21 de febrero de 2012

Hambre es,

poner toda la fe en la aguja del pajar.

Es aceptar y exteriorizar la dificultad de edificarme a mí mismo.

Es dar cuanto tengo a los demás, con la certeza de que, entre todos, encontraremos nuevos materiales de construcción para compartir y que cada uno pueda construir lo que le falta.

Voy sabiendo, poco a poco, qué es Hambre, pero sé desde siempre que no quiero adeptos ni lectores que se centren en lo que ellos consideren mis méritos. Estaría profundamente agradecido por ello, no se me entienda mal, pero pienso que las posibilidades de Hambre y mis ansias no se quedan en el mero hacer y mostrar, con satisfacción, lo hecho. Sin perder la alegría del que lleva a término un trabajo suyo, mi ilusión, mi motivación tiende a encontrar compañía, y mis trabajos, en ese sentido, tienen  también el papel de interruptor, de chispa de ignición de encuentros. Con mi trabajo sólo busco PERSONAS con las que compartir la comprensión del hecho de que mejorar nuestras vidas está en nuestras manos. Busco personas que entiendan que no es posible -en este contexto- el avance si no construimos, en la medida de lo posible, una percepción compartida y un impulso plural. El blog es un punto de encuentro.

Hambre, por mi parte, es decir en voz alta que, por encima y por dentro de toda expresión literaria y visual, todos podemos tener una aportación personal para construir ese impulso plural que ayuda a mejorar nuestras vidas. El blog es donde, a modo de inicio, pongo a vuestra disposición mi parte.


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EL CAMPEÓN DE LO MÍO.

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Llevo varios fines de semana de encierro. Quería centrarme en ciertas cosas que, por voluntarias y por alejadas de todo lo que hay que hacer para ganar el sustento, no tienen, desde un punto de vista práctico, ningún plazo ni apremio. Se hacen muchas cosas por el pan, pero cuando has tomado conciencia de que tu hambre necesita más que eso, tienes que domar una parte de tu voluntad para ponerte, sin que nadie vaya a pedirte cuentas, a buscar ese alimento que necesitas para no verte, como mínimo, malnutrido en un plano espiritual. Leo, escribo y dibujo, básicamente. Y hago proyectos y lucubraciones que nadie espera ni necesita. Pero me pongo en esto con el tiempo y las energías que me quedan, cada día, después de hacer algo por sobrevivir. Sinceramente, muchas veces me resulta fácil encontrar estas fuerzas supletorias: haces muchas gilipolleces por el alquiler y un plato de comida, pero lo que yo llamo SOBREVIVIR se consigue con todo lo demás. Puedo verme con la nevera llena, con buena música en la cartera, pero si no tengo algo bueno, a nivel creativo, entre manos, no soy más que un cerdo errante con el olfato perdido. Mi vida así no tiene provecho. No sabe a nada, ni a mí ni a los que me rodean. Mi estado mejor es embarcado en alguna de mis aventuras espirituales. El arroz blanco tiene un sabor glorioso. La incertidumbre me quita el sueño que me sobra y espolea con un aliento divino cada fibra de mi ser, me hace encontrar milagros que parchean mi precaria independencia y bruñe mi coraza con sonrisa de hierro. Si estoy creando cosas donde antes no las había, ya no necesito mucho más. Sé que acumulo una riqueza inútil para avalar los créditos e hipotecas que mantienen en movimiento la maquinaria de este puto mundo. Me reconozco débil en ese sentido, pero estoy construyendo mi camino con materiales que no son de aquí. Para mí y para los que quieran abrir las bocas de su espíritu, toda mi fragilidad, que es la de un campo de cerezos en flor. No puedes poseerla, pero es alimento gratuito para el mundo.

Esta conciencia de lo que soy y lo que quiero, esta convicción, que de vez en cuando me tengo que repetir como un mantra, como para poner en mí mismo mi estandarte y engrasar las articulaciones de mi corazón, tiene también su reverso. Y no me refiero a esa cara oscura de sonrisa podrida que aparece en mi firmamento cuando la máquina no funciona, cuando el blanco del papel se regocija en el ennegrecimiento de mi ánimo, ni cuando el lápiz sólo despierta para escribir que no soy más que un estúpido brote en medio de la nevada, y que más me valdría echar nuevas cuentas, reconducir la vida y hacer uso, por fin, de alguno de mis títulos académicos y optar por engordar en algún puesto de la Nobleza Laboral que para hacer que mis dudas ni existan, ofrece con cierta regularidad y a varios precios, el Estado. No me refiero a eso. El reverso es la Soledad.

