15 de julio de 2012

Lo bueno va a acabar contagiándose,

como todo lo que vive oculto a nuestros ojos y luego nos asalta sin que sepamos de donde viene. Y viviremos un tiempo de paz hasta que alguien deje de tenerlo tan claro, y pregone a los cuatro vientos que lo bueno no es tan bueno, que le está haciendo falta una revisión. Y claro, los que vivan acomodados y de acuerdo con esa forma de la bondad protestarán, y todos los que tengan alguna cuenta por saldar con ellos dirán exactamente lo contrario, un numeroso grupo de aburridos se pondrá de parte de unos (porque no tenían nada que hacer), otro numeroso grupo de aburridos (que tampoco tenían nada que hacer) se pondrá de parte de los otros. Todos los becerros iletrados tomarán partido. También los becerros licenciados, doctores y becerros catedráticos. Todos volverán a discutir sobre qué está bien y qué está mal. Unos protestarán más alto de la cuenta y a otros se les escapará una mano. Y todos se inventarán buenas razones para ir a partirle la cara a alguien, y le perseguirán en nombre de la Justicia. Los jefes van a querer seguir siendo jefes, no nos quepa la menor duda, los que nacieron para recibir órdenes no van a tener más iniciativa entonces. Viviremos un tiempo brumoso en el que lo bueno se nos volverá transparente y no lo veremos. Estaremos todo el día preguntándonos que todo esto para qué.

Tanto rezaron.

Tanto rezaron los buenos por las almas de los malos (no importaba que les hubieran infligido todo tipo de daños del cuerpo, no importaba que aquellos indeseables les hubieran provocado catástrofes en el espíritu), tanto rezaron por sus almas, que Dios les envió un fuego purificador que arrasó con los cuerpos y los espíritus de los malos y los buenos.

No te estás enterando de nada.

Algunas veces me pongo a leer un poema cualquiera y no me entero de nada. Primero me quedo callado mirando al cielo o al extraño fulgor en la mirada de una niña que pasa. Pero luego en voz baja me digo ah, bueno, qué bueno algunas veces, no enterarse de nada. Y se me apelotona en los ojos la vida aburrida que todo se lo explica, y si estoy solo hasta me río y me digo aaaaaaaaamigo, y me acuerdo de gente que tiene hijos, construye mansiones en el campo y juega con el azar buscando enterarse de algo. Y me limpia el alma y me renueva la sangre saber que para llegar a las mismas conclusiones simplemente me he sentado en una plaza, en la cocina, a la sombra de un árbol y ya está. No tengo que ser listo ni fuerte, no tengo que pensar lo correcto, no tengo que llegar a ningún sitio el primero, no tengo que ser educado, ni tener amigos influyentes, buena suerte, dinero ni estudios. Qué bueno no tener que saber algo para saber que no te estás enterando de nada.

Cada cosa que haces –por pequeña que sea-,

cada palabra que dices –aunque haya sido dicha despreocupadamente- cada juicio atinado o miope, cada opinión que gritas al viento, cada oración que susurras a las iniciales bordadas de tu ropa de cama, trascienden la dimensión mínima que tú les das. Cada cosa, cada palabra tuya, cada juicio, cada opinión que vives o formulas en tu tiempo, en tu casa, son criterios que alguien adoptará en otro tiempo, en otra casa, para juzgar a la Humanidad, a la vida. 

Esto ocurrirá, ya seas un hombre íntegro, ya seas un monstruo indecente, así tu vida sea un templo a la paz, así enraíces adormilado en un sillón, alguien te está mirando. Y todo eso le sirve para hacerse una idea exacta de lo que es el Hombre. Nada en tu vida es eventual o gratuito. Ten clara conciencia de esto y haz todo lo posible por adoptar unos criterios que no te impidan dormir tranquilo por las noches.




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No me representan.

Salí llorando del vientre de mi madre.
¿Dónde estaba el Gobierno entonces?


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El espíritu de Felipe.

Cuando por fin se confirmaron las negras expectativas del gobierno, y a los ciudadanos sólo les quedaba esperar a la inmensa nube radiactiva que daría tres vueltas al planeta, para después asentarse y enterrar a toda esperanza de vida, a Felipe se le complicaron de forma irremediable las cosas. Había visto demasiadas películas de niño, había aprendido que muchas veces los finales son felices, y que incluso cuando son trágicos para los protagonistas, son bonitos de ver. Las muertes de las películas elevaban el espíritu de Felipe. Él se imaginaba la muerte en una cama, de vejez, con la conciencia en paz, rodeado de los suyos, cogiendo la mano de la mujer de su vida, y con el sol de mediodía iluminándole el tránsito hacia lo desconocido.

El momento fatídico en que los habitantes de su ciudad vieron acercarse desde el horizonte aquella sombra siniestra que iba arrasándolo todo, pilló a Felipe en el trabajo y con los estudios a medias, sólo tenía cerca de él a un repartidor de recambios del automóvil (grasiento, barbudo y sollozando), una mujer con cara de jabalí que no hacía más que gritar y un buzón de correos con pintadas, carteles arrancados y meadas de perro.

Felipe vio con claridad meridiana que no iba a tener una muerte heroica. Incluso podría considerarse ridícula su muerte y la de todos los demás, pues nadie sabía nada sobre lo que de manera inminente venía a segarles la vida. Nadie sabía quién había desatado aquella mierda ni por qué. Felipe supo también que tenía que despedirse de este mundo, que tenía que hacerlo YA, que no le dejaban que acabara de arreglar sus cosas. No podía elegir.
 Se agarró sin mirar y por lo menos se sintió menos solo ante aquel cuadro que se les presentaba.

El pan del mañana.

Todo el mundo recuerda con nostalgia el día que Troncho leyó los mensajes de Facebook, buscó trabajo, no lo encontró, le quitaron las prestaciones, le subieron el IVA y destrozó la ciudad.

Nadie sabe con exactitud qué fue lo que hizo enfadar tanto al bueno de Troncho, pero quedará imborrable la noche que iluminó la ciudad con su M-60. Disparó a todo lo que le vino en gana y sin descanso. Detrás de él, arrimándole munición (y eso no lo entendieron los periodistas que cubrieron la noticia) iban muchos de sus convecinos: iban los mecánicos, las limpiadoras, los escayolistas, albañiles, pintores, fontaneros, electricistas, carpinteros, cristaleros, industriales del hormigón, carpinteros del aluminio, pulimentadores, trabajos verticales, chapistas, instaladores de antenas, jardineros, decoradoras, conductores de excavadora, instaladores de antenas, hosteleros, fabricantes de muebles, vendedores de electrodomésticos, drogueros, farmacéuticos, abogados (por razones obvias), sastres, fotógrafos freelance, coleccionistas de autógrafos, músicos, poetas, cotillas, artistas multimedia, sacerdotes, vendedores de recambios, psicólogos, ferreteros, arquitectos, médicos estomatólogos, oculistas, peluqueros, vigilantes jurados, empleados de telefónica, guionistas de cine y cazatalentos de circo. Todos le siguieron, escondiéndose entre los escombros y las explosiones en la noche. Le ayudaron a destrozar la ciudad porque todos ganaban algo con aquello. Troncho había tenido un terrible arrebato de furia, estaba convirtiendo la ciudad en un inmenso montón de escombros y ellos sabían que esto no iba a quedar así: habría que reconstruirla de las cenizas y ayudar a los afectados a superar su sentimiento de indefensión. La reacción de Troncho iba a dar mucho trabajo a todo el que pudiera sacar provecho de la tragedia. También le siguieron los dueños de los videoclubs, los vendedores de coches y algún concejal de la oposición. Todos se decían que Troncho era el Pan del Mañana, y por eso le ayudaron.

