10 de junio de 2011

UN PROYECTO MULTIAUTOR: EL CURSO DEL DUC.



En 2004 se formó de una manera casi espontánea un grupo de gente que quería aprender a hacer mosaicos.

Formado casi íntegramente por gente con interés pero sin formación artística, los contenidos impartidos incluían conceptos básicos como armonía, contraste y escala cromática, criterios de composición, sketch y boceto, así como el conjunto de técnicas de corte, encaje, pegado y lecheado de las teselas, propio de los mosaicos. El material utilizado (teselas encoladas a láminas de madera) fue casi íntegramente reciclado de la calle.

El grupo era joven, dinámico y cosmopolita. De edades comprendidas entre los veinticortos y los treintailargos, estaba compuesto por trabajadores, viajeros, turistas y estudiantes en año sabático. Procedían de siete países, y sugerí una metodología con un alto componente lúdico. El curso se impartía en el salón de un piso particular en el barrio Gótico de Barcelona, y la distribución de los tempos de las clases se hacía de forma orgánica. El trabajo manual se entrelazaba con brunches y meriendas. Por la noche, cuando ya la clase parecía agotada y el grupo mostraba síntomas de dispersión, hacíamos expediciones de reciclaje entre el Gótico y el Raval, buscando azulejos de colores en los contenedores de reforma, para limpiarlos y romperlos a la mañana. Muy divertido, en suma.

El interés de este segundo proyecto de mosaico está, a mi entender, en que sus límites y condicionamientos, las soluciones que se planteaban para llevarlos a buen fin, sentaron las bases de los mosaicos portátiles.

Para “hacer grupo” (la mayoría de la gente no se conocía entre sí) pensé que sería buena idea plantear un proyecto globalizador, esto es, una obra única hecha por múltiples autores, formando una composición de partes individuales. Se concienciaba al alumno de que trabajaba una parte que el resto de sus compañeros completaba. Al final, se fotografió el conjunto, y cada uno se llevó su aportación como recuerdo. Cada una de estas partes era pequeña, ligera, manejable y fácil de colgar. La idea que vi aprovechable para el futuro era que sumando pequeñas partes manejables se puede componer un trabajo de grandes dimensiones. El poder “disgregar” en partes la pieza final (cada una de estas partes voló a un rincón del mundo) sugiere la idea de facilidad y ligereza en cuanto a montajes y desmontajes, agilidad en el transporte: se pueden hacer, pues, mosaicos para viajeros y espíritus cambiantes.

El carácter lúdico y afectivo que articulaban al grupo y al propio mosaico, condicionó las bases sobre las que se trabajaba, y esto, unido a la temática del trabajo –caminos que se cruzan, formando un circuito sin fin- sugirió la idea de portabilidad, la de una obra única, hecha por un colectivo de autores que la disgregarán en tantas partes como autores, porque cada uno de ellos partirá en una dirección llevándose consigo su aportación. Esta desintegración física toma cierto cuerpo al cierre del curso. Con las señas y teléfonos de cada integrante, se formó una especie de comunidad virtual. Esa era la forma de mantener unido aquel mosaico, mantener cierto espíritu de unidad a través del contacto entre las personas. Ese espíritu de unidad, esa intención de compactar, que funciona como la lechada, que iguala en una pieza (en un mismo lugar y objetivo) los múltiples trozos que se han conseguido en lugares diversos, le ha dado un punto de razón, ha cargado de sentido al por qué hago mosaicos, ha supuesto para mí un verdadero crecimiento personal.

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