La soledad es un perro de dos cabezas. Una de ellas lame tus heridas y vigila con celo de hierro que no se apague tu luz interior, que está desvalida ante la inmisericorde ventolera que hay fuera de ti. Esa soledad es la que eliges para enfrentarte o disfrutar de ti mismo, la que usas para saber cual es tu propia voz con respecto al mundo, para saber qué quieres y quién eres. Esa soledad elegida es una amiga fiel. Sin ella, acosado por vacías distracciones e inoportunas trivialidades, tu mundo interior está en peligro de muerte.

Fuera de mí hace demasiado frío.

La otra cabeza tiene las fauces abiertas de una bestia oscura. En sus entrañas sólo hay sitio para la furia y el miedo. Tu mundo interior no es un paisaje ordenado. En un recodo del camino que te lleva a la pradera donde crecen las más bellas flores de tu alma, está la locura afilando los cuchillos. Y no está sola, que paseamos por nuestro mundo interior y si queremos ir con los ojos bien abiertos no tardamos en comprobar cuánto pedrusco y barrizal nos destroza el paso, cuánto espino envenena el paisaje. No quieres verlo ¿verdad? Tus más amargas limitaciones, tu conformismo, miseria, simpleza y estupidez, tu egoísmo, tu incapacidad… todo lo que de malo y execrable cabe en corazón humano, todo, todo está en nuestro mundo interior. Y una vez que sabes todo esto, tu corazón es demasiado pequeño para esconderte, aunque también es demasiado grande para explorarlo solo. Y todos tenemos un breve suspiro en que abrimos los ojos del alma y sabemos que fuera de nosotros está lo que nos ayuda a soportar nuestra carga. Y al tiempo de aceptar la ayuda, ayudamos. El corazón de uno se ensancha en la compañía del otro, y si ves tu mismo mal en corazón ajeno es menos mal, y tu bien compartido es más bien. Y el ruido ensordecedor de nuestro mundo interior queda en segundo plano si estamos en compañía. Pero ahí está la segunda cabeza de la soledad, dejando en carne viva nuestra inseguridad y conformándonos en lo que nos falta. Y con esa soledad impuesta todo es lamento y ruido. Torpeza y asfixia.

Dentro de mí me ahogo.

Para hacer cualquier cosa de las que me dan alimento REAL: dibujar, escribir, leer, ver una película, necesito alimentar esa soledad que me aísla del ruido de fuera para conversar con mi sonido interior. Pero le das de comer al perro, y no puedes evitar que coma con las dos cabezas. Este es el lado más amargo de mi opción vital: la soledad que necesito para trabajar en lo que creo y ser quien soy, me cierra puertas para acceder a los demás. Es una triste paradoja que vivas incomunicado porque estás buscando tu manera propia de comunicar. Sólo sumando total inconsciencia a tu buen espíritu puedes reírte con esto.

El reverso de mi condición –puntualizo- no es la soledad. Es el constante ir y venir entre la soledad que necesito y la que tengo que asumir por fuerza. La pelea por quitar, cuando puedo, un trozo de comida de una boca para llevarlo a la otra. Una situación esquizofrénica y contradictoria para paliar la contradicción y eludir la esquizofrenia. Seguimos con las paradojas.

Mis fines de semana de encierro suponen certidumbres que, dependiendo de la óptica que adopte al abordarlas, pueden ir de lo aburrido a lo siniestro, pasando por lo triste, lo banal, lo ilógico y lo dañino. Todo en soledad, por supuesto.

De entrada, la sola idea de estar todo el día dándole al bolo intentando aclararme hacia dónde tengo que ir delante de un papel en blanco es de SEDUCCIÓN CERO. Tengo, ya antes de levantarme –que siempre me despierto temprano, cuando clarea, y no aguanto estar despierto en la cama-, la certidumbre de que tengo un largo día por delante para mí solo. Esta verdad, combinada con la verdad –o el prejuicio- de que tan temprano y con la mente medio dormida, poco jugo voy a sacar, hace que con el primer cafelito del sábado –siete y media ocho de la mañana- dedique la totalidad de las fuerzas de mi entusiasmo creativo a alguna actividad que tonifique mi mente, y que de forma tangencial me ayude a abordar la tarea que tengo como objetivo final, con vistas a ir haciendo un calentamiento lógico y gradual de mis aptitudes cognitivas, perceptivas y motrices: juego en el ordenador.

Me levanto, preparo un café y enciendo el ordenador. O enciendo antes el ordenador, para cargar el juego mientras se hace el café. Aunque también hay días en los que sólo cuando ya estoy saturado del juego, me digo que estaría bien poner un café… Una-verdadera-puta-ruina-tú.

