Y eso a pesar de que sé que durante toda la vida
han ido muriendo cosas en mi. Partes insustituibles y hermosas,
tesoros que me hacían caminar pleno de orgullo por la vida y que
perdí para siempre, ademanes puros, gestos que hicieron de mi un ser
bello y fuerte y que empezaron a languidecer, a ennegrecer hasta
convertirse en una costra, en un estorbo. Murieron mis intenciones,
las que me convertían en un animal beneficioso para el mundo. Murió
mi limpieza, murió cuanto había de verdad en mi. Murió mi
apreciación de lo bello, de lo justo, de lo útil. Murió la
conciencia plena de todo lo que iba muriendo en mi, murió mi pena
por esas muertes, mi sentimiento de pérdida irreparable. Murió mi
deseo de abandonar los duelos.
Todo
eso y más ha muerto en mi. Y sin embargo, aún me siento solo, miro
a los niños pequeños por la ventana y siento ese mismo miedo
ancestral a mi muerte última, esa muerte que destroza alguna vez el
sueño a todo el mundo.
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