Cada mañana, cuando el día no está marcado, de entrada, por un acontecimiento extraordinario, esto es, uno que desde el propio momento de abrir los ojos ya me está absorbiendo la atención, como un niño en la mañana de Reyes, cuando al despertar se me presenta un día normal, como buenamente podría decirse, en esos días, tengo tiempo de varias cosas. Y tengo tiempo de varias cosas a la vez, entre otras cosas, por la cuenta que me trae, porque empiezo el día apagando el despertador y haciéndome dos series seguidas de remoloneo. Como un campeón. A veces media o a veces la hora entera dando vueltas en la cama. Unos días midiendo el día que viene, otros días meditando argumentos para la temprana certeza de “hay que levantarse, pero en realidad, para qué”. A esas horas, todo lo que no sea horizontal es hostil.
Me acabo levantando, claro, y la mente empieza a buscar su lugar trazándome planes infalibles, enfocados a la optimización del tiempo perdido, del tipo: pongo la cafetera antes de ir al baño, aunque me esté aguantando chubascos tormentosos, porque así, el café va hirviendo, y de paso al baño, enciendo el ordenador, y mientras carga, que lo suyo le lleva, yo descargo en el baño, y mientras me lavo las manos, me lavo la cara, y cuando me esté secando, ya está el café sonando en la cocina... En fin, un pequeño protocolo de tonterías que permiten que la cabeza vaya ejercitándose y pase felizmente la transición del estado pastoso del sueño, violentamente abandonado, a su normal consistencia blandengue.
A esas horas, y yo se lo achaco a la brusquedad con que he pasado del reposo horizontal y meditabundo a la frenética actividad de la vertical, a esas horas, digo, la normalidad puede verse rara. O al menos puede presentarse bajo el influjo de sombras o reflejos extraños. Esta mañana, incluso antes de abrir el grifo, el espejo me ha espetado que, si enviara un currículum, si en él pusiera una foto mía actualizada, una foto con la imagen que él, el espejo, está viendo en este momento, la señora o el señor de recursos humanos, o el divino ordenador que da los trabajos al voleo, cualquiera de ellos, vería desde el primer momento que ya no soy un hombre joven.
(un silencio respetuoso)
Bueno, yo le he dicho al espejo que ningún problema, que no voy a enviar mi currículum por el momento. Le he dicho que mi opción laboral es distinta. O algo así. No quería empezar el día hablando/me de mi edad. Así que he abierto el grifo y me he lavado las manos, y me he refrescado la cara.
Normalmente, cuando despierto, tengo ante mí el día completo, quiero decir, nadie me espera, y raramente alguien espera algo. En mi opción laboral no hay un jefe, ni una empresa propia con horarios rígidos. Mis plazos están marcados por retos que yo mismo me impongo, con energías y ritmos que voy buscando/encontrando sobre la marcha. Tengo responsabilidades y apremios, claro, pero parten de mi y ante mí mismo responden, bajo criterios, más que morales o económicos, de pura supervivencia física y emocional. Como, por el momento, tampoco estoy dibujando mi singladura por este mar proceloso en compañía de una señora, también puedo decir que las responsabilidades y apremios que asumo, o no, atañen a una familia unipersonal. En fin, creo que para los servicios sociales no existo ni como minoría étnica ni como persona en riesgo de exclusión social. Me ven como parte de la población activa, y aunque a nivel estadístico soy una persona sana como una manzana, en ciertos foros se me mira como si fuera la manzana podrida del canasto: los más superficiales dicen qué bien vives y los funcionarios me miran entre paternales, incrédulos y condescendientes. Así, aunque puedo decir que a nivel estadístico vivo en un halo, en una zona neutral escasamente comprendida, llevo a gala que en el súper me miran a los ojos al ofrecerme cupones de la batería de cocina que siempre he querido tener, y en el banco recibo y mantengo un trato amistoso, mientras la tarjeta tiene saldo, se entiende. Casi siempre me faltan cosas que la gente considera normales. Las echo de menos, aunque sólo las conozca de oídas. Lo que vengo a decir es que al abrir los ojos por la mañana, tengo el día completo para mí solo. Quiero decir en soledad. En el momento justo antes de levantarme, el cuerpo y el ánimo los tengo de quedarme en la cama. El tiempo que quiera. Es como una felicidad espesa y pegajosa. Pero como dije antes, me levanto, pongo en juego mis rutinas y acabo desembocando en algo que una opinión mainstream consideraría útil. A los pocos instantes de verme en esa actividad caigo en la cuenta de que:
1. SÍ tenía fuerzas para empezar el día, aunque no estaban activas mientras pensaba, dando vueltas en la cama,
2. Lo que estoy haciendo en ese justo momento, lo estaba esperando yo, como mínimo, y también la gente que me quiere, y,
3. El propio hacer las cosas que hago, consigue que algunas personas que no conocía antes descubran una curiosidad por esas cosas que hago y comparto, y acaben, con el tiempo y en cierto modo, esperándolas. A veces, incluso las piden. Con el tiempo, sumado al interés por esas cosas, algunas de esas personas incluso acaban preguntando por mí.