Los agentes de seguros no le podían ni ver, pero los soldadores, los mineros y los canteros los mantuvieron a raya con unas cuantas hostias bien dadas. De la policía no hubo mucho que temer, tenían demasiado presente que Troncho había sido un boinaverde condecorado, capaz de comer cosas que harían vomitar a una cabra. El último de una élite.


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La luz de Santa Elena.

En el velatorio de Eladio, la familia, los amigos y sus compañeros de trabajo coincidían entre sollozos y suspiros en que había sido un buen hombre. Algunos de los compañeros de la obra donde trabajaba comentaron en corrillos (para no causar un dolor innecesario a los familiares del muerto) que mientras caía del andamio empezó a gritar algo que no se le entendió bien porque el fatal golpe cortó definitivamente la primera palabra. Unos creyeron escuchar “Por Dios” y pensaban que el hombre, viendo la muerte tan cerca, debía haber dado un repaso a su vida tan dura, y al ver el final, acabó quejándose a Nuestro Señor por ese final tan duro como la vida que había llevado. Pero no, otros cuchichearon que no, que no era eso lo que dijo, que ellos habían oído “Rosario”, y eso les había congelado el corazón, porque ese es el nombre de su mujer. Era rabioso y enternecedor que Eladio dijese el nombre de su mujer en sus últimos momentos, que a lo mejor se estaba despidiendo de ella. La muerte, que acaba hasta con el amor. Algunos de los últimos que llegaron, entre ellos el encargado de la obra, que siempre le había tenido rabia a Eladio (en la obra la opinión del difunto siempre había sido más fiable que la suya propia, que a fin de cuentas era el encargado), llegaron diciendo que Eladio dijo “Flor”, que todo el mundo sabe que es el nombre de un local de alterne a dos kilómetros escasos del pueblo, donde Eladio estaba recuperando la juventud. Alguien les dijo “Cabrones, que estamos en su velatorio para que vengáis a insultarle” El encargado replicó que en la cena de empresa por Navidad nadie faltó a la escapadita que hicieron al “Flor” para la última copa, que estuvieron todos y eso no les convierte en unos cabrones, que hay que darse algún gusto para compensar lo mala que está la vida. Que no era malo si Eladio se acordaba en sus últimos momentos de algo que le hacía recuperar la juventud, que sí que lo dijo, acordaros, el mes pasado, el día que se repartieron los cheques con la extra. Sí, sí, esto convenció a la mayoría, pero como había habido mucho acaloramiento en la discusión y pocos argumentos, cada uno volvió a acordarse de la palabra que había creído oír. Los de “Por Dios” se retiraron un poco y rezaron en voz baja con un escalofrío en la espalda. Los de “Rosario” se salieron al patio porque se les saltaban las lágrimas cada vez que escuchaban a la viuda, aunque estuviera pidiendo un poquito caldo. Los de “Flor” tomaron un poco de anís y consiguieron acercar unas sillas a donde se encontraba Eladio de cuerpo presente.
En realidad, lo que Eladio estaba empezando a decir fue “¡Copón!”. Una simple exclamación, una coletilla. Y no es que quisiera decir eso, al pobre no le dio tiempo a pensar en lo que decía. Simplemente le salió eso. Cuando vino a darse cuenta de que se caía ya estaba en el suelo. Y no hay que darle más vueltas a por qué dijo lo que dijo. Le salió eso porque no significa nada, es una expresión de sorpresa. No le dio tiempo a arrepentirse de nada, ni a sentir amor, ni a que se le despertase la líbido. Lo dijo porque eso se dice en su entorno cuando alguien se golpea con un martillo o le dan un susto. Lo había dicho porque se lo había oído a su padre, y éste a su padre y al padre de su padre. Eladio era albañil, y al caerse del andamio le salió “¡Copón!” en medio segundo, igual que cuando volcaba un café, resbalaba en la cocina o cuando veía de pronto tres números rojos en el boletín del niño. Y en situaciones parecidas, sus compañeros hubieran dicho algo parecido, y todo lo demás son ganas de homenajear al difunto. Otra cosa sería que se hubiera caído el hijo del dueño , que está todo el año con becas en Harvard, en Estados Unidos y en el extranjero. Ése hubiera dicho “Oops!” mientras se daba el trastazo. Pero Eladio era albañil y no se le ocurrió una frase bonita al morir. Y que descanse en paz.

Cordelia, Pequeño Lemon.

Todos los hombres aman a Cordelia, porque da pasitos cortos y mira las cosas como si estuviese a punto de llorar. Los hombres enloquecen con la palidez de los labios de Cordelia. Sin embargo, no crean que es fácil acostarse con ella. Algunas veces es porque ella no quiere. Entonces, esos hombres no pueden acostarse con Cordelia. Y no es porque ella tenga un gusto exótico o exquisito, no, es que ella a esto de los asuntos amatorios le concede bastante importancia: con sólo detectar en la mirada de un hombre el grosero fulgor de que sólo está pensando en eso, ya está Cordelia mirando para otro lado. Con respecto al resto de los hombres, Cordelia mira con ojos de niña a todos esos hombres que vagan por el mundo regalando su ternura. Cuando se da la ocasión, ella los abraza con el amor más acogedor; si aparece uno de esos ángeles –como los llama ella- no pone reparos en darle todo su amor. Cordelia ama la vida. El problema es que Cordelia está casada con Pequeño Lemon. Y Cordelia ama a Pequeño Lemon. Por extraño que parezca, para los posibles amantes de Cordelia no es éste el principal escollo. El problema está en ellos, quiero decir en esos que quieren regalarle su ternura. Llega la hora de la verdad y muchos de ellos no quieren acostarse con Cordelia, Y es entonces ella la que no puede abrazarlos y amar a la vida en ellos. La cosa está en que cuando uno de esos ángeles –como los llama ella- quiere acostarse con la señora de Pequeño Lemon, Pequeño Lemon tiene que estar delante. Eso echa a muchos para atrás. Pequeño Lemon no es celoso en absoluto, comprende e incluso permite esa necesidad de amar de su mujer. Pero ella no comprende ni permite que él se separe de su lado ni un solo instante, lo tiene atado bien corto, como se dice. A Pequeño Lemon le duele que su mujer desconfíe de él, y ella va con él al trabajo, y en los servicios de los bares le espera en la puerta. Lo que llevará pasado el hombre. Cordelia no se separa de su lado porque piensa que se largaría a las primeras de cambio, se metería en barrios raros y acabaría juntándose con alguna pelandrusca. Cordelia no soporta la idea de perder a Pequeño Lemon. Esto desvela a la pobre mujer, y se lo dice a todos sus amantes en voz baja y a punto de llorar, cuando están abrazados bajo las sábanas, mientras Pequeño Lemon espera fumando un cigarrito a los pies de la cama, echando de menos tomarse una cerveza con los amigos.

Cuando éramos pequeños,

Nos contaron que la cigarra estaba todo el verano cantando y bailando, mientras la hormiga se afanaba en llenar hasta los topes su despensa. Nos contaron que la hormiga, que trabajaba de sol a sol por la comida de la noche, recriminó a la cigarra su conducta tan reprobable, que su actitud superficial e irresponsable, dedicando la vida a inventar canciones e idear cuentos y chanzas varias dañaba el ego del trabajador que lucha cada día por el pan de su familia, que el hecho de que la cigarra no tuviera una familia que mantener no justificaba que dedicara su vida a perder el tiempo, que debería mudar el color de la cara de vergüenza. Incluso puso en duda su honradez y honorabilidad preguntándole cómo se ganaba el sustento, si estaba todo el santo día atormentando a los animales del campo con sus trotes y gañidos. No tendría amigos, seguro. Bueno, creo que la hormiga empleó otras expresiones, pero quería decir lo mismo. Nos contaron que la cigarra no se defendió, que, como si no fuera con ella, simplemente se alejó cantando y bailando.

