26 de abril de 2013

NORMAL


Es a fuerza de mantener el orgullo
rabioso, honesto y convencido
de mi normalidad,
como conseguiré ayudar
a que la gente normal se sienta orgullosa,
rabiosa y honestamente convencida
de la maravilla de su humanidad.

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1 de abril de 2013

BMMMMMP o ITINERARIO DEL ARREPENTIMIENTO.

Obviando el hecho de que cuando te llega ya está el daño hecho, de que siempre es demasiado tarde (y nunca hay excepciones en este caso), debes considerar la posibilidad de que algún día llegues a arrepentirte de algo. De entrada, vamos a dejar de lado ese “algo”, pues de no ser así, inevitablemente entraríamos en largas y aburridas discusiones referidas, por ejemplo, a saber si ese “algo” precisaba de tu arrepentimiento, o a si es pertinente llamar arrepentimiento a un simple cambio de postura con respecto a ese “algo”... Hablemos del arrepentimiento en sí.

No necesariamente va a sobrevenirte después de una noche de tormenta en soledad, no necesariamente ha de ser el colofón a una etapa de crisis o mero cuestionamiento vital, tampoco tiene que ser –aunque algo de daño sí lleva implícito- el primer síntoma de una penosa enfermedad que deberás curar solo. No, no tiene por qué venir asociado a alguna tragedia: arrepentirse no es descubrir una grieta irreparable en tu mundo.

Aparecerá inocentemente y sin aviso mientras preparas tu desayuno y observas en la calle el reflejo de otra persona en un charco. Aparecerá sin causa aparente, aparecerá como la mirada de un transeúnte que pasaba y te miró dos décimas de segundo a través de tu ventana. Y aparecerá, sin posibilidad de vuelta atrás, como un pequeño instante de lucidez en los cimientos de la vida que vives, un ínfimo estremecimiento que te sacudirá el cerebro.

 Será un monstruo ardiente que se aferrará a ti con una fiereza desesperada. Será un sonido que se antepondrá al secreto que te está revelando un amigo, al susurro de una frase largamente anhelada y que ahora se pierde sin remedio tras ese sonido sordo

BMMMMMP

que, con cierta cualidad aguda y ultrasónica, se expandirá y contraerá en el interior de tu cabeza hasta que llegues al convencimiento de que tu capacidad craneal no es suficiente para albergarlo. Él solo buscará la ampliación de su espacio vital. Adoptará la forma de una descarga eléctrica en la base de cada nervio óptico. Cada ojo te estallará como una flor. Y saldrá una lágrima que será suficiente para enturbiarte la imagen más preciosa que jamás hayas imaginado. Llenará de vaho todo lo visible.

Mantente firme y deja que esa nueva humedad baje hasta acercarse a la nariz. Entorpecerá, seguramente, la fiabilidad de tus intuiciones. Sabrás que en ese momento pierdes la capacidad de leer en los márgenes de las cosas, serás insensible a los aromas de las intenciones veladas. Y por tanto te encontrarás de pronto indefenso ante ellas. Mantente firme en la purga necesaria.

No emitas palabra ni sonido. Mantén los labios apretados al contacto de la lágrima con la comisura. No interrumpas inútilmente su cauce, déjala que acaricie mansamente el contorno de tu barbilla temblona, esa que un día alzaste soberbio y envanecido, esa con la que señalaste –altivo- a los que ingenuamente consideraste indignos de –al menos- tu compasión. Permítela recorrer la piel de tu cuello, déjala que mida la aflicción que se te atasca en la nuez. Calla. Calla y que tus ojos no dejen de alimentar su cauce. Calla y concentra tus esfuerzos en saborear el fruto de tu arrogancia, de tu estupidez, de tu ignorancia o inconsciencia. Trágate tu bola de carne amarga y deja correr tu lágrima, que atraviese el arranque de tus brazos sin que muevas un solo músculo. No te defiendas. No te esfuerces en vano, no recorras caminos sin salida. Y persevera. Haz de tu lágrima la expresión suprema. No le impidas, aunque te salgan llagas en la piel a su contacto, que pase mansamente por encima del lugar donde muchos te han dicho que tienes el corazón. Ni siquiera tu latir más portentoso, tu ánimo más sincero, lograrán hacerla enderezar su propósito.

Mantente erguido en el centro de la tormenta. No desfallezcas y aliméntala hasta que recorra, como el sembrador que atraviesa el erial, toda la longitud de tu cuerpo, hasta saltar de tu pie al suelo que pisas.

