Cuando por fin se confirmaron las negras expectativas del gobierno, y a los ciudadanos sólo les quedaba esperar a la inmensa nube radiactiva que daría tres vueltas al planeta, para después asentarse y enterrar a toda esperanza de vida, a Felipe se le complicaron de forma irremediable las cosas. Había visto demasiadas películas de niño, había aprendido que muchas veces los finales son felices, y que incluso cuando son trágicos para los protagonistas, son bonitos de ver. Las muertes de las películas elevaban el espíritu de Felipe. Él se imaginaba la muerte en una cama, de vejez, con la conciencia en paz, rodeado de los suyos, cogiendo la mano de la mujer de su vida, y con el sol de mediodía iluminándole el tránsito hacia lo desconocido.
El momento fatídico en que los habitantes de su ciudad vieron acercarse desde el horizonte aquella sombra siniestra que iba arrasándolo todo, pilló a Felipe en el trabajo y con los estudios a medias, sólo tenía cerca de él a un repartidor de recambios del automóvil (grasiento, barbudo y sollozando), una mujer con cara de jabalí que no hacía más que gritar y un buzón de correos con pintadas, carteles arrancados y meadas de perro.
Felipe vio con claridad meridiana que no iba a tener una muerte heroica. Incluso podría considerarse ridícula su muerte y la de todos los demás, pues nadie sabía nada sobre lo que de manera inminente venía a segarles la vida. Nadie sabía quién había desatado aquella mierda ni por qué. Felipe supo también que tenía que despedirse de este mundo, que tenía que hacerlo YA, que no le dejaban que acabara de arreglar sus cosas. No podía elegir.
Se agarró sin mirar y por lo menos se sintió menos solo ante aquel cuadro que se les presentaba.
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