Dependiendo del tipo de juego elegido, puedo estar atentando más o menos contra el aprovechamiento de mi tiempo en aras del desarrollo de mis aptitudes artísticas, se entiende. Los juegos de deportes ayudan a que tu tiempo de calentamiento sea más comedido. Son partidas con límite temporal fijo, aunque si estás en época de fichajes o al final de temporada, el tema se alarga más de lo aconsejable. Todo criterio es flexible cuando el medio es placentero. De todas formas, los peores para esto, y me encantan, son los juegos de estrategia. Con estos es muy normal decir basta sólo cuando se te ha metido un pinchazo agudo en la paletilla, a fuerza de no cambiar de postura. Ni calentamiento ni leche, descubres, culpable y cabreado, cómo se te ha olvidado el último buche de café frío, y tienes que cargar apresuradamente el escáner o el word o lo que toque, evitando conscientemente mirar por la ventana, por si para rematar resulta que hace un precioso día. Terrible. No he enviado ningún mensaje que me salve del encierro. El móvil está prudencialmente en silencio y en carga, no vaya a venirme alguien con algún plan alejado de mi camino. No quiero ni saber quién llamaría. ¡A trabajar!

Todo es pesado, y es urgente que despierte la mente, los riñones o el bajo vientre, es igual, tengo que hacer algo que me haga saltar a grandes trancos por encima de la normalidad física espacio-temporal. Algo que tiña de dignidad o bravura este tiempo perdido de aire limpio y jóvenes desconocidas frescas al sol, allá fuera. Pero todo es exasperantemente trabajoso como una carrera en un lodazal. Y desfilando ante mis ojos la misma cuadrilla de certezas en mi contra. Verdades no menos amargas por conocidas y habituales compañeras. Busco estímulos que me salven, y poniendo el corazón el aliento aquí y allá, sólo encuentro la pobre posibilidad de mi casa, ordenada según su misma mierda y su mismo caos. El mobiliario incómodo que estorba igual que ayer. Las herramientas con sus mellas habituales, mis límites físicos e intelectuales, los recursos y truquitos tan remachados. Todo tan aburrido por cotidiano y previsible. Y para qué tanta soledad liberadora. Y tanta vitamina D que cae por el desagüe. Y vientecito en otras caras. Todo esto sólo por unas pocas palabras que antes no había, todo por unos colores que sólo a mí me contentan. ¿Por qué pago tan cara esta honra? ¿En qué acabará este doloroso poner piedra sobre piedra para construir sin plano el palacio que nadie me ha pedido? ¿Acaso mi valía no es igual callada que a gritos en la noche sola?

Y cuando desnudo mi intención, es todo tan triste. Veo la certeza última de que toda esta pobre virtud que estoy criando sólo le da alimento a mi orgullo, que es un animal salvaje que tengo escondido por dentro, meándome las esquinas sin dejarse ver ni acariciar. Y la conclusión última de que el máximo logro de tanta soledad es la sola conciencia de mi fidelidad a la construcción de mi idea del honor.

Mas no se deje engañar nadie por la vehemencia de mi discurso. La mayor parte de las veces, no he olido la primera de las dos palabras que al día apilo para construir mi parcela, cuando ya me siento agotado como un resorte viejo. Nervioso e impaciente por eludir mi encierro. Y no he hecho nada digno más allá del gesto primero, cuando ya parece que estoy olvidando la nobleza que mi intención prometía, y sale de mi el párvulo que se distrae de todo lo que no sea un premio inmediato. Y no han empezado a desperezarse los riñones, el bajo vientre, cuando ya insistentemente pienso en el nuevo café que merezco, antes incluso de haber calentado la silla; y no he de balbucir siquiera la añoranza del sol de la mañana, la pertinencia de una caricia desconocida, para dejar en el olvido cuánto alimento merece mi virtud, cuánto arado le falta aún a mi cosecha, y recogiendo apresurado algún cuaderno que diluya ante mí mismo la culpa, y diciéndome que merezco el sol, que merezco el aire libre, salgo volando a la calle, a algún nuevo lugar de trabajo que pensaré por el camino, buscando lejos de mi casa las nuevas paredes de mi encierro. Y esa decisión, escaleras abajo, le da una nueva atmósfera a mi corazón confortado en su débil inconstancia, pues sólo con la idea de volar libre mientras encuentro la nueva mesa, el nuevo banco o escalón de trabajo, y aumentar la posibilidad del encuentro con otra mirada, otra sonrisa o gesto de cansancio, ya hace que todo ande más ligero.

No me resigno sin lucha a la soledad que no he elegido. Quiero hacer el trabajo que me da el nombre, y quiero al mismo tiempo estar en la calle, inmerso en la corriente de la vida. Un paseíto más, que será una ayuda o un obstáculo en la forja de mi carácter, qué más da. Mi entendimiento en penumbra sabe que en algún plano de la realidad, algo bueno va a pasarme, pero de seguro que no ocurrirá mientras espero.

