6 de agosto de 2014

RAPAZ GRAN FELINO

En unos tiempos que no han dejado de pasar, en esos tiempos en los que desemboqué, llevado por la corriente de las circunstancias o por el amargo devenir de mis ineptitudes, esos tiempos en los que mi escasa convicción me empujaba a adoptar cada dos días el lema de “hoy es el día de gastar cero”, en esos tiempos en que la vida me daba apenas para beberme el día a largos, lentos y resignados tragos sin sabor, en un día de esos tiempos, me sucedió que una fuerza desconocida, no sé si mía o infusa, pero hecha de los sutiles e inefables calambres que mantienen en estado de vigilia tus ganas de sobrevivir, en ese día, digo, esa fuerza me hizo mirar, desde mi sitio en la cola del súper, hacia un raro lugar indefinido en el suelo, a la espalda de la cajera. Allí, movido por la acción de un inexplicado vientecillo a ras de suelo, animado por la mano invisible de un dios travieso, vi el leve movimiento sin desplazamiento de un billete de veinte euros mal doblado.

Instantáneamente, noté cómo el mundo, alrededor de aquel mínimo papelito azul, se me desenfocaba hasta quedar sin definición. Mirada de rapaz o de gran felino, supongo: esos veinte euros eran para mí.

Con una determinación casi olvidada, di cuatro pasos eléctricos, adelantando amablemente a las personas que me precedían en la cola. Fue una escasa distancia la que hube de recorrer, dejando atrás, languideciendo, cuatro o cinco protestas. Antes de dar el primer paso, un instintivo sentido común me había hecho soltar, por suerte, en el expositor de chiclecitos y condones, la malla de papas de guarnición, que contenía tres kilos de oferta. Así, insomne y decidido como un bárbaro iletrado y sediento que traspone irrefrenable la estepa ardiente, con las manos vacías, sobrepasé la silla y la mirada de la cajera perpleja, me agaché y en un suspiro, abracé el billete con todo el amor que cabe en un juego de metatarsianos. Con delicadeza y decisión.

La anécdota no da para obra cumbre. No hice más que cerrar los dedos y los oídos, y antes de que me alcanzase alguna objeción, volví a entrar al súper, sin miradas ni saludos (no fuera a ser que), cogí una cesta con ruedas y asa larga (importante), y recorrí con voracidad los pasillos en los que mis apetencias vivían postergadas. Tomé con presteza y a conciencia, al menos una muestra de cada nivel de la pirámide alimentaria, y volví a la misma cola, en la que la cajera, sin preguntar mucho más, aguantaba la risa, mientras yo le contestaba que sí, que quería dos o tres bolsas.

Aquella tarde, por primera vez en meses, logré dormir la siesta en un día de diario. El cuerpo, que en esos tiempos que no han dejado de pasar, me había cogido la maña de sentirse naturalmente perdido, apartado de los premios sencillos de la carne, encaró la tarde con una rara sensación esperanzada. Cogí el cuaderno que consigna lo que debo y lo que me deben, y con ese aire despreocupado de los que se saben íntimamente conectados y cuidados por El Gran WiFi, con ese andar ligerito de los que pueden vivir sin tener que poner el culo a la pared cada tres pasos, me eché a la calle, a pasear mi guapura entre mujeres bonitas.


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