la calvicie, la vejez y la muerte. Por mucha intención que le pongo, no puedo dejar de ver el peligro de acercarme a la vejez como el que se acerca a la segunda niñez, protestando por la mínima, reclamando todo, señalando fallos y vociferando por las ridículas componendas de la vida, pues, eso sí, uno va aprendiendo, con el reblandecimiento de la pulpa, que nada de lo que uno calla acabaría resultando más vergonzoso que el haberlo callado.
Mi protesta principal sería la de que, después de tanto ruido, después de tanto debate hormonal, en qué ha evolucionado uno, qué es lo que ha cambiado, y me refiero a cambios en la raíz, dejemos aparte los signos de desgaste y las sabidurías del cuajo, que sustituyen a las del ardor de la sangre. Casi nada ha cambiado en esencia. A día de hoy tengo 43 años, y tengo que seguir inventándome la vida. No he aprendido a dejar de añorar con todas mis fuerzas las cosas que me faltan. Tampoco ha mejorado la convivencia con todo lo que me sobra. No acabo de perder la resistencia a morir acunado por la desesperación, el aburrimiento, la decepción, la parálisis, el aislamiento, la mediocridad, la ignorancia, la mezquindad, el adocenamiento, la crueldad, la barbarie, la insensibilidad y la pobreza de espíritu, mayormente. Podría alargar miserablemente mi lista de la disconformidad, pero sería una energía invertida en mala baba, sería seguir desperdiciando mi tiempo, que sé que es precioso. La madurez es aceptar también que el pie se queda en una cierta talla mientras tus años avanzan, y todas esas cosas deleznables siguen adelante, pese a tus esfuerzos por señalarlas, corregirlas, paliarlas, evitarlas, reinterpretarlas, reubicarlas o incluso ignorarlas, todas esas cosas, digo, siguen lozanas y frescas como rosas tempranas. Las mierdas de la vida no envejecen. Hoy tengo 43 años y me percibo, perplejo, como habiendo heredado una casa vieja. He estado toda la vida de reformas, intentando cada día que mi vida sea medianamente habitable, pero mirando siempre de reojo la posibilidad de que un día me alcance el desaliento.
Quizá por eso, esta tarde me ha dado por plantearme las formas. Por si acabo mudándome a la negrura impenetrable.
...
No es bueno el mal karma sin humor. No es bueno ni recomendable. Si llego al extremo de que sólo me salgan crudezas y destemples, entiéndase, que no encuentre tamiz para mi negatividad y acabase corriendo desbocada por mis papeles, estoy pensando que mi naturaleza está más cerca de la desvergüenza sin contemplaciones de Cèline, con su posibilidad para la mordacidad y el distanciamiento irónico, que de la glacial inteligencia fustigadora de Cioran.
Quede por escrito que mi grisura blandengue encuentra cobijo en lo que he leído de ambos. No es que nada me esté pidiendo decidir, que toda decisión va a parar al mismo boquete, pero la tarde, entre indignada, ansiosa, protestona, floja, escéptica e incluso ociosa, me ha llevado a pensar en eso: si tengo que soltar mal karma, que no sea sin humor. Quede también en este escrito, que mi intención de poner risa (la mía o la tuya) en mi negrura, no es por suavizar. No, que todo reviente, que no se arreglaría nada con medio incendio o media catástrofe. Más que nada, lo hago por constatar por escrito el apoyo que encuentro en cierta tradición regeneradora que aún tengo por esclarecer y asentar.
De entrada, ya pienso que este planteamiento es estúpido, pues llegado el momento de caer a la altura de mis cimientos, qué importarían esos detalles en mi forma o en mi redacción. Pero no, todavía no he llegado a eso, y sí, por qué no voy a pensar en esas cosas ahora, en frío, cuando todavía puedo mantener a distancia prudente mi temida actitud de ardamos-todos-en-la-misma-grasa.
Así, y puede que no más por ocupar la tarde en pasatiempo escrito, o por haber intuido no sé dónde las orejas al lobo, hoy me planteo lo dicho, que de llegar a un extremo rabioso, si me veo en ese punto de empezar a soltar chorros de vinagre caliente, sea porque haya llegado a la temperatura de ebullición mi nivel de amargura, sea porque en mi ceguera obtusa no encuentre otra opción que la de desfogar, entiéndase, montar el pollo porque ya no me quede gota de esperanza en la buena marcha de la negociación conmigo mismo, con los demás, o con el propio mundo, si no tengo a mano otra salida que empezar a soltar kilos y kilos de mierda ante el temor de tener que reprimirme y abonarme –por esa represión misma- a una mala leche estable, si ya tengo presentido el dolor –que ya es real cuando se imagina o intuye- de que morderme la lengua me llevará a la úlcera, si es eso lo que, aunque sea desbarrando, tengo que compensar o solucionar, que no sea sin humor.
Eso me lo pido, mientras aún esté a tiempo.
Nuestra oscuridad más impenetrable no está tan lejos como nos parece. Nos acompaña en un cómodo segundo plano hasta que algo le da pie, y entonces, se acabó tu ilusión de protagonismo. Y por eso mi patético intento de aceptar antes de tiempo las llagas antes de la herida.