Dejo atrás el aire encerrado. Salgo de mí. Y todo renace. El frío duro de la calle que tensa el corazón. La gente caminando, que te mira y se miran a su vez. Cada uno echando las cuentas que les llevarán a resolver con buen fin sus cosas, o no. Todos reservando fuerzas o gastando pasión en tentativas de mejora. La sonrisa humilde o los puños tensos. Los dientes apretados, la mirada ebria de serena incertidumbre. Y el paso generoso que no tiembla ante los charcos de la ciudad vieja. Preparan sus sonrisas de domingo. Van a intentarlo, cada uno con su prisa o su inseguridad, con un miedo testarudo por entre las palomas que se aburren en los escalones. Van a intentarlo, cada uno en su despreocupada mezquindad o aferrándose a su poco de nobleza. Todos sonriéndose y levantándose a sí mismos van a intentarlo, contra toda pobre esperanza, porque a la vuelta de la esquina pueden hallar un poco más de aliento o una sombra inspiradora. Cada día se levantan para saber que un día les va a tocar a ellos, a ellos que sin replantear nada en esencia les va a sonreír la buena fortuna, a ellos, que sin haberlo buscado van a ser los beneficiarios de una nueva óptica. El amor les va a encontrar y se los van a llevar en un caballo blanco, a repoblar paisajes eléctricos de una nueva dulzura. Puede ser hoy mismo, les está esperando el verdadero lugar que les corresponde. Porque la vida es sabia, les sobrevendrá un océano de luz hiriente. Y la fe de cada uno flotando en un firmamento a su medida. Olvidarán los dolores y los menoscabos, pues hallarán su justo consuelo. El corazón encontrará sitio, se completarán los abrazos y se resolverán los enigmas que nos tenían aprisionados. Adelante pues, inconscientes capitanes del gran banquete, que la Vida os está esperando.

Se alejan los vientos ardientes de guerra, nuevos brotes asoman en nuestra rama.

Erbarme dich, mein Gott. Sol templado sobre un ágave en el balcón de un segundo piso.

Y estaba bien paseando la vida al sol. No había torcido la primera esquina cuando a bocajarro me encuentro con Ben en bicicleta. Nos miramos parados unos segundos interminables en aquella esquina. Se cruzaban las calles donde se cruzaban nuestras direcciones. Y la duda echando tierra en nuestras miradas, él en la bicicleta alquilada, yo con mis libros y notas a la espalda. Y una luz caprichosa venía de lejos para poner su afilado carácter a aquel encuentro. Estoy seguro de que durante aquellos instantes, se nos estaban posando las mismas preguntas. Hemos estado solos toda la mañana cada uno en casa y por fin, con un gesto de cansancio o de luz espiritual, hemos hecho por salir a la calle ¿Fue un esfuerzo? No se sabe ¿Un acto impulsivo? Y qué importa, pero ¿contábamos con esta posibilidad o buscábamos inconscientemente algo parecido? ¿Hubiésemos preferido salir a que nos diese el sol en la ropa de calle, a que exactamente los mismos pensamientos dulces o atravesados de nuestros encierros respectivos saliesen a pasear por la ciudad, nada más que para seguir con su mismo runrún al aire? En ambos casos éramos pequeños juguetes de papel en el viento afilado. Si dejas tu plan tan ligeramente atado, el azar pone su fuerza, y tus actos tienen más el cambiante color de una reacción que la solidez de una decisión. El centro de la mañana de un día desocupado es una ventolera desordenada de paseantes. Todo un fluir cansino y metódico hacia los abrevaderos del ocio que prescribe la lógica de los aspirantes al primer mundo. Y todo está bien, tan lejos de las capas polvorientas de tu entorno propio, todo tiene una inocente dosis de alegría para el que va conformado en la simple fuerza de sus ojos abiertos. Hay nuevos colores desconocidos en los preciosos universos de fuera de tu mente. Todo está bien mientras paseas, todo está limpio de las poluciones propias de la soledad. Sonrisas frescas que pasan despreocupadas y sin aspavientos, colores vivos y trozos de discursos relajados que componen esa sinfonía que encuentras sin dirección, sin tempo ni partitura ¡El aire libre, tú! Te renueva el aliento atontado en tu ritmo propio, pero ¡ay, pobres infelices! ¿Estábamos preparados para saltar de la sinfonía anónima a la irrupción poderosa de un solista virtuoso en una esquina cualquiera? ¿Queríamos despistar la soledad viendo y oyendo pasar gente sin más? No se sabe ¿Queríamos pasear también por la posibilidad de tener encuentros con conocidos? Qué importa. Ambos sabíamos de alguna forma que esa posibilidad de elección, ya fuese por pura educación, por el disfrute de las aperturas de nuestro espíritu o víctimas del caprichoso vaivén de las temperaturas del alma, esa elección, en favor de nuestra amistad y en contra de nuestro disfrute silencioso, ya estaba tomándose por sí misma.

-¡Tío, qué haces!- dijimos casi al unísono, después de esos segundos interminables en aquella esquina.