Nos contaron que llegó un invierno especialmente crudo, que la hormiga se recluyó en su casa repleta y calentita, que la cigarra se helaba de frío, se moría de hambre y llamó a la puerta de la hormiga, que le sobraba de todo. Nos contaron que la hormiga dijo a la cigarra que su comida se la había ganado bajo aquel sol abrasador del verano, como todo el mundo, aprovechando el buen tiempo para trabajar para vivir y ahorrar para los tiempos duros. Nos contaron que le dijo que no había hecho nada para merecer alimento y calor, que siguiese con lo que más le gustaba, cantar y bailar. Con estas palabras. Y le cerró la puerta en las narices. Nos contaron que la cigarra se alejó de allí y simplemente murió.

Cuando éramos pequeños no nos contaron que las hormigas trabajaban con grano robado y con trozos recién arrancados de animales moribundos.

No nos contaron que la cigarra pensaba que aquello era un trabajo despreciable ni que sus canciones hablaban de ello, ni que bailaba para espantar el miedo de que muchos animales vivían de la muerte de otros. 

No nos contaron que la cigarra no sabía hacer muchas más cosas aparte de cantar, bailar o contar cuentos, y que ese era su trabajo. 

No nos contaron que la cigarra no entendía la forma de vida de la hormiga, todo el día sufriendo y llevando cargas pesadas ¿para qué? ¿para recibir por la noche medio granito de arroz? ¿para engordar a una reina que ni siquiera se dejaba ver, todo el día rodeada de zánganos y soldados (que se encargaban de que ninguna hormiga escapase del hormiguero)? 

No nos contaron que había cientos de hormigas que se resistían a trabajar y eran contrarias a la organización de todo aquello. Las hormigas soldado habían dicho a las demás que a cambio de alimento gratuito, ellas mismas se encargarían de proteger a toda la colonia de los peligros que acechaban desde fuera. Todas lo habían visto razonable. Pero esto no era más que una estratagema de la reina para controlar a las voces disidentes y a los estorbos, además de garantizar mano de obra abundante para el traslado de las crías, la construcción de nuevas galerías y proporcionar el alimento de toda la colonia. 

No nos contaron que la cigarra pensaba que un trabajo donde estás rodeado de soldados y compañeros que hacen sólo lo que se les dice, no debe ser demasiado gratificante ni divertido. 

No nos contaron que iba a decirle todo esto a la hormiga, pero en el último momento pensó que no la entendería y se fue algo afectada y cantando una canción que entristeció a algunos animales que la escucharon. 

No nos contaron que la cigarra en invierno llamó a la puerta de la hormiga simplemente por pedirle un favor, que pensó que su casa estaría calentita y podrían darle un poco de comida, pues la suya había sido cubierta por la nieve, y no la encontraba, que la dejase pasar allí la noche y ya por la mañana vería cómo arreglar el desaguisado, que le estaría eternamente agradecida y podría contar con ella. 

No nos contaron que mientras la hormiga decía lo que dijo tenía cara de asco y miraba a la cigarra de arriba abajo antes de dar el portazo. 

No nos contaron que la cigarra murió a las puertas de su propia casa, que después de mucho rato buscándola, había intentado quitar la nieve para poder al menos resguardarse allí. 

No nos contaron que la siguiente primavera fue algo más triste, que los animales del prado echaban de menos los cantos de la cigarra. 

Y no, tampoco nos contaron que la hormiga pensó en un momento de lucidez que la cigarra era una parte importante del buen tiempo, que cuando se está trabajando es bueno que alguien intente sacar una cara alegre a los demás. 

La hormiga dijo a una compañera que no era lo mismo trabajar con la cigarra que sin ella, que hasta la echaba de menos. 

Pero eso no nos lo contaron cuando éramos pequeños.




.Jag.

El auxilio.

Sentado un día al sol, Alvarito, que hasta cierto punto era un tío muy sesudo, se dio cuenta que allí, abandonado en aquel islote de la mar marina, se sentía muy solo. Y es que Alvarito, no por su gusto, y gracias a los avatares del destino y del oleaje, era un náufrago. Llevaba mucho tiempo sentado, meditando por qué tenía que estar allí. Los cielos le pasaron mil veces por encima de la cabeza, la mar se enrabietó y se calmó ella sola, las lluvias le llovieron y los vientos le secaron. Y Alvarito no conseguía explicarse. Aquel día, con el culo en la arena y los ojos en el horizonte pensó que a lo mejor Dios le estaba poniendo a prueba, a lo mejor le hacía pagar por una culpa vieja de la que ya no se acordaba, pero al rato, sesudo como he dicho que era, pensaba que también fue Dios quien dijo que todos tenemos que aprender a perdonar. ¡Leche! El hombre se veía ya más en la otra vida que en esta, y eso le tenía quitado el sueño, al pobre.

Fue una noche oscura tendido boca abajo cuando una pequeñita luz se encendió en su cabeza: decidió que escribiría mensajes que lanzaría en botellas. Seguro que alguien encontraría alguno en una playa lejana, y acudiría en su auxilio. Así que sin descanso, con tanto tiempo libre como tenía, se puso a lanzar botellitas al mar.

Escribió a todo el que cabía en su memoria y en su imaginación, a quien había conocido y a quien le hubiera gustado conocer. A la familia, a los amigos, a los enemigos y a sus respectivas familias. Envió mensajes a todas las partes del mundo conocido y por conocer, a todos los pescadores, los surferos y familias playeras de fin de semana; a todos los puertos, calas, ensenadas y acantilados que logró recordar. Mandó mensajes a Certeza y Verdad: brisa, nativas, congrios, y olas,(1) intuía él. Y a Tombuctú, que no tiene mar.

Escribió incluso a sitios donde viviría peor que en aquella isla de la mar marina, si al fin le salvaran, pero es que Alvarito, un náufrago muy sesudo, había llegado a la conclusión de que lo verdaderamente importante para él no era mejorar su mísera condición de náufrago, sino verse en la alegría de que alguien le escuchaba y removía el mundo para acudir en su auxilio.

Entre carta y carta, se afeitaba y arreglaba sus harapos para recibir con un aspecto decente y saludable a sus salvadores. Pero nadie le contestó. Tantos y tantos mensajes y nadie había hecho nada por él.

Me cuentan que vieron una vez a Alvarito en una playa remota, en un país extraño. Cuentan que llegó allí saltando de botella en botella, pues tantas había lanzado que tapizaban el mar. Dicen que vivía solo, nuevamente náufrago en aquel país superpoblado. Dicen que vivía triste y que no tenía muchas ganas de nada, porque había visto cómo todas sus botellas seguían cerradas, igual que cuando después de haber escrito sus palabras de auxilio, las había cerrado y lanzado a la mar marina.


(1)Extracto del poema “El hígado de la duda”, de Luis Gordillo, en Gordillo, L. SUPERYO CONGELADO, Edita: MACBa. Barcelona, 1999.

Fábula del pío.