En resumen, aunque al levantarme nadie me está esperando, hago lo que hago para mí, porque quiero ir hacia esas cosas, y también las hago para quienes me quieren, porque quiero llevarlas conmigo cuando voy hacia ellos, y por último, las hago también para la gente que no me conocen ni a mí ni a mis cosas, pues con esas cosas que ellos no esperaban, hago un puente, entre ellos y yo, que podemos usar libremente en ambas direcciones, para acercarnos a hablar de las cosas, de nosotros o del propio puente, se me ocurre.
-Así que no vas a enviar ningún currículum, ¿eh? -insistía el espejo del baño.
Pero yo seguía concentrado en los grandes retos de recién levantado por la mañana, hacer un pocito con las palmas de las manos para refrescarme la cara. Hacerlo lento, dejando correr el tiempo necesario para que el zumbido espeso del sueño insatisfecho vaya tomándose su tiempo de salir. Respirar un poco. Mirar la loza. La cal. Descubrir un pelito en el jabón. Acomodar las articulaciones inferiores. Coordinar los pensamientos para algún propósito elemental que dé, por fin, el día por inaugurado. Finalmente, el agua fría estalla en la cara y empiezan a llegar los rumores del vecindario. Las primeras señales de las temperaturas de la mañana. El olor de las tostadas, la radio, algunos platos que entrechocan, algunos niños que se levantan tarde. Madres con la vocación tambaleante. Imprecaciones. Prisas. Destemples. Herramientas que, respetuosamente, empiezan ahora su actividad inaguantable, con su ruido ensordecedor, a musicar las reformas de la zona. Y sí, dé la vuelta que dé, al acabar de secarme la cara, ahí está nuevamente el espejo, constante y puntual como un apremio inmobiliario.
Que sí, que ya sé que no soy precisamente un brote verde. Me miro en el espejo, y le doy la razón, ya veo que va pasando la época en que se le podía echar la culpa al Cristasol. Lo que se ve (lo que yo veo cuando miro), se ve talludito, por muy subjetivo que me ponga. Por algunas partes, incluso, el tallo va haciéndose leñoso. Y gracias a que la mitad de las cosas que hago para vivir se hacen sentado, lo leñoso se va tornando quebradizo. En fin, no espero que la parte fenoménica de mi ser construya en la segunda mitad de mi vida los alardes que tontamente balbució en la primera. Sí, siempre había tenido, enfocando plazos cortos, la percepción de que un día soy mayor que el día o el año anterior. Pero, sin saber cuándo, el ritmo, o la percepción de ese movimiento cambia: un día que no es distinto de los días anteriores, te ves mayor, a secas. Un día parece que abres los ojos o más o mejor que antes, y notas que el paso de los años es una tonta anécdota. Una circunstancia sin más. Lo peor es cuando, de pronto, observas que ya has quemado algunos cartuchos, que ya has sacado algunas de las cartas que tenías guardadas en la manga. Mayor.
Uno acaba sabiendo que en la vida, cada día, todo empieza de nuevo, en la alegría y en la miseria, en el regocijo y en la tristeza, es cierto, uno acaba entendiendo que hay implícita cierta nobleza en el ir oscilando entre la dicha y el desconsuelo. Uno sabe que la vida es un deporte en el que el amor viene de la mano del dolor, y alégrate, que te dan dos opciones: la de lo tomas y la de lo dejas.
Y no, no me siento mayor porque me haya sorprendido un penoso cansancio por todo esto. Qué va. Es sólo que de pronto veo que mi sentido de la irresponsabilidad, de tanto andar en el descaro, paradójicamente, va perdiendo frescura. Y te acaba sobrevolando una rabia amarga, oye: las mejores fuerzas de la juventud se desperdician en interminables sucesiones de ensayo-error.