Aceptar la cercanía de posibilidades que me lleven a un punto de descontrol momentáneo o sin vuelta atrás, y fantasear con que podría sobrellevar la situación, más bien o más mal, escribiendo. Asimilar que no voy a aguantar mucho rato callado o impasible ante parajes de arrogante estupidez o incomprensión descarnada, entender con la mayor frialdad posible que puedo ser la víctima o el causante de injusticias y enfermedades, comprender que puedo esperar de mí, entonces, arranques de desesperación, ofensa y ruido inútil. Y me planteo que, cumplidos esos temores, tengo que encontrar el paso alternativo o compensador del lanzarse de cabeza a la picadora, al tirar los días abrazando explosiones. Y veo que tengo que poner empeño en entender la posibilidad de mi parte cruel, bregar con situaciones violentas, impertinentes, sucias y vergonzosas que, por mi claudicar, mi apoyo tácito o mi iniciativa, incluso, acaben oscureciendo este mundo. Puedo verme finalmente en eso, ¿por qué habría de ocultarme ese temor?
Yo era fuerte y limpio como un río transparente. Tenía en el corazón un cierto signo brillante y certero que me hacía flotar por encima de las distinciones entre bondad, candidez y tontura. Mi energía era como un gas, podía estar amoldada a la forma que la contuviera, pero todo sería momentáneo. Libre. Como un venero que no sabe de fangos ni de aguas oscuras. Mi trabajo escrito, que era inocente, y por tanto fuerte y decidido en su limpia inconsciencia, no sabía nada de hondas e imborrables suciedades. No entendía las impurezas, y quería, en su juventud temprana, ennoblecer con belleza el tiempo que me fuera dado. Quería llenar de manjares exóticos la despensa de mis apellidos. Quería sembrar de luces mi pueblo. Quería construir un palacio imponente en el centro de mi familia, en el suelo y en la idea de mi país. Quería una canción hermosa que cantaríamos con un aliento, una fuente de cordura nutritiva, una huerta de banderitas blancas que limpiarían la atmósfera. Pero mi trabajo escrito creció conmigo. Se ha contaminado con mi estupefacción, y no he sabido mantenerlo alejado de la rigidez descarnada de mis fantasmas, que me echan a un lado de la cama y me quitan la comida de la boca. Ahora sé que contengo tormentas, ahogados y devastadoras inundaciones. También, para mi dolor, soy libre en eso.
Por eso hoy me pregunto si no será lícito desear, a modo de baboso intento crepuscular, que con el vómito que malamente contengo en la boca del corazón, no salgan al menos algunos cuajarones de humor. Esto no se puede prever, pero con la edad, mi escrito y yo mismo, hemos evolucionado de tontos a tontos sin remedio, y ese crecimiento ya nos permite ciertas licencias acerca de lo que podemos desear. Total, repito, flores y vómitos, irán juntos al mismo boquete.
Finalmente puede imponerse la parte más mísera de mi humanidad, la que no puede taparse con orgullos ni enmendarse con lacitos. Si al final va a acabar el caos atrayéndome a sus filas, antes de que el dedo me tiemble demasiado, quiero señalar mi último resquicio digno, y no entregarme alocadamente a lo enfermo, al triunfo de la barbarie. Quiero encontrar, en la medida de lo posible, un aire de resolución en ese paraje de abandono que va a ser mi escepticismo sin retorno. Un brote verde insignificante en medio del monte calcinado.
Humor pues, quiero en mi senda ardiente.
Esa sola intención, con ese hormigueo nihilista que me sube de las uñas de los pies arriba, me está apaciguando el espíritu maltratado. El corazón jadeante, rodeado, atosigado por tanta belleza mema, por tanta construcción banal, por tanto amor fingido, tanta música hueca, casi se me serena ante esta posibilidad: la de que tú estás sola o solo, en tu cuarto, en una biblioteca o en la playa, o en un parque de una ciudad que no he visitado, y en un tiempo que no veré, tú, que estás sola, que estás solo, ante un papel o una pantalla, estás leyendo páginas de mi desespero, de mi claudicación, y te has reído.
No quiero soltar mal karma sin humor.
Si mi vida, finalmente, ha errado y sólo encuentra estampidas de enloquecidos ungulados rabiosos que se precipitan sin remedio hacia un abismo espinoso e insondable, y en sus cerebros primarios ya barruntan el trastazo colectivo y fatal, yo tengo que intentar que la suma de sus berridos desesperados y los pedos que se tiren mientras agitan inútilmente las patas en el aire, compongan para nosotros una música decente de final feliz, de manera que mi escrito, su encuentro con la fatalidad y el sentido que acabe destilando del tiempo que estoy viviendo, al fin, tengan un tufo aceptable.
.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
¿Ungulados? ¿no son cocodrilos?... ¡qué raro, me habían parecido cocodrilos...! Tampoco todas, todas hacemos beeee, beeeee, beeee...
ResponderEliminarYo tengo 47 y hago baaaa... Estoy grave de madurez...(baaaa....)
Yo también vislumbro los 47, a veces con la mirada de quien ha sufrido y gozado hasta la extenuación, a veces con la ingenuidad y bravura de una adolescente...supongo que es parte de la materia oscura y de los grises de nuestra frágil humanidad...de la que no debemos claudicar...Jose, sigue bramando y deleitándonos con tus sonoros e inspiradores pedos...jajaja
ResponderEliminarJolines, juegas en otra liga con las palabras.
ResponderEliminar(Yo no tengo 47).😉