Aquel crudo día de invierno pilló a un pajarito en el campo. Las nubes pasaban rápidas y negras, porque había un viento bronco y frío que quería romperlas. El pájaro, que apenas se atrevía a despegar las alas del cuerpo, tan frío estaba el día, caminaba resignado y esquivando los charcos de un prado interminable. Y no sé por qué (yo no le conocía mucho) pero el pajarillo estaba triste y eso.
La cosa empeoró bastante cuando una vaca que por allí pasaba se le hizo caca encima. El pájaro, que para ser un pájaro hacía un buen uso de la razón, pensó dos cosas. La primera fue que qué mala suerte la suya, que con lo grande que era el campo, la vaca tuvo que ir precisamente allí a hacer aquello. La segunda fue que qué agobio, que se ahogaba. La verdad era que la vaca no había hecho mucha caca, que más que nada aquello se le había caído por aburrimiento, pero si pensamos en el tamaño del pobre pajarito (pequeño como un suspiro), entenderemos que para él aquello era poco menos que un planeta.
La cosa es que, viendo que su vida peligraba, concentró sus fuerzas hasta conseguir sacar la cabeza de aquello. Y ya más tranquilo y sintiéndose a salvo pensó otras dos cosas. La primera fue que aquello que le había pasado no era más que una casualidad, que la vaca pasaba por allí y ya está, que no quería para él ningún mal y se había hecho caca sin querer y sin haberlo visto. Y mira, quieras que no, eso, algo consuela. La segunda cosa que pensó fue que, puestos a ser positivos, con la caca a la altura del cuello, no tenía ni pizca de frío. Y eso, en aquel prado interminable con el suelo encharcado y el cielo taponado de nubes de tormenta y vientos rugientes, era un lujo. Esto animó a nuestro pájaro, que de sentirse desgraciado con aquella lamentable coincidencia con la vaca, empezó a verse como el ser más afortunado, por lo menos el más afortunado de aquel prado en aquel crudo día de invierno. Sintió que tenía que proclamar su alegría al resto del universo. Y entonces, de puro regocijo, el pajarito exclamó en voz alta:

-¡Pío!

Pero claro, como siempre, las alegrías no suelen durar demasiado, y menos para un pajarillo que, antes de pasarle nada en aquel crudo día de invierno, sin yo saber por qué (pues no le conocía mucho) estaba triste y eso. Y mucho menos aún si, como ya sabemos, él hace un buen uso de la razón y acaba encontrando la parte negativa que tiene toda situación favorable: ¿qué haría cuando al fin saliera el sol? ¿no se secaría aquello dejándolo aprisionado allí para siempre? Seguramente se ahogaría de calor, con la caca apretándole el cuello. Pero, ¿y si caía un chaparrón de los grandes y los charcos empezaban a crecer hasta convertirse en pequeños lagos que acabaran cubriéndole y ahogándolo? Una muerte horrible. Y si por una casualidad remota ni llovía ni salía el sol ¿hasta cuando podía aguantar así? ¿qué haría cuando tuviese hambre o sed o las dos cosas a la vez? Por no mencionar que aparte del peligro de muerte que corría, podía pasar por allí algún amigo suyo, o peor aún, alguna pajarita y ver aquel espectáculo lamentable: una especie de ensaimada apestosa con la cabeza de un pajarito coronándola, como una guinda de lo más patético. Si lograra salir de esta, seguramente se reirían muchísimo de él, le pondrían motes y nunca tendría novia. ¡Ay, qué agobio tenía el pajarito! El pobre alzó su cabecita hacia el cielo, y de pura angustia, lloró:

-¡Pío!

Y claro, tanto pío y pío atrajeron la atención de un gato que por allí pasaba. Ya sería raro que en un prado tan grande sólo hubiera una vaca y un pajarito ¿no? El gato, que era un gato más bien torpón, al principio no se enteraba. ¿Qué sería aquello que piaba como un pájaro pero olía a caca de vaca? No atinaba con la respuesta. El pajarillo, que aunque hacía un buen uso de la razón, no tenía mucha experiencia de la vida y nunca había visto un gato, creyó que aquel animal había venido a ayudarle. Por eso, respirando hondo, dijo una vez más:

-¡Pío!

El otro, como todo el que no sabe nada, actuó ciegamente y le dio un toquecito suave con una de sus patas. Así que salió una de las alitas del pájaro, que dijo alegremente, “¡salvado!”, o sea:

-¡Pío!

El gato era torpe, pero no tonto y ya sí, ya por fin pilló lo que allí se estaba cociendo. Le dio algunos toquecitos suaves y amorosamente lo llevó hasta un charquito para lavarlo. Y el otro supercontento, el pobre ya iba a darle las gracias a su manera cuando se lo zampó.

Un crudo día de invierno nos pilló a unos amigos y a mí mismo en una cafetería. Les referí la historia de aquel pajarito que andaba triste y cada uno sacó su propia moraleja. Unos dijeron que no sólo los enemigos pueden llegar a cubrirte de mierda. Otros dijeron que no debes confiar ciegamente en el que te saca de la mierda, que no tiene por qué ser tu amigo. La mayoría recordó las veces que el pajarito entonaba su canto, que uno fue de regocijo, otro fue angustiado, otro esperanzador y el último de alegría. Todos pensamos en lo inútil que resulta ser en algunos casos el buen uso de la razón, en las desgracias y las alegrías que pueden acarrear una simple coincidencia; también estuvimos de acuerdo en lo difícil que resulta distinguir lo bueno de lo malo, el amigo del enemigo, agravado todo porque el amigo se torna enemigo según su interés, la dirección del viento o una mala digestión, y también al contrario y sin aviso. Por no decir que una alegría puede traer escondida la mayor de las miserias, y viceversa. Y todo gira así en este mundo loco loco.

En fin, pensando en el pajarito y cuando nos disponíamos a pagar las copas, todos coincidíamos en que si estás de mierda hasta el cuello o por el contrario te sientes el más afortunado, lo mejor que puedes hacer es mantener el pico cerradito.


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Héroes.


Todo héroe necesita a alguien a su lado capaz incluso de morir por él. Cada héroe necesita que alguien muera y esto le mueva a hacer lo imposible por vengarle o por honrar su memoria, una causa justa que le saque del común de los mortales y le convierta en un ser excepcional capaz de morir por algo o por alguien. Todo héroe necesita a su lado a otro que después de haber muerto sólo se le recordará por desencadenar la heroicidad del héroe.

Al lado de un héroe siempre hay otro/s héroe/s.


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Un tío con talento.

A lo largo de mi vida he hecho cosas que me impiden que piense que soy un buen chico. Mi gente se ha ido encargando de ir poniéndome ejemplos de chicos que obviamente no son como yo. Y eso mi gente lo lamenta, al parecer. Los peinados de la juventud, las pieles tersas y suaves. Más tarde los ejemplos de tíos bien afeitados, con la camisa planchada, y cuando la ocasión lo requiere, por dentro de los pantalones, planchados, limpísimos y con el bajo justo cosido a máquina. Ejemplos de lo que yo no era. También me hablaban de gente que se esfuerza con las oposiciones, y de gente que tiene una buena colocación, y familia, y unos niños guapísimos. Y un coche nuevo cada cinco años. Más de lo mismo. Todo el mundo parece saber mejor que yo lo que me hace falta.
Es verdad que no soy perfecto. No he encontrado en la vida a mucha gente que esté de acuerdo conmigo. Muy poca la que estuvo durante un tiempo equis de acuerdo conmigo en todo. Para ser franco, algunas veces, por razones diversas, me he visto como una mala compañía. Y he optado por estar solo. Mi gente ha ido encajando esto de muchas maneras, y unos mejor que otros. Algunos dicen que soy un bicho raro, y no sé si es verdad pero provoco la risa, el respeto, la burla y la admiración. A lo mejor soy un bicho raro.
No estoy contento con cómo soy, a lo mejor nadie lo está, no lo sé. Sólo sé decir en mi defensa que a pesar de haber defraudado a tanta gente, a pesar de seguir viéndome a ratos como una mala compañía, nunca he hecho nada que le molestase o que no le pareciese bien a la Virgen.

Cuando das con la tecla.