Tú sabes que en realidad, en verdad el tiempo es un muñequito frío que se te deshiela entre las manos, y que con tu mayor entusiasmo estás alimentando la cálida certeza de que el vigor desfallece, de que rompes y se desperdigan los papeles en los que apuntaste tus apuestas. Notas que el fuego es más conscientemente devastador, y las lágrimas traen los sedimentos que han ido arrancando desde las cumbres, pero la risa, si te digo, cuando sale, va ganando en profundidad y brío.
Tras el vómito sabe dulce el agua del grifo.
El orgullo, seguramente va a ir a menos, que no ha de recogerse en la cosecha del otoño el fruto de semillas que no se cuidaron ni aún plantaron en primavera. Yo quisiera ver llegar un sosiego más o menos resistente, que me viniera un saber que las cosas se van colocando por sí solas, que es cuestión de que las dejes que se expliquen por sí mismas. Eso quisiera yo, sí. Pero pesan los ejemplos que me preceden, que van de la mano de mi fino olfato para la ruina inminente. Pesan la firmeza y la tensión que mantienen y aún incrementan, en vigor, mi lado intuitivo: yo SÉ que voy a ser un viejo inaguantable.
Para intentar desechar que este escrito se convierta en poco más o menos que un clamor a la venganza, decir que esa percepción, digamos, la percepción de tu entrada en un nuevo escalafón de la estadística, sólo es verdaderamente dura al principio, cuando te la encuentras por primera vez. Se puede decir que uno se cruza con ese bicho inmundo en mitad del campo, y todo era campo antes de que apareciese, y era estupendo, aunque no eras plenamente consciente de ello. Ahora aparece éste, con sus formas aparatosas, sus andares burdos y su presencia pestilente. Al principio, uno dice “¡Ay, Dios!”, pero el bicho inmundo no es que venga a por ti, no, él vivía en ese campo, y viene simplemente a cruzarse contigo, a que le mires a los ojos y sepas que ahí está. Es inmundo, aparatoso, burdo y pestilente, de acuerdo, pero es ley de vida. Al principio todo en ti son estertores y rechinar de dientes (en la fase postrera a la madurez, este último paso te lo ahorras), pero cuando ves que el bicho sigue andando sin tocarte, sin ponerse a sacarte conversación ni nada así, cuando ves que en tu campo visual, cada vez es menos significativa la presencia de su lomo grasiento, cuando ves que su cola está siguiendo los torpes andares de su cuerpo, y cada vez se estrecha más y más, hasta que en tu panorama sólo queda el campo de antes, en el que poco a poco se va disipando el olor, entiendes que, pasando la violencia inicial de ese encuentro con la percepción de tu madurez, llega una especie de serenidad.
La percepción de la madurez se madura.
Percibir tu madurez te da un punto de madurez.
La vida es un paseo con tu traje más blanco. Disfruta mientras vas hecho un figurín, y no hagas movimientos inútiles cuando te metas en barro hasta la rodilla, pues sólo conseguirías empeorar las cosas. ¿Quién te había dicho que la vida era un paseo por una pasarela, un escaparate o un jardín florido? ¿Eh? La vida es maravillosa por eso: porque tienes el traje más blanco mientras sorteas las zanjas y los charcos. La suciedad te ennoblece, porque relata tus intentos y tus renegociaciones con lo mal parado. El lamento continuado es indigno: un ruido inútil para ti, y un estorbo a la comprensión y aún a la empatía de los demás. Llora y llorarás solo, dicen. La ira alterará tu aliento y no mostrará más que las sombras de los debates de tu dignidad. El lamento pondrá en tu cara un aire patético que deformará sin remedio y aún ocultará tus verdades. A la gente sólo le llegarán tus modos, y no tus contenidos. No comunicarás tu mensaje. Así que parece que lo inteligente sería que te relajes, que dejes pacíficamente la posada que ocupaste, saber, con serenidad, que va llegando la hora de salir y continuar el camino, dejando la cama, el refugio, al próximo que le corresponda disfrutarlo.
