Un paso hacia lo que merezca de una vez.
Soy un perdedor.
Soy el mal, domesticado.
Mañana, una lluvia de fuego caerá sin piedad sobre nuestro palacio. Dime que no habrá nada que nos oscurezca. Dime que nada va a hacer que nos sintamos derrotados sin remedio. Que nadie va a pensar, viéndonos en el suelo, que caímos temblorosos como pequeños animales aterrados que se ocultan al amparo de unas hierbecillas. Dime que algo parecido al amar temblaba agonizante en nuestros ojos, antes de que, escapándosenos una lágrima, diésemos todo por concluido. Dime que finalmente resistimos. Que nos mantuvimos hermosos y erguidos. Que la noche nos encontró limpios en nuestros nombres. Frescos en nuestros lechos, valientes nuestros corazones, todavía.
La sangre palpita, silenciosa y expectante, en mi cuello.
Un paso más hacia lo que me corresponde, te digo. Hacia el lugar y el momento en el que tantas y tantos desesperaron. Siempre más allá, con ímpetu desordenado. Siempre un poco de color imaginado para ese encuentro maravilloso en el que insisten los augures. Aunque ya todo esto me está pareciendo como muy viejo. Vaya pobre zopenco me he encargado de ir criando por dentro de mi piel de siempre, me digo. Al principio pensaba que había perdido la prisa, el empuje natural de la sangre por seguir vivo. Después parece que me rendí del todo al haberme mantenido ilusionado tanto tiempo, tanta promesa, tanta expectativa, tanta cosa que en realidad me inventaba. Ella quería saber de mí, y forzaba patéticas excusas, que me llenaban de ternura, para que fuera a darle un zapatazo a alguna de las paredes blancas de su casa. Nos tomamos en la calle un té cualquiera, y una especie de esperanza nos miraba con los ojos brillantitos, meneándonos el rabo. Todo era nuevo y prometedor y excitante como un caballo azul eléctrico que va evaporando las gotas de rocío de la hierba, mientras va haciendo una raya indeleble en el verdor de la pradera. Todo era nuevo y prometedor, y mientras hablábamos de cosas de paso, apoyados en la mesa del bar, no dejaba de tocarse distraídamente las tetas.
Y siempre, pobre maldito zopenco, me digo, ¿eres tú? No puedo estar seguro.
Tu brazo se abre un poco y deja la mano inerte, asomada al borde de la mesa. Como saliendo unos segundos a tomar el aire. Es sólo un momento. Tan sólo el tiempo justo para que yo esboce nuevamente cimientos de palacios en miradas despreocupadas, inmortales himnos del suspiro entrecortado. No me sonreías a mí. O sí.
Me sonreías porque forma parte de tu trabajo o de tu manera de ser. O en cualquier caso, me sonreías porque también sonreirías si no hubiera sido yo. O no. Sonreíste no tanto por mí, como porque de repente aparecí y te inspiré de pronto eso. Y quizá eso marcó el amplio intervalo en el que incluímos que con eso estamos peligrosamente cerca del punto en el que la gente normal se pone a fundar una familia funcional, una empresa próspera, una sociedad esperanzadora, un edificio imponente y amplio para llenarlo de gritos de gozo, en el que también caben los sentimientos elevados, los profundos, los innombrables; y quizá también el extremo opuesto en ese intervalo, el que nos asegura que en realidad no hay razón que se sostenga para que nadie, ni tú, ni yo, le echemos cuenta a esto. Quizá me sonreías a mí, en cualquiera de los casos, y realmente tú no eras tú, y ni tú ni yo lo sabíamos en ese momento. Quizá estabas viviendo un momento de rapto. De todos modos, cómo me insististe en aquellos tiempos. Cómo me sonsacaste. Cómo me fuiste preguntando hasta que todo en mi boca por dentro fue sabor de tu sangre. Cómo indagaste hasta verte escrita en algún capítulo de mi libro del deseo. Aunque con eso acabó tu ansia, a mí ya se me quedó dicho por dentro lo que fuera que mi parte de dentro pudiera decir de ti. Y ahí dejaste el higo aplastado en la silla, viendo cómo me descomponía. Respeté tu silencio cobarde y me tuve que inventar este ardor educado. Construí delante tuya una normalidad, aunque te sintiera viva en todo lo que respiraba, en lo que hacía de la mañana a la noche. Construí una nueva amabilidad teniendo tan presente tu sexo caliente, mordiéndose los labios en la oscuridad de su habitáculo de aglomerado. No me sonreías a mí. O sí.
Quizá sonreías por flaqueza. Por debilidad. Por algo ilógico y fugaz que te recordó alguna nostalgia de la carne, a algún burdo dolor taimado que se te emperraba escondido hasta ese momento. Y quizá entonces, pues eso. Sonreír para sobrevivir. Para hacer algo. Para descartar la posibilidad de morir de frialdad, y luego tener que recomponer cada mañana la tersura viva de la cara, animados los gestos, penosamente, hasta que llegue la mueca definitiva. Quizá esa sonrisa era también un rendirte al absurdo. Quizá de pronto una maravilla íntima en forma de explosión controlada de lucidez. Quizá de pronto no hacer nada porque sabes de pronto que en realidad no hay nada que hacer con esta vida imbécil. Quizá por eso sabes que cualquier día es estupendo para ser feliz. Porque también sabes que cualquier día es estupendo para saber que no hay nada que vaya a venir a salvarnos cuando todo se derrumba del todo. Y venga, sonreír. Qué daño puedo hacer o sentir tan simplemente sonriendo. Qué puedo ganar o perder. Habrá algo tan sencillo y profundo y comprometido y liviano y mendaz despreocupado como sonreír. Qué puede ser mejor o peor. Quizá también todo a la vez súbitamente, quizá eres débil o lista como un hilo de agua que encuentra sin pensar la pendiente, y se te improvisa en la cara una llamada inconsciente de oferta que parece un anuncio de socorro en la luz de la tarde que va perdiendo ardor. Quizá una flor destartalada color atemperado, que huele a amanecer temperatura de sudor, y pensar sin querer, él sabe que esto es así, y que yo soy posible. Y entonces una sonrisa un poco titubeante, confundida, mitad oye que estoy aquí, mitad por fin has llegado. Quizá el confundido soy yo, y he recibido tu sonrisa como la mano de quien acaricia mirando por la ventana.
Sonreír. Qué daño puedo hacer o sentir tan simplemente sonriendo, Qué puedo ganar o perder. Habrá algo tan complicado y superficial y pesado y veraz desentendido como sonreír. Qué puede ser mejor o peor. Quizá una última llamada de auxilio. Tan frágil. Tan amorosa y patética.
Y en este desmayo irresoluto, en este pobre color imaginado, ¿quién eras tú y quién era yo, en todos los casos, cuando aquel día tu sonrisa atravesó los cielos y vino a posarse en mi, como un pequeño estilete que al poco de clavarse tenuemente en la cáscara dura y tensa, desgaja en un crujido repentino y profundo la sandía, que se abre como una estrella de carne escondida en la piedra?
Y a pesar de todo lo que diga, ¿quiénes somos tú y yo, sin esa sonrisa tuya, que flota con un desalentado brillo puntual, entre nosotros?
Jag.
20_6_19
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