Una frase suelta que no viene del último confín de tus intereses o tus sentimientos, que no está ligada a lo que necesitas, a lo que añoras, una frase que no echa cuentas de tus ideas ni percepciones profundas, que coge lo justo de aliento para decir apenas tres palabras sencillitas de entre tantas que forman las que te dieron tus padres y pulieron tus maestros, y que forman la montaña de lo que sabes y puedes decir y entender, y que puedes usar para lamentar, amar, pedir y ofrecer, cuestionar, exigir, celebrar, despedir y añorar, alimentar y silenciar, también para gritar, negar, aplaudir y excusar, aunque también para obviar, que por alargar el ejemplo, no puedo torturar la inteligencia del que lee con cuanta acción conjugable pueden comunicar en una lengua comúnmente acordada dos mentes en normal disposición y pretendido equilibrio. Una frase suelta, al fin, que soltamos al encontrarnos en medio de nuestros pensamientos de por dentro, que los suyos no lo sé, y los míos no me acuerdo. Pero nos vimos y oye, que a ambos, por sorpresa simple o ahorradora nos sale la misma expresión, tan pobre entre dos que en cercano antaño se han dicho tantas cosas. Pero oyes ese justito pensamiento en tu cabeza y en la boca del otro al tiempo, y esa frase tan modosita y educada, tan simple en forma y tan inocente en espíritu, oye, que es como un hilo que dejas suelto en mitad del frío de la mañana, pero que si dos quieren, incluso con que uno de los dos inicie una continuación que transparente un mínimo de gusto por la plática, y ya estáis empezando algo que os da como para hacerle un jersey de cuello alto al día.

Tío, qué haces. Vete a saber sin ponerte pesado qué sentimiento gobernaba a cada uno en aquella esquina. Bueno, la sorpresa tiene un gusto parecido a la verdad, y supongo que sólo tuvimos esos segundos interminables para mirar a la cara del otro e imaginar la tuya propia mientras dices y oyes Tío, qué haces. A mí no me sonó a Hombre, cuánto tiempo, aunque no descarto que hubiera algo de ello, que aún sin poder medir la añoranza por su parte, ambos sabíamos que tiempo sí había habido de por medio. Tampoco me sonó, la verdad, a Tío, qué estás haciendo, que si nos vamos al terreno de la evidencia externa, pues sería muy tonto –en boca de dos adultos en denodada lucha contra la propia tontura- preguntar por lo que a la vista se hacía evidente: uno que pasea a pie y otro que pedalea en bicicleta. Y se me hace raro, aunque la vida ya nos fuerza a veces a vivir como normales las cosas que en un momento nos parecieron raras, que nuestra pregunta fuese un recíproco inquirir acerca de nuestro respectivo plan inmediato, raro de piojo verde en nosotros, impenitentes solitarios por vocación, con proverbial e irrenunciable gusto por construir en libertad la soledad de uno mismo, y diligentes en mantener celosamente la lejanía y prudentemente la cercanía de la soledad de los demás. No, la verdad.

La verdad es que me sonó a algo mucho más relajado descargado de gravosa seriedad para ambos. ¡Si somos amigos, hombre! ¡Si tenemos maldito control sobre la extensión de nuestros días de encierro, y aún menos acerca del espacio que transcurre entre nuestros encuentros, ni maldita la falta que nos hace! Sonaba más bien, creo yo, simplemente a ¡Tío, qué bueno que nos hayamos encontrado después de tanto tiempo, ahora me doy cuenta, y podamos, si es que no hay nada urgente que nos reclame, reconducir nuestro relativo plan para esta mañana, que con este encuentro hemos caído en la cuenta de que por insípido no se sostenía!. Algo así ¡qué quieres!

