A diestro y siniestro, a punta pala, sin ton ni son, a ponerse como la moñoños, ¡hala! Ahí, a reventar, a morí por Dios. Todos me dan explicaciones. Los amigos, los que antes eran amigos, los que aparecen como amigos pero yo sé que no lo son, y además también sé que ellos no saben que yo sé que no son buenos amigos, aunque lo parezcan, aunque sean amigos de otros amigos míos verdaderos, aunque sean amigos hipócritas –como conmigo- de otros amigos míos, que no saben lo que yo sé sobre este amigo; aunque sean amigos hipócritas o verdaderos de otros amigos que son hipócritas conmigo, los enemigos en todas sus variedades, las ex-novias, las que no lo fueron pero hubieran querido –pues yo no quería- y las que no lo fueron pero yo hubiera querido, pues ellas no querían; también las que quisieran ser pero yo no quiero o no puedo y las que yo querría que fueran pero ellas no quieren o no pueden. Los desconocidos también me las dan, aunque sea por cosas estúpidas que suelen pasar todos los días. Los que conozco de vista, chicos, chicas, hombres y mujeres de cualquier edad y por cualquier razón me dan explicaciones. Algunos las dan excusándose, otros las dan de mala hostia conmigo, otros las dan como contándome una gracia y otros me las dan como muy normal, que las cosas son así con esa naturalidad. Todo el mundo me da explicaciones y lo único gracioso de todo esto es que no las pido. No abro la boca.
¿Tendré yo cara de pedir explicaciones? ¿Tendré cara de recibir explicaciones por derecho, y ay de aquel que no me las dé?
Mierda, me tiene que venir esto ahora que estoy aprendiendo a planchar las camisas. Una desgracia. He perdido para siempre la seguridad que yo tenía antes, Dios mío, en lo de elegir entre el bigote y la perilla o la barba.
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