Si llega a secarse antes de recorrer la totalidad de su camino, no estábamos hablando de un verdadero arrepentimiento; lo tuyo no era –entonces- un dolor verdadero, era sólo un testimonio, el pago de una apuesta a la conciencia, que va acostumbrándose a vivir con tu perversidad, estupidez, arrogancia o simple inconsciencia.

El arrepentimiento no repara los daños que hiciste, no expía tus culpas, es cierto; pero si una mañana, en el desayuno, mirando por la ventana tu mirada se cruza dos décimas de segundo con la mirada de un transeúnte que pasaba por allí y miró descuidadamente; si esa mañana notas una pequeña punzada, si oyes dentro de tu cabeza

BMMMMMP

un sonido sordo y con cierta cualidad ultrasónica que irresistiblemente hace que tus ojos se aneguen... entonces llora. Llora y no temas que tu mundo se vea empañado, llora hasta sentirte en paz. Llora y no seques y no tragues tus lágrimas. Muchos otros, parapetados tras su orgullo, empezaron a hacerlo demasiado tarde, y tarde descubrieron que a esas alturas, nunca llorarían lo suficiente como para diluir todas las culpas que acumularon, con las que tienen el mundo anegado hasta el nivel de sus cinturas.


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INTERVALO.


Es por pura supervivencia que he aprendido a abstraerme. Caminando por mis calles de mil motores encuentro dentro de mí refugios silenciosos, instantes de penumbra que se superponen a las imágenes de estupidez alevosa que componen mi realidad.

Entonces, como en las películas, la vida se me presenta como una sucesión de imágenes deseables con su propia banda sonora, una música que me ayuda a interpretar cada gesto, que explica sin palabras los sentimientos ajenos y le da un carácter a la oscuridad y una medida al silencio. Esa música me transporta y me dibuja garabatos en el aire. De sus huecos sale a veces una pradera por donde puede correr mi espíritu, o la voz de una soprano que canta sola bajo la tormenta.

Y descubro dentro de mí una calle con coches rojos, azules y blancos que pintan líneas de luz en la noche, en los adoquines mojados. La gente, envuelta en una palidez acogedora, camina –alborotando el vaho espeso de los perros- hacia los portales entornados y oscuros que se confunden con el rojo herrumbroso de las paredes de ladrillo. De vez en cuando aparecen algunas ventanas encendidas que insultan al frío y a la oscuridad y me muestran trozos de vida anónima, pequeños fotogramas que se van sucediendo conforme camino. Me hablan de los tedios y las desventuras, de los sobresaltos, del pudor, de los humos de las cocinas y de las siluetas de los amores que –nebulosamente- se debaten tras los cristales de las ventanas de mi barrio imaginario.

Yo me quedo quieto y disfruto del aire fresco que entra en mi cabeza. Y paseo una mirada tranquila por mis pensamientos y entro en el abrazo de una habitación en penumbra. Un rayo de la luz cambiante de la tarde ilumina fugazmente los ángulos de la estancia, su mano imprevista va posándose sobre unas estanterías como detenidas en el tiempo y se me van brindando pilas de libros polvorientos, tendidos, desteñidos, manoseados; desde la pared verdosa me están observando viejos grabados botánicos, relojes inservibles que se ocultan en los ángulos umbríos, y se van sucediendo los brillos suaves de innumerables figuritas de porcelana. Angelitos a los que les falta un dedo. Damas de sonrisa añeja y descolorida. Animales desprovistos de su viejo ímpetu, expulsados –moribundos- de sus egregios salones. Son sólo los nuevos vecinos de un sinnúmero de sillas sucias y bronces anacrónicos.

El crujir del suelo tibio de parquet está midiendo mis pasos. La luz melosa de la tarde me ha abierto una puerta, me ha llevado a una habitación con lámparas de pergamino dorado. Allí, rodeada de espejos tapados con velos de encaje, está la depositaria de todos mis amores –los pasados, los futuros, los inconcebibles-, sentada en un diván me espera, los labios anhelantes. Descansa de un viaje interminable. Viene del miedo de no querer esperar, del miedo a esperar y que nadie llegase, del miedo a esperar y que no mereciese la pena haber esperado. Hoy ha tapizado el suelo con hojas secas. Hoy ha tenido miedo de dormirse después de haber esperado, de que yo tenga miedo y quiera pasar de largo, de puntillas. Aquí, en las estancias de esta casa de mi barrio imaginario está el final de todos mis viajes.

Con su pelo corto y mojado, con su cara de hacer preguntas, está ella esperándome, de perfil. Sobre un fondo rojo.


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