Soy un gran aficionado a los deportes de equipo. Corrijo: soy un gran aficionado a VER deportes de equipo. No es que no me guste practicarlos, me encanta, o me encantaría. Soy una combinación fatal de torpeza motriz y miopía excluyente. Desde pequeño ambas razones se han ido alimentando la una a la otra para que acabase practicando sólo deportes en solitario. Me quitaba las gafas y no distinguía entre compañeros y contrarios, daba igual si las camisetas eran suficientemente distintas, que a los ocho o nueve metros se me desdibujan las formas y son todo manchas nebulosas en movimiento, de color indeterminado e indiferenciado que constantemente me hacían notar su burla acerada o su más fina hostilidad, cada vez que al tocar la pelota acababa en posesión del contrario o en las papas. La técnica, la visión de juego, están en mi cabeza, otra cosa es ponerlas en práctica casi a ciegas. Adoraba el fútbol, el baloncesto, pero dejé de intentarlo para que mi autoestima no llegara a límites de reserva. Es una de mis frustraciones, no hacer un buen papel ni siquiera en un partidillo con los colegas. Y será por espíritu de adaptación, o por algún muelle suelto en el ADN, que siempre había mirado con recelo, en la práctica directa, el rollo del espíritu competitivo. No entiendo la suficiencia del que ha ganado combinada con la humillación del que ha perdido. Cuando yo era chico, al final de los partidos se coreaba: Hemos ganao la copa del meao, los que han perdío se lan bebío. No entiendo la diferencia entre la euforia del ganador y la miseria del perdedor, cuando a veces y a la vista de todos, la competencia se ha resuelto de pura chorra o con una clamorosa intervención equivocada del árbitro. Sé que el ser humano tiene que ponerse metas más altas que él mismo, pues en el camino para conseguirlas se ponen en juego y se desarrollan capacidades y aptitudes que al principio no se conocían. Y sé que en los deportes de equipo, la eficacia en la consecución de los objetivos se juzga en un enfrentamiento del que va a resultar un ganador y un perdedor. Desde chico siempre he sido un pamplinas. Por los documentales de animales sabía que el criterio de la supervivencia es el MÁS. El más fuerte, el más rápido, el más resistente. Y el deporte es un ejercicio de la inteligencia para convertir en inofensivo juego las leyes de la naturaleza. Esa lógica la tengo bien colocada en la cabeza. Otra cosa es que viendo algunos desórdenes en su diseño, la acepte sin resistencia ni cuestión. Gana un equipo y el otro tiene el mismo sudor. Y en una carrera, la diferencia entre ser el rey del cotarro y un mierda segundón está en décimas ¿Por qué? ¿Por qué el segundo león de la manada no se come una rosca? ¿No es también un felino de cuatrocientos kilos? (por confirmar) La Naturaleza será sabia todo lo que quieras, pero esa lógica rígida me toca los huevos a mi, que he sido último en tantas cosas. De chico no tenía la frase, pero sí la idea –por ahí flotando en las tripas- de que tanto en la sabia Naturaleza como en los deportes en que la ponemos en juego, la dignidad y la nobleza son demasiado valiosas e inabarcables como para que sólo estén en manos del MÁS algo. Me resistía, casi sin saber a qué, pero desde luego tenía claro que en la vida, mi reto no iba a ser alzar La Copa del Meao para que alguien con menos suerte, o acierto, o constancia, o yo qué sé, se la bebiera.

Y sin tener mi frase que arreglara nada, encontré mi poquito de comodidad. Yo no tenía que cerrarme el plantearme retos, sólo porque el sistema me pareciera estúpido, no iba a dejar de desarrollar mis capacidades ni mis consciencias sólo por evitar la vergüenza propia o la humillación de otros. En los documentales de animales sobreviven también los que mejor se adaptan, aunque no son los mejores en nada. Y bueno, me adapté. Acabé encontrando cancha para desarrollar mis valores deportivos sin tener que competir estúpidamente con nadie. Me planteaba retos que me ayudaran a crecer y disfrutar sin ser juzgado ni como vencedor ni como vencido. Hacía fondo en bicicleta y en natación. Siempre solo. Nunca contra nadie. Quedas con uno para ir a montar en bici y al segundo día o tienes que esperarlo o te tiene que esperar ahí arriba, en lo alto de la cuesta. Y si quedas para ir a nadar, aunque sea tu propio hermano, el segundo día te está echando carreritas o enseñándote los músculos. La vena competitiva sale. Y yo la odio, tú. Mi gusto era notar cada día que me costaba menos trabajo subir las cuestas. Y el gusto que da empezar en la piscina como un perrillo epiléptico, y en dos veranos, preguntando a uno y a otro, sacar un crol decente, braza, espalda y hasta 100 m. de mariposa. Iba solo y nadaba a mi bola, pero he llegado a sacarme dos novias en la piscina: espíritus frescos, corazones limpios y cuerpos de volúmenes justos y eficaces. La de depresiones que me he dejado en el agua. He llegado a hacerme al final del verano un 2000 por hora, y he salido cada día con autoestima de campeón olímpico.

Seguro que estos detalles tan tontos sobre mi manera de ver las cosas que todo el mundo entiende mejor que yo, me han llevado a plantearme los retos y desafíos en soledad. Me han ayudado a eso, seguro. Cuando es para perder me jodo, pero cuando la soledad es para ganar algo, a mí la máquina me funciona. Soy el campeón de lo mío.

Yo quería estar concentrado en seguir conociéndome, sin la condenada certeza de estar solo. Fue buena la conclusión que saqué de todo aquello. Visto desde fuera, se resolvió satisfactoriamente el encuentro de dos que llevan a orgullo su condición como de lobeznos de Konrad Lorenz: esquivos, que buscan rincones oscuros, con grandes reparos en cruzar un espacio abierto, y propensos a mostrar los dientes si un extraño hace ademán de acariciarnos. Sí, de nacimiento, angstheissers, animales que mordemos por miedo. Fidelidad y lealtad para con nosotros mismos.

