9 de octubre de 2011

SIETENRAMA, TORMENTILLA

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Creo que a Sietenrama no le había parecido bien la respuesta que di a Tormentilla aquella mañana de Agosto. Digo “bien” por resumir y tirar por el camino de en medio. A él le gusta contestarlo todo, polemizar donde casi nadie encontraría polémica, preguntar aunque no haya cuestión e incluso responder sin pregunta. Con él tengo por seguro que no habrá lugar para silencios embarazosos. Se te hace buena su predisposición a la búsqueda del Saber, cuando lo tratas un tiempo, le pillas la vuelta y estás de buen espíritu. Pienso que, seguramente Sietenrama echaba de menos una respuesta más concreta, menos sesgada que aquel “gracias” con el que respondí a Tormentilla. Aunque seguramente también hubiera puesto objeción de haber respondido cantando, en lenguaje mímico o con alejandrinos. Sietenrama es así.

Cuando digo “aquella mañana de Agosto” me refiero a las doce y media pasadas: la hora en que yo llevo más de dos horas trabajando y empieza a despertarse la actividad de la Kasa. Laxitud que rebulle. A esa hora, usualmente Sietenrama, como decía Calvino, es un todavía que se echa conmigo una conversacioncita mientras encuentra inspiración para un popó antes de irse a la piltra. Hablamos de fútbol y mujeres, de Filosofía en general. A esa misma hora, y siguiendo a Calvino, Tormentilla es un ya, que empieza a bullir en su incomprensible y ajetreado no-plan: va al váter, saluda, buen día, qué hase, sube, baja, resopla, se para y pregunta algo, o se lanza a explicar cuestiones que nadie sabe de dónde vienen y que casi siempre escapan a mi entendimiento. Ese es su despertar. Y aquella mañana-casi-mediodía de Agosto, los tengo a los dos en las sillas del estudio, que tengo una para mí y dos para visitantes, hablando de mujeres, el único tema inteligible en boca de Tormentilla, un tío que si le preguntas por el color de los ojos de cualquier chica, los va a recordar de color carne. Y se agobiaría con nuestra verborrea o se aburriría o sería hambre de verdad, que se levanta y nos pregunta.

-¿Un té, un café? Voy arriba.

Y Sietenrama se pone a soltarle una retorcida filigrana dialéctica porteña, arguyendo movidas relacionadas con el horario, el buen equilibrio estomacal y mil y un otros rebusques que nadie le había pedido, y que a fin de cuentas querían decir que no quería (que no estaba queriendo) nada, mientras Tormentilla iba poniendo en silencio cara como de pero-quién-me-mandaba-preguntarle-a-este-pelotudo. Yo, por mi parte, y sin descuidar la fidelidad que debo a mi tarea, le respondí con un escueto y sonriente “gracias” con un sentido netamente afirmativo. Al menos, así lo pareció entender Tormentilla, que ya se iba escaleras arriba. Pero al otro, eléctrico y automático como el instinto de supervivencia, le faltó tiempo para bombardearme con qué le estaba respondiendo al chaval con eso. Que qué quería decir con gracias me dijo.

Y no quiero que nadie huela en mí tintes de resabio ni de malos modos, pero aunque soy amante de la armonía, campeón de la concordia, no he de negar que a veces el ánimo me flaquea, y a la boca me sube como un regusto de sangre que me tensa los nervios en sentido positivo y me enardezco, y un estremecimiento me abre los ojos de los músculos ante la irrenunciable certeza de la confrontación. Y los huesos parece que se me aferran con encono a un orgullo que mantuvo en pie a mis antepasados. Y ese amargor se me concentra en la boca y aprieto los puños de lo que soy y de lo que quiero ser, y todo mi mundo se reduce al contrincante, y el alma se me endurece como el cemento y todo mi pensamiento es: si quieres, vamos, soldado, pues rojo será el día.

¿A qué tanto seguir preguntando, Sietenrama, si nebulosamente sabes que podría enterrarte en cinismo? ¿Qué sentido recóndito hallaste en el cubil del oso hibernado? ¿Qué fatales respuestas, di, perduran hoy escritas en tus heridas?

Pues como los ríos y los mares, que rompen las orillas sin advertencia, a su constante y épica pregunta incondicional, con malévola burla le improvisé cuatro cargas de caballería, que sin descanso quebrantó sus líneas y llevó el dolor y la furia hasta los corazones de sus últimos soldados, que empapaban con lágrimas de niño las faldas de sus mujeres.

Y las cuatro respuestas, en estilo directo, son las que siguen:

-Pues diciendo simplemente “gracias”, no sólo estoy considerando a quien me pregunta, mostrándole, cortés, que le he oído, no. Al mismo tiempo y con esa sola palabra, le respondo su deferencia con el sincero deseo de un bien divino: Gracias.

-No le abrumo, querido Sietenrama, por otra parte, con un discurso acerca de mis gustos perdurables o mis apetencias del momento presente, pues ambos sabemos qué frágiles ambos son ¿Y por qué elegir al pie de la escalera lo que puede haber cambiado al final de ella? Máxime si ya se ha colmado mi contento sólo con el ofrecimiento, además de que todas las opciones que Tormentilla había nombrado ya eran de mi agrado.

-Y observa, oh, pobre corazón de fierro, calavera insensible, que en tu penosa miopía, donde tú ves no más que una coja respuesta yo he abierto un camino: si no he decidido, es porque dejo en sus manos esa decisión. No ha sido por descuido ni simpleza, sino por confianza de hermano que se entrega a compartir su desayuno. Y tomaré, con seguridad, lo mismo que tomará él, que será, de lo que encuentre en la despensa, lo que halle más a mano, lo que tenga en mejor cantidad, o lo que convenga al caprichoso arbitrio de su ánimo. Y estaré bien pensando que él pensará que, siendo buena su decisión que agradeceré, de alguna manera conocida o por conocer, por esa confianza que en él deposito, Tormentilla se respeta algo más a sí mismo.

-Y es la confianza, al fin, el camino más holgado y limpio entre la gente. Y a su ofrecimiento le respondo ya agradecido cuando aún no tengo nada en mis manos, y confío en su decisión por tomar y en una promesa que infiero y está por cumplir. Y de paso dejo en el aire, por mi parte, la promesa de un renovado agradecimiento cuando en mis manos se halle en su momento la decisión que tome y la promesa que cumpla.

No tengo que ser un hombre violento para afirmar en alta voz que amo el olor del NAPALM en la selva. Justo es el castigo del que ofende, si el correctivo endereza sus actos. Mas, si la ofensa, la burla o el desprecio persisten en el corazón del contrario, su dolor no hallará arrepentimiento en el mío. Es más: me excitará el ardor guerrero la visión de sus campos quebrantados si en la lejanía escucho, débiles, sus obstinados tambores de batalla. Pobre ignorante, loco imprudente que no pone rienda al orgullo. Haciendo por mantener mi diestra aferrada al hierro que castiga, y mi siniestra al fuego que regenera, ¿qué mano habré de ocupar en levantar morada para la clemencia?

Como el niño que eterniza su “por qué” mientras sus luces le dan para encontrar otro juego, Sietenrama, sin desmayo, siguió encontrando motivos para la sorna después de mis cuatro razones. Pero no reemprenderé hogueras que ya considero agotadas. No he de martirizar a quien me presta atención con toda esa tinta aburrida.

Como justo epílogo, Tormentilla me trae un tazón caliente de café con leche al punto de azúcar. Y basta.

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