Voy andando hacia la biblioteca por la Ronda Sant Antoni. Me he despertado mil veces esta noche. Te tengo dando vueltas por dentro del cuerpo y otra vez me he levantado temprano, solo, extrañamente repleto de cosas tuyas. Me he encontrado un humor raro: cada vez sé menos si me las querías dar. Estoy excitado de insomnio, espoleado de incertidumbre y renuncio a asignarle epítetos ventajistas, vagamente esperanzados a lo que, con implicación fluctuante, manejamos.
Amenaza lluvia, y me siento culpable por haber deseado que salieras un rato de mi cabeza. No sé, por probar. De todos modos, estoy bien. Más guapo que antes, aunque mis andares, que ya eran nerviosos, se han acelerado.
Por la acera, delante mío, va un filipino con su hijita de la mano, de unos tres años. Estoy en un ritmo de adelantarles dentro de unos metros, pero de improviso, nos ha pasado un hombre calentando para la Cursa de la Mercé, supongo. Entre ropa y complementos lleva medio Decalón. La niña, algo jadeante, ha preguntado:
-Papá, ése quién es?
-Va corriendo- contesta, algo distraído.
-¿Corriendo?- le mira, mientras les adelanto por la izquierda.
-Sí, corriendo, ¿ves? Así: hop, hop, hop... ¿Tú quieres correr conmigo?- le dice a la nena, a mi espalda.
Un silencio minúsculo e interminable, y un poco antes de que sus voces se me pierdan del todo, la niña, en su media lengua dice:
-Yo soro quero bailar.
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