16 de agosto de 2014

ACABO DE TENER

un momento de pasmo en un semáforo. He obedecido y he frenado la bici y me he quedado ahí, mirando los ventanales de la calle, pero viéndolo todo como desenfocado. Como mirando a ninguna parte. Supongo que, con los ojos tontamente abiertos, tendría cara de aventao. Si mi madre está leyendo esto, tengo que decirle que no ando con cosas ni sustancias que ella no sepa pronunciar.

Ha sido un momento estupendo. El momento de pasmo, digo. Eran las once y cuarto, la noche estaba fresca y milagrosamente en silencio. No pasó ni un coche. No pasó gente. La luna llena, remontando del eclipse de ayer. Las nubes, pasando, espesas y resquebrajadas como ovejas que escapan de un campo de batalla. El viento, mudo y sutil, esculcándome en los claros de la barba.

Cambió el semáforo, y reanudando la marcha, noto con pesar que ha vuelto la normalidad.

Y me ha quedado como una anchura por dentro. Una especie de bóveda que se expande, un mundo indefinido en la boca del estómago. Una vibración excitada que pugna, desde dentro de toda la extensión de mi pellejo, por salir a contactar con todo lo mío que hay fuera de él. Tanto escribir para no saber explicarlo, en fin. Fue un momento breve y glorioso, pero ya lo he olvidado. He vuelto a mi simple condición de ciudadano estándar, exasperado en bicicleta.


Ahora estoy parado en el lago sucio de al lado de Sants Estació, apuntando algo de ésto, antes de olvidarme de todo.


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