Algunas veces, cuando das con la tecla y solucionas un gran problema, cuando descubres el gran secreto, casi nunca es más que un viejo problema mal solucionado, del que no te acuerdas y que ahora vuelve cansado y moribundo a que le prestes atención y lo resuelvas de una vez. Entonces tú haces algo por hacer algo, el problema se da por satisfecho y resuelto empieza a descansar. Luego tú dices eureka, sube tu nivel de autoestima, haces un regalo a alguien y les calientas la cabeza a los amigos en los bares.

Lateralidad.

Hoy, con la mente menos lógica y el cuerpo más torpón de lo normal, me estoy fijando en cómo me quito los calcetines. 

Primero adelanto el pie izquierdo, mano izquierda a la punta, mano derecha al borde, mete el pulgar dentro y arruga la zona del tobillo para salvar el talón, mano izquierda tira de la punta al unísono y la mano derecha se para en el puente del pie y deja salir la arruga de la zona del tobillo que guardaba el pulgar. El calcetín sale liso y suavemente, a la boca del zapato izquierdo. Después cruzo la pierna derecha sobre la rodilla de la pierna izquierda –me encontraba sentado en la cama cuando pensé todo esto, ahora lo estoy escribiendo en presente pero ya es el pasado, porque pensé todo esto teniendo las dos manos ocupadas- mano derecha se apoya en rodilla derecha (?), mano izquierda pinza en el tobillo del calcetín derecho, arruga desde fuera salvando el talón hasta mitad del puente y tirando del resto hasta que también pasa, el conjunto queda hecho un asco al borde del juanete, la mano derecha pinza la punta y tira con energía para arreglar el gurruño de una sacudida en el aire.

Es casi vergonzoso reconocer que sólo con un poco de violencia he conseguido recomponer la faena que ha hecho la mano izquierda  cuando la he dejado sola. Por lo visto confío más en la mano derecha. La izquierda es torpona y a veces hasta grosera en lo que hace. Muchas de las cosas que enseño a los demás las hago con la derecha, pero la izquierda es insustituíble y esencial para ciertas otras cosas que hago para mi. Por ejemplo, para disparar. La mano derecha sostiene la escopeta por la panza, la mano izquierda mete el dedo en el gatillo con suavidad y aprieta las cachas contra el hombro izquierdo, la mejilla izquierda se ablanda en el cuello de la culata, con ternura y con firmeza, el ojo izquierdo se pone mirando al punto de mira. La mano derecha sólo sostiene, el ojo derecho se cierra y se pierde toda la movida. Y la movida está en que el índice izquierdo está donde tenía que estar, y da un toque amoroso y adiós a la lata.

Y mientras la lata volaba y volaba sobre los campos de trigo verde me he despertado pensando en si me quitaré los calcetines todos los días igual.




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Unos y otros me dan explicaciones.

A diestro y siniestro, a punta pala, sin ton ni son, a ponerse como la moñoños, ¡hala! Ahí, a reventar, a morí por Dios. Todos me dan explicaciones. Los amigos, los que antes eran amigos, los que aparecen como amigos pero yo sé que no lo son, y además también sé que ellos no saben que yo sé que no son buenos amigos, aunque lo parezcan, aunque sean amigos de otros amigos míos verdaderos, aunque sean amigos hipócritas –como conmigo- de otros amigos míos, que no saben lo que yo sé sobre este amigo; aunque sean amigos hipócritas o verdaderos de otros amigos que son hipócritas conmigo, los enemigos en todas sus variedades, las ex-novias, las que no lo fueron pero hubieran querido –pues yo no quería- y las que no lo fueron pero yo hubiera querido, pues ellas no querían; también las que quisieran ser pero yo no quiero o no puedo y las que yo querría que fueran pero ellas no quieren o no pueden. Los desconocidos también me las dan, aunque sea por cosas estúpidas que suelen pasar todos los días. Los que conozco de vista, chicos, chicas, hombres y mujeres de cualquier edad y por cualquier razón me dan explicaciones. Algunos las dan excusándose, otros las dan de mala hostia conmigo, otros las dan como contándome una gracia y otros me las dan como muy normal, que las cosas son así con esa naturalidad. Todo el mundo me da explicaciones y lo único gracioso de todo esto es que no las pido. No abro la boca.
¿Tendré yo cara de pedir explicaciones? ¿Tendré cara de recibir explicaciones por derecho, y ay de aquel que no me las dé?
Mierda, me tiene que venir esto ahora que estoy aprendiendo a planchar las camisas. Una desgracia. He perdido para siempre la seguridad que yo tenía antes, Dios mío, en lo de elegir entre el bigote y la perilla o la barba.

Terror verbal


Si yo me hubiera liado a bimbas con todo indeseable que lo merecía, porque el pobre imbécil quería ridiculizarme o competir por algo que era mío, mis maestros hubieran pensado de mi que había acabado torciéndome en la vida. Mis padres también hubieran sufrido con la gente hablando de los problemas que siempre han habido en esa casa. Tampoco he sido nunca un tío con un cuerpo de resolver las cosas a bimbas. Por eso –cuando tienen arreglo- resuelvo las cosas hablando. Nunca me he pegado con nadie. De pequeño me han dado algunas veces, y nunca he hecho nada que no sea cubrirme de los golpes o de los empujones. Una vez le di una pedrada en la cabeza a un niño y cuando vi la sangre supe que nunca sería un samurai. En el cole yo era siempre dos años menor y todos tenían siempre dos años más de hormonas y de músculos que yo. Me vacilaban, sobre todo si había niñas delante. Me humillaban constantemente. Y yo sentía que era un mierda si no me defendía. En el cole los maestros siempre decían que hablando se entiende la gente. Y pensé que por qué no podía decirles lo que pensaba a los becerros que se metían conmigo. Tuve que empezar a hablar, sobre todo antes de que se liara, me convenía. He hecho eso desde chico, pero es ahora cuando estoy siendo consciente de que el truco consiste en hacerle un regate mental al becerro en cuestión. Puedes regatearle para calmarlo, para disuadirle o para hacerte su colega. De todas formas, cuando alguien me toca realmente los cojones, el regate mental es para devolverle el golpe. Ahora creo que estoy algo encabronado con las cosas y tengo algunas veces hasta mala leche. Pero sigo pensando igual con respecto a la sangre y a la violencia física. Cuando me tocan los cojones de verdad el truco consiste en dejarlos en ridículo sin que después me partan la boca. No es fácil, pero hasta ahora he ganado casi siempre. Una vez le dije una cosa a un becerro, que hasta sus amigos –que también venían a calentarme- se partían el culo. Dejé las cosas de forma que para el becerro que me quería guantear pareciera realmente ridículo que me pegara, así que se rió también y acabamos tomándonos un Gin tonic. Sólo él no sabía que el protagonista del chiste era él. Pero bueno, lo importante era que él no hizo correr mi sangre y yo miraba satisfecho las miradas de respeto de sus amigos. Esa es la única fuerza que tengo cuando la adversidad o la puta vida adopta forma de becerro. Mi lengua, mi cabeza, simpatía y perversidad.
Así mis maestros ahora pueden pensar que me enseñaron bien a pensar, mis padres saben que si la gente habla de mí, yo hablaré de ellos. Mantengo en forma mis trucos, que ya me salen de forma natural, al mismo tiempo que estudio el campo de batalla, que no tiene fronteras ni descansos.