Una lectura probable es que se nos torcieron los planes con aquel encuentro. Sólo queríamos dejar de estar solos sin que alguien con terror pánico a oír su ruido interior nos secuestrase el día en su círculo: tómate una cañita y después aperitivo que se alarga a un café que acaba en un cine con palomitas y coacolas y si no pones freno o te piden que les ayudes a elegir un tatuaje o te llevan a su casa a enseñarte diapositivas de sus últimos viajes. Estuvo bien. Habló cada uno de sus cosas libremente, y en el tiempo de una mediana cada uno encontró en la terraza una chica guapa con la que fantasear. Afirmamos nuestra amistad, constatando que con el encuentro habíamos conseguido, con grandes dosis de comprensión y espacio, dejar de estar solos. Hablamos de todo esto que he escrito, y de otras cosas que olvido. Pero nos reímos mucho y cada uno comió en su casa, lo que buenamente le daba su despensa.

Y ya termino, que es vano esforzar el corazón en lo que a la memoria no ha interesado. Me voy, que por el camino de contaros sobre este tesoro que es la serenidad, me han ocurrido felices y fatales encuentros que me están hirviendo la sangre por dentro.


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14 de febrero de 2012

4 de febrero de 2012

Uno se arriesga a que su dedo,

o su otro dedo, o peor aún, su corazón, se pongan a señalar y elegir.

El primero, que hace que las cosas tengan cuerpo y nombre, no es tu dedo. Es un dedo infiltrado en tu mano. Está dirigido por una mano que no conocemos. La del azar. Nos estira el índice y lo lleva adonde dicten en ese momento las volubles leyes del apetito.

El segundo dedo es un animal preso de sus pasiones, un pelele ávido de sudores y líquidos femeninos, un depredador ansioso de piel, pelo y rasguños que se vuelve ciego ante la amenaza de la quietud. Qué podemos esperar de él.

Por otra parte, qué pasaría si nos confiásemos a un órgano cargado de artificios y frases ingeniosas, que se sabe gobernado por uno o los dos dedos, que disfraza los instintos que le inspiran y se nos presenta como un simple buscador de arrullos, de aventuras, de entusiasmos... Sí, señalar con el corazón quizá sea el mayor de los desatinos.

En amor, en fin, una elección es como un paseo por el mercado. Quien elige no hace más que inventar burdas leyes que enmascaran la arbitrariedad del deseo.

Dejándonos llevar por nuestras intuiciones no hacemos más que importunar a alguien que vive perfectamente sin nosotros. Démosle, jadeando, alcance que si no nos dejamos llevar por la euforia del descanso, no podremos dejar de ver que la persecución había estado organizada por uno de nuestros dedos.


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La dictadura de las luces.



El amor debería ser un sentimiento más justo. El corazón debería tener un iris como los ojos, un sensor que se abriese o cerrase según la luz que recibiese, nunca más ni menos de lo que se necesite. Algo, en fin, que dijese a nuestro corazón lo que tiene enfrente.

Pero éste es un órgano caprichoso: suele abrirse o cerrarse a su antojo. Así, ocurre que a veces le pasan desapercibidos focos de una luz espléndida, que quieren llegar a nosotros y tienen que quedarse esperando o resignarse a encontrar otros corazones más sensibles o menos caprichosos.

Como no siempre somos conscientes de la tiranía a que nos somete, ocurre que nuestro corazón se regocija y admira en luces que en verdad, o no existen, o no tienen la menor intención de iluminarnos.

Nuestros corazones –y nosotros con ellos- se encuentran presos de sus propios sentimientos. Y en esta dictadura de las luces ilusorias andamos las mujeres y los hombres.

Y esto ha provocado guerras, desvelos, hambre e infelicidades sin límite.


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No tiene cuerpo,

ni aliento ni corazón. No ríe no ama no existe. Pero vendrá. .

Poema del amor insomne.

Cuando uno se ve forzado a escribir un poema de amor, raramente se plantea cuestiones como la eficacia, o la economía de sus palabras, o la viveza del ritmo. En el extremo que es un poema de amor, son absurdas las cuestiones formales, también están de más las razones estéticas, incluso las éticas. Cuando alguien deposita sus últimas esperanzas en escribir eso que todos –tácitamente- llamamos poema, se encuentra ante un paisaje inmenso, desoladamente vacío, donde nada se atreve siquiera a resonar.

Si es su caso, le recomiendo encerrarse en una habitación pequeña y umbría, a ser posible hacia el final de la tarde, situada lejos de lugares de paso –donde suelen concentrarse las charlas con las visitas- e igualmente alejada de electrodomésticos ruidosos en funcionamiento.

Sobre una mesa estufa colocará una máquina de escribir portátil en estado aceptable, y dispondrá a su izquierda una cantidad suficiente de papel blanco.