Todo esto de la vida, el traje blanco y la posada, sobre el papel lo tengo claro. Mi cabeza lo sabe. Mi corazón lo acepta. Pero juntos intuyen, a estas alturas de mi vida, cuántas preguntas me van a quedar sin respuesta, cuántos de mis más nobles intentos van a quedar ninguneados, prescritos, sobreseídos. Y sé que mi traje blanco, en el último paseo, va a tener una pinta lamentable, porque ya empiezo a saber cuánto de lo que tenía para dar a los demás se va a podrir en la bolsa. Y cuánto vacío seré capaz de cargar, me pregunto, a cambio de todo el amor que yo tenía para dar. Y tanto que pedía. Me intuyo. Me voy a ver sucio y derrotado en mi tonta lucha por un mundo que juegue sin las cartas marcadas. Sé que lo que ayudé a levantar, lo que esperé ver avanzar, acabará acomodado en su tonta complacencia, en su miopía. Lo que quise alentar con lo mejor que encontraba en mi corazón, acabará aprendiendo a reír con los chistes más burdos, acabará paseando a gusto con los deseos más bajos. Me intuyo dolido e insensibilizado, me intuyo brusco, resentido y fatalmente mancillado en lo más profundo de lo que yo pretendía ser. Me veo con las manos llenas de mierda, aplaudiendo rabiosamente los manidos gracejos que vayan soltando en este teatro indecente. La sangre hirviente, con el impulso del venero que se abre paso desde las profundidades, ya me lo aseguraba en la primera juventud; la sangre de hoy, más densa y sosegada, va cuajando sin haber aprendido a refutar con sus sedimentos la impresión de que la obra no va a ir mejorando cuando se aproxime al final. Con dolor se intuye que nada alterará su ritmo cansino, que nada va a venir a alegrar su trama insípida. Seguirá el dudoso argumento de que nada es urgente ni necesario, porque Dios es misericordioso y todo lo perdona. Seguirá adelante, plena en irresponsabilidad, esta obra imbécil, sin que nadie tenga necesidad de caer en la cuenta de que todos somos el director.
Seguirá adelante, y gol.
Todo el mundo estará empanado y ausente, contemplando un vacío desarrollo coral en el que ninguno de los personajes va a coger las riendas. Y cada uno de ellos, sin disputa, sin ansia, va a esperar su ratito de cañón, de gloria en la escena. El conformismo dirá la frase que le den, sin pasión, el egoísmo sobreactuará la suya y pisará la entrada de la mediocridad, que vestida de lentejuelas del polígono, cantará su frase sin entenderla. La dejadez repetirá sin reflexión lo que le susurren en el último momento, el orgullo dará codazos por seguir en el centro, mientras recita con el ombligo. Y mientras, la violencia, afilando los dientes, pintándose las garras, permanecerá entre bastidores, pues hará los coros de más de uno, llenando sus frecuentes vacíos. Saldrá colgada del brazo de cualquiera. ¿Y la estupidez? ¡Eh, que te toca! Ponte los zapatos ¡Los tuyos! Y venga, que sales a decir tu frase ¡La tuya! Y no te vayas lejos, que tienes mimos con la miseria, coreografías con la ignorancia y haces los coros a la cobardía.
Y así, en ese tonto debatirse, pocas luces encuentro para encender ánimos o sembrar esperanzas. La obra viene huérfana de giros brillantes y arranques de la inteligencia. No hay papel para la honestidad, ni vestuario para la alegría. La sencillez es sustituta en el coro, y a la firmeza le han hecho el vacío. La paciencia siempre está en camino, y la lucidez salió a la calle, pero se enamoró de la utopía, así que, prácticamente, las podemos esperar sentados.
Con este cuadro, y mirándome al espejo, viendo cómo mis sonrisas de ahora, mis preocupaciones de esta mañana se ven en mi cara, predichas por las alegrías y desazones de antes, viendo todo eso, ¿cómo se puede esperar de mí un gesto de clemencia cuando llegue la hora de la contabilidad? ¿Me va a llegar el Amor con el declinar del resuello? ¿Va a acabar venciendo lo justo, como en una película de la sesión matinal? Lo dudo. Me miro hoy, y siento que cuando llegue la hora de recoger, voy a acabar cansado de inventar mi alegría. Sé que no hay nada que celebrar cuando tu empeño languidece: seguramente voy a ser un viejo inaguantable.
Leí en un cómic que, en realidad, la felicidad no es lo más deseable. Que conseguirla nos dejaría sin margen de mejora. Iba a formarme una opinión al respecto, cuando me llega el olor desde la cocina: la cafetera ya está haciendo currr, currr, currr. Mientras arranco hacia allá para apagar el fuego, con el rabillo del ojo me despido del espejo mientras le digo:
-Enciendo el ordenador y me tomo el café sentado. Me hago una batalla rápida antes de empezar a trabajar en mi lienzo blanco. Todavía tengo tiempo.
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