LOS PLANES



Siempre que te quieren, lo hacen de una forma que no entraba en tus planes. Y sí, estás amando y te están amando, pero descubres que amar es un puro pelear diario. Y que cada día está más lejos tu amor real de la idea que tenías del amor. Sí, el lío no se queda en lo del amor cortés y el amor profano.
Algunas veces, cuando amas y te aman te sientes desintegrado, ya no sabes la diferencia entre lo que quieres hacer, lo que debes hacer y lo que tienes que hacer... en fin, hay muchas, muchas cosas que no. Y quién no las ha vivido o las está viviendo. Esta fractura, esta descompensación que sientes cuando te quieren de una manera que no cabía en tu cabeza, provoca diversos estragos.
Algunos de los amados piensan que verdaderamente les merece la pena ese pelear diario para querer y ser querido por alguien. A estos amados les caracteriza un inigualable espíritu de lucha, viven en un esforzado empeño que les hace confundir la lucha en el amor, con el amor mismo.
Hay otro grupo de amados que prefieren no ver que no les merece la pena. Simplemente no ven fractura ni descompensación entre lo que tienen y lo que necesitarían. Avanzan hacia delante, hacia la Felicidad (¿) y dan hijos a los demógrafos y a las previsiones del Gobierno.
El tercer gran grupo de amados es el de los que piensan que no les merece la pena. Aquí vuelven a ramificarse las cosas, porque

Hay un grupo de amados a los que no les conviene expresar en voz alta su desacuerdo. Por razones religiosas, sociales y económicas, principalmente. Y por eso callan y siguen dejándose amar –o no- y continúan con el plan adelante hasta acabar contribuyendo con las estadísticas.
El otro grupo de amados es el de los que reconocen la fractura y el desasosiego en su amor (algunos por las buenas y otros por las malas) y se ponen a buscar soluciones. Es clásica la solución que aportaban los poetas románticos del dieciocho o del diecinueve, que cuando la piba de sus sueños se metía a monja o se casaba por poderes con un viejo de las américas, los menos se colgaban de la lámpara de cristalitos del techo. Pero eso los menos, que todo el mundo sabe que la muerte por ahorcamiento se certifica al comprobar la existencia de ciertas inoportunas e indecorosas manchas en la zona púbica de los pantalones. Era ciertamente embarazoso encontrar a un poeta desdeñado y muerto con el cuerpo erguido. Todo erguido, con perdón. La mayor parte de los poetas románticos del dieciocho o del diecinueve optaban por la solución de darse un pistoletazo en la sien y esparcir sus ideas por los brocados, los cortinajes, la cristalería, la plata y la alfombra persa. Y tenían, antes de disparar, la esperanza secreta de que alguna criada soltara una lagrimita mientras limpiaba todo aquello. Este tipo de muerte, obviamente, era el preferido. No quedaba igual de romántico una criada llorando a los pies del señorito, impecablemente vestido y con el arma aún aferrada con la misma determinación, que un juez y unos policías con cara de asco descolgando a un muerto erguido, todo él erguido, con perdón. Y a ver cómo lo cogen para no tener que tocar esos pantalones pegajosos. No hay comparación, el que se colgaba es que lo tenía todo perdido, hasta la dignidad de su muerte. Sí, los poetas románticos del dieciocho o del diecinueve eran muy decididos con respecto a sus amores y a sus soluciones, y con veintipocos ya estaban rabiosamente enamorados del amor o paralelos al horizonte por propia mano.
En la actualidad, con un atrezzo mucho menos exhaustivo aún queda gente que elige esta opción u opciones parecidas. Casi nunca queda tan bonito como cuando lo hacían los poetas románticos del dieciocho o del diecinueve. Ahora tiene todo como un aire putrefacto y miserable, con los policías trasteándolo todo, las sirenas, los destellos de la ambulancia, los flashes, los periodistas, los vecinos, Dios mío, los vecinos, la familia, los amigos, los curiosos, los morbosos, los desvergonzados y los mártires. Ahora no es como entonces, creo que se ha perdido algo de poesía o romanticismo por el camino. Ahora la gente suele alejarse de esos extremismos, somos como más de centro en cuanto a las soluciones.
En la actualidad, la gente que ha sido vencida por la fractura y lo reconoce abiertamente y mantiene una postura activa con respecto a su superación, se dedica a cultivar sus cuerpos y sus espíritus. Por eso proliferan los centros de dietética, de sanación, de yoga, los masajes integrales, los gimnasios y las saunas de carretera, las terapias ocupacionales, las tertulias, los cursos de pintura al óleo, los cursillos de manualidades, los clubs gastronómicos, las cacerías organizadas y las peleas de perros clandestinas. Prolifera todo esto porque falta el amor.
También hay gente que baja a comprar algo con un billete de 500 € y los encuentran tres meses después en una venta de la autopista de La Mancha diciendo que todavía no ha encontrado cambio. Y no tienen cara de echar de menos a nadie. Ya me entiendes.
En fin, conozco a mucha gente cuya pelea actual es salir de un bache de amor. Cada uno tiene su propia solución, y una es más cobarde y otra es más decidida, una resulta más eficaz y otra más desgarradoramente inútil. Creo que es estúpido y muy cansado enumerarlas. Todo son complicaciones cuando hablamos del amar y el ser amado. Y así estamos todos, dando vueltas y más vueltas en la noria. Más de uno se lo ha pensado dos veces antes de sonreír con intensidad a cualquier niña bonita que pasa por la calle.

Cómo conocer a gente interesante.


A algunas personas importantes es mejor encontrárselas de improviso. Me refiero a esa gente que acaba instalándose en tu vida desempeñando el difícil cometido de amante inolvidable o el de persona influyente que amplía tus perspectivas. Mejor de improviso.

Si alguien nos avisara con antelación –por mínima que fuese- de su llegada, de las palabras que podría dirigirnos, del lugar donde tropezaremos y nos excusaremos amablemente y nos intercambiaremos teléfonos –esa persona lo hará lánguidamente, incluso con cierta desgana, como suelen hacerse todos esos gestos cotidianos que dictan las buenas costumbres; nosotros con el corazón desbordado-; si supiésemos de un seguro encuentro con tan esperada –a estas alturas casi idolatrada- persona, es muy posible que estemos toda la tarde ensayando delante del espejo del armario nuestros mejores gestos, nuestras sonrisas irresistibles, los ángulos más apuestos de nuestro cuerpo; después seguramente llamemos, buscando una estadística fiable, a quince de nuestros mejores amigos, preguntándoles por la mejor de entre todas las virtudes. Todo por presentarnos ante el/la desconocido/a como el mejor de los encuentros posibles.

Intentaremos anticipar qué le agradaría de nosotros, mostrando así nuestro ángulo más amable, para que el contacto sea definitivo. Toda la tarde adivinando la comida que le gustará, sus películas preferidas o su artista conceptual favorito. Por no decir del tiempo que emplearemos recorriendo de arriba abajo nuestro vestuario.
Definitivamente, lo mejor es que nadie nos avise de nada, y que ese tipo de personas aparezca en nuestras vidas con una convincente apariencia de persona normal. Y que nuestro trato sea fluido y no condicionado por la posibilidad de satisfacer unas expectativas que diez minutos antes del encuentro estaban como en el aire, sin terreno, sin cuerpo ni sentimiento sobre el que posarse.

Dejemos nuestras expectativas ahí, en el aire. Y no vayamos buscando hombros que las soporten o palabras que las satisfagan.

Todo será menos difícil. Nuestro amor por esa persona importante –que nos espera ahí, tras alguna esquina- será para ésta más llevadero si no la hacemos depositaria de la idea que –a lo largo de los años y las novelas, de los anhelos y los desengaños- nos hemos ido haciendo del amor.

Y algo parecido pasaría con los libros, los amigos e incluso los profesores.

Yendo por la calle al encuentro de esa esquina que al doblarla nos planta de bruces ante una oportunidad, lo más aconsejable es ir con el corazón y la mente en blanco.

