Me tiene el cutis estropeado, mirada
vidriada, la amabilidad perdidita. Y me balancea las piernas de garceta,
tristemente sentada en la mesa, mientras saluda con fría desganada corrección
de plástico.
La niña rancia tiene un deje airado, trato
tirando a raruno, y el brillar arisco y maltratado de los corazones apaciguados
en amores a la medida de otra. Y pelea contra el mundo por sistema, aunque se
le ven acumuladas capas y capas del barniz que le deja la costumbre de caer
derrotada ante sí misma. Es una fruta fresca golpeada me parece, y se le ven
flojos los lazos y deshechas las trenzas, ay qué lástima. Estará perdida en
luchas de las que ya no quedan papeles, pues saldrían volando en mariposas de
ceniza para acabar fertilizando otras tierras.
Las manos le tiemblan, a veces. Y eso,
de algún modo a mí me tranquiliza: la niña rancia no tiene razones
fundamentadas para mirarme mal.
La niña rancia folla con imbéciles, y
se empeña en mantenerse alterado el PH. A pesar del cuello elegante y la
barbilla levantada, va de lista por inercia, y se le ve a la legua que ya no se
siente guapa. Eso a mí me subleva, me enardece y me carga de emociones de peso,
como para ponerme a buscar el momento de ir a plantarle un geranio en el
canalillo. O a lo mejor algo más duradero. Yo no sé. A ver si así se entera de
una vez de que el amor no cierra, ni tiene edades peligrosas, joder.
Si fuera por mí, ya le pintaría yo una
sonrisa desvaída como mínimo, aunque sea con el agua sucia de otros cuadros.
Pero ésa mujer, a veces mira que parece que tienes que limpiarte los zapatos
antes de dirigirle la palabra.
Yo no le pierdo la paciencia ni el
hilo. Vaya plan de vida que tengo.
A pesar de su elegancia glacial, yo sé
que la niña rancia me tiene en sus agujeros cosquillitas de sospecha. Yo sé que
a pesar de que estoy organizado como la contraportada de un vinilo punk
autoeditado en provincias, en realidad ella sabe que tengo el aura corrosiva de
los hombres a los que se les puede mirar bien sin tener que estar pendiente de
tus defensas. Ella intuye que se puede pensar en mí constantemente.
Y creo que, de algún modo, eso la
empavece y atorrulla. La niña rancia tiene un miedo atroz a dejarse enamorar
por un feo. Por eso guarrea con saña su bella naturalidad cuantito aparezco por
la puerta. Esconde, desperdiga, sus semilleros por ahí, por la maleza. Lo que llevaré yo pasao.
La niña rancia tiene una desnudez que
vaya tela, pero tiene una actitud de estreñimiento que te cagas. Mi desparpajo
se atasca en ella, igualmente, y vive envilecida por la posibilidad de que su
quebradiza ternura tenga el puntito salado que falta en nuestra foto. Se me
alarga, impenitentemente esquiva, en el destemple.
Yo creo que cierta soledad la
reconcome, tan rodeada de brutos. Y supongo que la comida se le echa a perder entre
oportunismos y garabatos de la compañía. Ay, yo no sé.
A mí me parece que la niña rancia me
espía escondida tras las cortinas de cáñamo. Ella tiembla dentro de su cáscara
fría, sus labios impasibles; y me ve y sospecha un picnic en cualquier parte. Y
tristes confidencias, y pestes y miedos después, ella sabe que yo no le tendría
puertas. Que le agradecería sus ganas de venir a verme con una sonrisa sencilla
en la boca y algún tipo de flor en la mano.
Eso es lo que le pasa. Y está a esto de
saberlo con certeza.
Está a un pelo de saber que en el amar
se vence claudicando.
A la niña rancia se le escapa, en un
suspiro, la cansada certidumbre de que nada de esto se resuelve en una elección
simple. Nunca.
Ella lo lucha tontamente.
Ella lo sufre. Ella lo sabe.
La niña rancia sabe sin palabras lo
cerca que está de mi nunca despedirme.
La niña rancia está a esto.
Y ya empieza a sonreír, tan tímida e
indefensa.
Tan desorientada.
Jag.
2_5_16
.
No hay comentarios:
Publicar un comentario