Usted, aspirante a amado, escribirá –debidamente separadas por un espacio entre ellas- cien veces la letra ene mayúscula. Hay que poner el máximo celo en esta actividad: no se trata de repetir cansinamente cien veces la letra ene. No, estamos escribiendo para alguien que esta noche nos quita el sueño: cada ene deberá ser distinta, hay que dar contenido amoroso al mecánico gesto de pulsar una tecla. Cada ene –de entre esas cien enes- será la inicial de una palabra sugerente que dedicará a la amada. La primera ene puede ser la inicial del nudo que forma el abrazo de dos amantes; la segunda, por ejemplo, será la de una nuca besada con ternura; la tercera, el andar nómada de una caricia que recorre todo el cuerpo... Si procede así, habrá encontrado cien formas de amarla a partir de la ene.

A continuación hará lo propio con la letra o mayúscula. Pensará, por ejemplo, en la oscuridad que precisan los besos furtivos, en el origen que es el seno de su amada, donde cada noche usted quiere retornar; o en la órbita que usted traza en torno a sus ojos; o tal vez se permita la osadía de esbozar una oratoria de las oquedades... Cien veces la letra o.

Igualmente, pulsará cien veces la letra ce –colocada en su posición de mayúsculas- y se sentirá amante confeso y culpable, y le dedicará el susurro de una canción nacida en la confidencia de las sábanas. Con la ce puede darle consuelo a sus amarguras, destierro a la crudeza. Llegue, con estos nobles propósitos, a cien ces.

Cien golpes sonoros estamparán en el papel –paradójicamente- el registro de una letra muda, la hache mayúscula. En cada golpe usted pondrá el corazón, y desde el primero se sentirá henchido de su hermosura. Dote a cada letra del frescor de la hierba, que en el hueco de cada hache pueda encontrarse el hospedaje reparador de un templo hedónico, la humildad de un beso para enfrentarse al horror.

(Podemos, en este punto, tras acabar cien letras mudas, descansar y poner la mente en blanco.)

Con la práctica adquirida en las cuatro anteriores, no le será difícil –una vez localizadas la tecla en cuestión y la barra espaciadora- escribir cien veces la e mayúscula. Puede hacerlo con los ojos cerrados, con el flexo por encender, con la mirada en una mancha de humedad o en algún objeto que –en la penumbra- parezca monstruoso allí, en la estantería pintada a mano con gatos y caracoles, y colgada precariamente. Recuerde que esta letra también es inicial de la efectividad. Dote así a cada golpe del espíritu de la ternura, y enarbole ante su amada el estandarte de la entrega, dispare el ensueño que le encabrite el corazón, de forma que cada una de las letras enardezca su ánimo en su ausencia.

Tenemos, al finalizar esta operación, cinco grupos distintos de cien letras cada uno. Quinientas letras de amor pausado, quinientas sensaciones dirigidas a una sola persona. Entonces deberá buscar unas tijeras de tamaño mediano. Dispóngase –pacientemente- a recortar cada letrita y ponerla en un bote (uno para cada grupo de letras). A ser posible todos los botes tendrán tapa. Una vez recortadas todas las letras y agrupadas en sus botes correspondientes, se taparán y agitarán, a fin de que las enes se mezclen entre ellas, lo mismo que las oes, las ces, etc; Ahora colocará los botes en el siguiente orden, de izquierda a derecha: el bote de la ene, después el de la o, el de las ces, las haches, y por último el de la e. Hecho esto, busque un tubo de pegamento, y siguiendo el orden citado, pegue las letritas hasta formar cien veces la palabra NOCHE. Una en cada hoja de papel. Y ya está.

Entonces mirará el reloj, y verá –si ha seguido las instrucciones- que han pasado bastantes horas. Verá que su noche de desvelo se ha consumido pensando –de forma constructiva- en la persona amada. A unos ojos que no sean míos o de usted, esto que acaba de hacer no es un poema de amor. A los ojos del profano, esto no pasará de ser una forma más bien simple de sobrellevar la extrema frialdad de una noche de añoranza.

Usted y yo sabemos que no es así: si se escoge al azar una de esas noches usted y yo veremos que ha dedicado la ene a nadar en el corazón de su amada, con la o habrá tenido el oído presto a su más leve deseo, en sus brazos habrá colocado la ce de una cuna para velar su sueño, con la hache la habrá rociado de hermosura, y con la e a sus pies, habrá puesto el mayor empeño en emocionarla. Todo eso en una sola noche.

Habrá inventado –como mínimo- cien noches distintas para ella.

Y esto, hablando de recuperar el sueño, es más efectivo y agradable que cualquier sin ti no puedo vivir que pueda decirle en un café de mala muerte, en una tarde pesada, nubosa y aburrida.



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no estás
pero ocupas.


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New York Titi.

LO PEOR.