Tan en blanco que pasemos cerca de esa persona colosal pensando en el precio de los macarrones o en el curioso olor de las calles en invierno, de forma que no doblemos la esquina y crucemos tranquilamente a la otra acera.

Y que no coincidamos con esa persona influyente que trae la oportunidad pintada en la cara. Que tengan que pasar unos diez años para que nos encontremos; cuando el azar, el hastío, la acumulación o el agotamiento de todas las posibilidades decidan que es el momento oportuno. Momento en el que a lo mejor resulta que la persona influyente eres tú, y que la que hoy está al doblar la esquina, tiene borrada ya la oportunidad de la cara. Y ha estado toda la tarde ensayando sonrisas y comprándose ropa nueva. Y su única esperanza es que cuando dobles la esquina no estés pensando en macarrones o en el curioso olor de las calles en invierno, y sepas ver que te encuentras ante una persona que puede resultarte agradable.


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13 de julio de 2012

Señores gobernantes:

tendrán parte de razón,
pues incluso sus razones merecen mi respeto,
si me ven como un imbécil.

Yo no me siento tan alto como para elevar
insultos
imprecaciones en el congreso.

Pero sí tengo mi mínimo de decencia y compromiso
para aportar mi solución para los problemas de todos nosotros.

Con mi parte de lúcida imbecilidad he de decirles
que toda solución empieza escribiéndose en una poesía.

La leerán o le darán la espalda, pero por favor,
señores gobernantes,
no lleven a la gente al extremo
de improvisar desde la rabia y el dolor
otras desesperadas alternativas.


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6 de julio de 2012

UN PEQUEÑO TEXTO PARA LOS LIBROS QUE ME AYUDARON.

Quizá está bien que empiece por decir que yo, entre los de mi generación, me cuento entre los entusiastas que luchan a diario, a brazo partido, contra la decepción. Supongo que esta definición es tan arbitraria como decir que soy uno más del grupo de los calvos con gafas, entre los de mi generación. Y claro, también es verdad. Pero aunque sé que nada de lo que diga va a definirme realmente, aunque sepa que nada va a ayudar a distinguirme del resto (y para qué leche querría distinguirme del resto), también sé que en el gesto de elegir ésta, de entre todas las eventuales arbitrariedades, ya hay implícito algún tipo de mensaje. Para el que lo quiera leer, sí, pero sobre todo para mí mismo. Una guía, un referente de vida: oponer entusiasmo ante la decepción. Con la que está cayendo, veo a muchos de mi generación que reaccionan, que toman otras vías que no voy a entrar a valorar. Pero son otras. Y si pienso, además, que mi actitud no es una reacción ante algo, que no va a funcionar sólo a remolque de lo que pase (y sepa ver) a mi alrededor, si pienso que es una actitud implícita, un valor independiente, pues ya con eso pienso que sí estoy diciendo algo, al que lo quiera leer y a mí mismo, para poner un determinado color a mis intentos, un punto de partida para valorarme. Y sé que el entusiasmo es una furia ciega y arrolladora que está más cercana al ardor que al cuajo de la sangre, sé que ni por edad ni por lógica me corresponde seguir fiel a sus impulsos. Pero por lo que sea, ahí me mantengo, por mor de las herencias, alguna parte puso mi padre, otra que puso mi madre, y otra que puso el nacer y haberme criado en un país en el que las cosas importantes pueden resolverse al aire libre y en los bares. Soy un entusiasta gracias a la gente que amo de mi país. Soy un entusiasta, con más razón, gracias a los hijos de puta de mi país, que nadie sabe dónde los fabrican tan abundantes, tan sanos y pujantes. Sé, en fin, que guiado por el entusiasmo, puedo estar adornando mi vida con hechos infructuosos y equivocados, sé que esa ceguera de impulsos me estará haciendo ver las cosas según mi acomodo o mi necesidad. Me reconozco humano, qué quieres. Pero, digo yo, que si este autoengaño, me sirve de algún modo, en mi pelea diaria contra alguna de las formas de la decepción, por ejemplo, yo digo que adelante, aún con vendas en los ojos, adelante y destrocemos la posibilidad de los malos líquidos circulando por los canales del cuerpo, digo yo que aunque engañado y consentido en mi patético proceder, no voy a ser la peor decepción de entre los de mi generación, si es que con mi simple entusiasmo hago un poder por retardar o incluso desviar y aún detener los malévolos cauces que enfrían el ardor de la fe o apagan el brillo de la alegría.

Sé que suena básica e ingenuamente idealista, pero me quiero separar de quienes buscan el sentido haciendo de LAS COSAS el centro de sus vidas. Suena imbécil y de espaldas a la realidad tangible, e incluso alguno puede destilar un tono autoayuda-soluciones-estúpidas-del-primer-mundo, pero me quiero separar, además, de los que claudican en la búsqueda del sentido de todo esto, y se dedican a EVADIRSE arreglando el mundo en las barras de los bares, atronando con sus quejas vacías y alejadas de la posibilidad de hacer preguntas y construir compromisos para responderlas. Sí, un entusiasta sin explicaciones decentes, y que además no tiene donde caerse muerto, abonado a la melancolía, sí, pero mi alegría, aunque a gotas, es REAL. Y no me siento más perdido que los que se buscan a sí mismos entre un subidón y un bajón.

No quiero engordar con las conquistas de mi orgullo.

Es con mi entusiasmo, a veces tan hueco y destrozado que sólo llevo la  palabra, con ese ansia ardiente por perseguir a degüello el sentir aburrido o el vivir cansado, el acomodo en el dolor pasivo o en el caminar indolente, es con ese ímpetu por preñar la vida con gana y contenido como acopio convicción y fuerzas para construir mis pobres y eventuales certezas. Y a veces me salen sólidas y como con un aire práctico, y otras veces me salen evanescentes, como de escurridiza poesía, pero siempre, desde mi respirar entusiasmado, me sirven para andar con paso útil, y algunas veces, incluso, para ayudar a sentirme querido por mí mismo. Y son asas con las que puedo coger las partes espinosas del mundo, son muletas, zancos con los que atravieso ciénagas, barrizales de miseria y mansedumbre con que se construyen ciertos cimientos de la realidad. Y salgo al otro lado, y ya salgo, más que satisfecho, refrendado, fortalecido por mi avanzar con preguntas que no han de verse respondidas en este mundo, sino que más bien serán contestadas y puestas a prueba, en el ardor de mi avance.

Yo me decía, con ímpetu ignorante, que a lo que no se le responde en el mundo, se le puede inventar un mundo de respuestas. Que es más bien cuestión de ir poniendo, definidos, unos márgenes. Y decir desde aquí hasta aquí pregunto, y entre aquí y allí hallaré respuesta. Y la maquinaria la inventas para que haga lo que tú quieras, y en parte, no hay magia en eso. La magia viene luego. Te viene por sorpresa, cuando ves que otros acuden a tu máquina y encuentran sus respuestas. Eso lo recibí inesperadamente, porque no sabía que eso pudiera siquiera desearse. Juegos tuyos que sirven para los otros... ¿Habría algo más pleno y alimenticio, sólido, sabroso y fundamental que eso? Cada persona tiene en su corazón una semilla para cada una de sus posibilidades, ¿pero cuántas son esas opciones? Infinitas. Las que cada uno quiera preguntar, pues se hallan respuestas, satisfacciones, si aprendes a dibujarles el juego que, fortaleciéndolas, las confronta y contesta.

