Sé que no debería pasar a limpio las cosas que siento. Es abrirle la puerta a los temores que dan cuerpo a las cosas que no pasan.
Si será por buscar refugio al hastío, el tuyo o el mío, no lo sé. Ni sé si será por un juego improvisado o por una desesperanza que sin saber compartimos. O sólo es una fiebre. O un capricho momentáneo. Nada sé. Pero algo se me ha revolucionado en el pecho cuando he encontrado que, de hito en hito en la distancia, saltando de libro en libro, nos hemos encontrado y hemos sostenido las miradas. Te pasabas la mano por el pelo, ordenabas los deseos que tuvieras, admitías los pequeños caprichos que quizá te asaltaban, y mientras, se te veía tan bonita, vigilando tus apuestas... Mis ojos te llamaban. Estamos aquí. Aquí. Y yo estaba detrás de ellos, por si les hacías caso. Y qué anchos y alejados los extremos de la sala de lectura, cuando mis ojos vieron que los tuyos contestaban. Se nos miraban, conversando y sonriendo a su manera, en voz baja, como tramándonos planes infalibles a nuestras espaldas.
Esa visita en la distancia no ha querido, sin embargo, encontrarnos papel de continuidad cuando llegó la hora de que abandonaras, recogiendo, tu mesa. La incertidumbre me dio un brinco, y que sepas que tu gesto no ensayado es culpable de que una cierta ansiedad me sacara los pies del plato. Te acabaste yendo, y ahora no sé lo que me digo, porque lo vi como desde dentro de un puño cerrado. Mis papeles estaban ocupados y no supieron llamarte ni esconderme cuando, recogidos tus apuntes, colgando en tu hombro tu chaquetilla, venías hacia mí. Hacia mí o sólo en mi dirección, en el peor de los casos. No es la dirección adecuada para salir, pensé, y se paró a mi alrededor el normal desarrollo de la biología, la física y el derecho constitucional de 4º. Sigo sin saber medir las cosas importantes, chiquilla. A unos tres metros de mi mesa, esquivando y citando las miradas, alguna razón desconocida paró en seco tu hermosura, diciéndote al oído que no era el objeto, el momento o el lugar o yo que sé. Te quedaste inmóvil frente a mí unos instantes, como absorta despertando frente a un espejo, preguntándote dónde ir. Fueron décimas de segundo. Y el bolígrafo me oscilaba, a milímetros del papel, dudando entre la ilusión de lo certero y la condena al desvarío. Y el papel blanco también te esperaba. La mano de apoyo, congelada, mantenía un dedo estirado, señalando algo que por el momento había perdido su importancia. Se te veia preciosa, se te intuía fragante. Y supongo que complicada. Y yo me decía que vuelva el calor de los huesos, que acuda el latir del deseo, la sangre, que se reconstruyan los vientos y me dejen limpio de cenizas para cuando sus ojos vuelvan a mirarme.
Pero tu cara, tu trenza y tu mochila acabaron poniéndose de acuerdo para darme la espalda. Y siguieron a tus pies, que no me habían encontrado curiosidad ni estima, al parecer. Y allá que te fuiste con ellos, hermosa, adonde quiera que te reclamaran tus razones, tus azares, tus temores o tus audacias. En compañía de tus decisiones o imprevistos te alejaste. Diste la curva de la sección Manga, y supe mantener vivas mis ansias, como mínimo, hasta que desapareciste.
Luego lamenté mi nulo desparpajo. Maldije la escasa fantasía de la vida ordinaria, que no encuentra manera de dejarnos en el sentido los besos que tenemos y no nos damos, y tampoco nos concede manos invisibles en los ojos, para que tú y yo, tan sólo mirándonos, hubiésemos podido montar chiringuitos de caricias y montañas rusas de abrazos.
JAG.
Lesseps 26_9_2012
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