Y yo me decía, adónde, adónde voy yo, y cómo y con quién, y para qué y para cuándo. Y las preguntas, en el vacío, se perdían sin chocar ni devolver el eco. Pero me hacía esas preguntas, pobre ignorante, sentado ante montones de papel blanco, rayado, cuadriculado, con pautado simple y doble, con diferentes cuerpos, gramajes y proporciones. Encuadernado y desperdigado. Incluso pregunté ante papeles sucios, manchados y resbaladizos. Pero nada importó, porque fui a ellos no sólo con lápices, plumas, marcadores, grafos y pinceles, no iba con sólo eso a su encuentro, iba también con la convicción y el ímpetu de los ignorantes, que no saben, por puros y por ciegos, medir sus fuerzas; iba con el hambre de dibujar mi mundo dentro del mundo de los demás, de ensanchar mis límites dentro de los límites del mundo conocido. Y lo encontré. Lo encontré porque a todo lo que consigues ponerle o ensancharle unos límites ya es una forma. Ya es perceptible en algún modo. Ya existe. Ya es. Y mi mundo era, en esos tiempos de ardor ignorante, sencillo como el chocar alelado de un bolígrafo contra un papel suficientemente blanco. Escribiendo lo encontré.

Ante mis ojos tenía, de pronto, los límites de mi mundo. Pregúntate y juega a responderte, me balbucía a mí mismo. Atrévete, me susurraba. Amplíate los márgenes y avanza de un folio a otro. Llénalos de dudas y mentiras, de dolores, de hallazgos y frustraciones, y cada uno de ellos será un ladrillito que construye tu verdad: cuando se acaba un folio viene otro. Y ve al encuentro de tu mundo, sin dejar el mundo de los otros. No del todo. Porque todo eso, de forma imberbe lo sabía, no servía para otra cosa que no fuera encontrar otra puerta para el mundo de los demás, para encontrar las nuevas posibilidades a que se abría.

Y anhelaba el contacto, el camino hacia los demás, y los imaginaba allá, a lo lejos, en la otra orilla, en sus mundos lejanos y difíciles, fatalmente retirados de mi mundo. Y yo creía que el amor que nos haría contactar estaría en su orilla. Pero no. Yo creía que el amor era el río caudaloso en el que habría de mojarme para alcanzarles. Pero no. Yo creía que el amor era el poner una piedra grande en el agua, y luego volver a por otra, y poner todas las necesarias hasta cruzar. Pero no. Creí, al fin, lleno de ciega frustración, que todo el amor estaba en mi lado. Pero lo escribí y no. Probé a escribirlo todo. Y sin saberlo, me vi cruzando y me vi entendiendo, al lado de los otros, que era allí, en su lado, en las piedras que traje de mi orilla, en el propio río caudaloso, en la propia duda de mi lado incierto, en mis ansias y en la espera, en mi mundo y en el suyo, en la suma de todas las partes y en cada parte, tomada de una en una, en todas esas cosas era donde estaba el amor.

Y sí, en mi respuesta y en mi pregunta, era la escritura un camino hacia el amor. Y del amor partía el juego que me llevaba al propio amor, a la gente, a mi escritura. Y si el juego, al tiempo que se juega, está escribiéndose sus propias reglas y márgenes, si al tiempo que avanza se sabe en construcción, y al tiempo que lo dice lo está oyendo, todo por primera vez, como la voz primera tronando nueva en el silencio, y si todo se estaba formando ante mis ojos, y a pesar de la maravilla, me sentía solo, como todos los que llegan primeros a una cumbre, si me faltaban manos para la alegría, porque aún llevaba desamparo conmigo, como todo el que descubre algo, yo no hacía más que andar preguntando, ¿es que estoy equivocado? ¿es que veo lo que sólo mi torpe corazón quiere ver? Pero de alguna manera oscura sabía que no, que el juego se estaba cumpliendo, y el amor me encontraba su camino, aunque yo siguiera ansioso, buscando un asidero.

Y estaba en los libros, claro ¿dónde si no, iba yo a encontrar la pista de que los textos son el camino hacia la gente? Era ahí, en los textos que me encontraron, desde sus libros. Claro. Me vinieron prestados desde las bibliotecas o desde los amigos, las novias, las amantes o candidatas, fueron encontrados en la calle, en la acera, en un charco. Comprados en librerías, mercadillos de viejo, al peso, por unidad o por lo que me cabía en los brazos. Me vinieron heredados, sustraídos o fotocopiados. Los leí sentado, tendido, boca arriba, boca abajo, en cuclillas, de pie en reposo y de pie andando, mientras cruzaba semáforos, rupturas, incomprensiones, amarguras, desengaños. Los leía en la bañera o cocinando, en el metro, el tren el avión, de copiloto en un coche o cagando. Fueron leídos con avidez, aburrimiento, con desesperación, con desencanto, alegría, parsimonia, asombro y sonrisa de medio lado. Mientras esperaba la salvación o el contenido, la explicación, iba anticipando la respuesta, el alimento y la bebida en mi atrevido silbar alegre hacia el precipicio. Abría senderos floreados hacia la muerte. Ahí, ahí estaban las reglas de mi juego. En los libros que me encontraron.

Y aún así, ahora me veo deslumbrado por cuánto pesa todo esto. Ahora estoy alegre y recién comido, y supongo que es fácil sentir, ufano, que mis textos me acercan a la gente. Sentir que he llenado con amor el camino que, separándonos, nos unía. Ahora es fácil enviar un post, recibir un click, y sentirme completado. Pero para la mayor dulzura de esto, no arrinconaré el recuerdo de aquellos tiempos tan brutales. No he de olvidar los tiempos en los que me comía yo solo la certeza de que al amor le estaban faltando hechos, y yo no sabía cuales. Y el mundo estaba ocupado en sus quehaceres importantes, en sus desvelos incomprensibles y sus tragedias razonables. Y nadie hacía nada, y todo era silencio, y yo sólo encontraba amor en los libros y desamor en la gente.

Y sí, he de reconocer la paradoja de que escribir por amor a la gente, es hijo de mi amor por los libros y nieto de mi desamor por la gente.

Cambié personas por libros cuando no sabía que sólo quería encontrarlas. Las cambias cuando preguntas y vives con aquellas, y no saben explicarse, las cambias cuando no lo intentan, cuando no saben explicarte ni les importa. Las cambias, cuando ves que las personas no hacen más que evadirse y juguetear estúpidamente con las preguntas que urge responder. Cambias personas por libros cuando aquellas dan la espalda, con los ojos abiertos, al alma de las cosas que buscaban completarse en su compañía, cuando ves que por ignorancia o dejadez o insensibilidad, las decepcionan, las traicionan sin querer y las abandonan sin saber que necesitaban sus manos. Cambias personas por libros, porque estos nunca faltan ni ofenden sin una razón elevada, trascendente o constructiva, pues incluso su dejadez o ignorancia son una forma consciente de dejar un mensaje útil, una huella en el mundo. Cambias personas por libros porque estos aceptan sin reservas que en diferentes corazones se verán despreciados o gloriosos, magnificados o vilipendiados, y lo aceptarán sin resistencia ni ruido. Cambias personas por libros cuando encuentras en estos una mejor disposición para aceptar quién eres tú, qué quieres y qué espacio necesitas.

Igual que los niños, por amor, lloran y hacen llorar a sus padres, y corren a encontrar mutuo consuelo y comprensión en los abuelos, mi amor por todos esos libros, me llevó a remontar, escribiendo, hacia la gente en la que sólo sabía ver desamor. Y fueron esos mismos libros, los padres de mis textos, los que en justicia, me ayudaron a deshacer todos los cambios que hice en el párrafo de antes.

Este texto, ya ves, es para ti, que lo estás leyendo, aunque no lo estuvieses esperando. También es para mí, pues aún lo estoy trabajando. Entenderás, pues, que este texto quiera ser una carta de amor. De amor por esa familia que formamos con los libros que me ayudaron a encontrarte.


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