5 de abril de 2012

ASUSTO, HUELO MAL.

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Seguramente estoy poniendo inconscientemente algún obstáculo, un impedimento ante la gente que inicia un paso hacia mí. ¿Qué parte de culpa tengo cuando siento que alguien inicia un acercamiento y no lo acaba, quedándose unas veces con el paso congelado, otras veces desdiciéndose abiertamente de su intención inicial? ¿Es que estoy emitiendo una señal que hace que, tardíamente, inmediatamente después del original amago de contacto, les haga desandar lo andado, ya sea un mensajito, una sonrisa apenas esbozada, un paseo que se insinúa en compañía? A lo mejor estoy soltando al ambiente un aroma inodoro pero irresistible que les hace mantenerse a distancia. Como un campo de fuerza que mantiene mi contorno físico y espiritual despejados. Estará en mi, estará en ellos, pero hay algo de más o algo hay de menos en nuestras sucesivas posibilidades de encuentro. Y esto hace que más de unas cuantas veces, más de las veces en que uno lo consideraría dentro de la lógica de los desastres que, al menos estadísticamente, te corresponden por azar, hace, digo, que acabe sintiendo que es un puto mal fario lo que tengo por compañía estable. No es una opinión soltada con liviandad, no es un entregarme a la desesperanza: es REAL que algo se está interponiendo entre ellos y yo. Y donde hablo de personas, también puedo hablar de hechos, de acontecimientos deseados o fortuitos que considero naturalmente necesarios en el desarrollo de mi contínuo. ¿Será que ni ellos –los hechos, las personas- ni yo estamos preparados para ese encuentro?

Uno proyecta que esos encuentros serían felices. Un error, claro, el proyectar sobre el devenir las cosas en el modo, la talla y la temperatura en que uno desearía, pero, a éstas alturas, ya un solo cambio en mi planicie, por insignificante que fuera, me animaría el calendario espiritual, al menos. O acaso no estoy capacitado para observar y valorar en su justa dimensión los cambios y encuentros que SÍ se están dando... No lo sé.

La razón o la culpa de todo esto está en la orilla de los demás, y está en mi propia orilla. Está en mi pobre habilidad para extraer conclusiones efectivas ante mensajes que me buscan el oído del corazón, en idioma novedoso o sutil, pero incomprensible a mi torpe entendimiento. Casi nunca soluciona nada señalar al culpable, y qué más da, si todas las pugnas, conflictos y desacuerdos son cosas de más de uno, y cada uno puso su parte.

Lo que es innegociable y plenamente desligado de interpretación, es que lo que peor parado sale de esta situación de pasos que no se acaban de dar, o de pasos que se dan, pero que no acabo de entender, es mi serenidad, que tristemente se me acaba revelando como un patético castillito de arena que no aguantaría en pie el más ligero y despreocupado roce de un aroma salado. Concedo que ellos o yo podemos no estar, de momento, preparados para nuestro contacto, que por lo visto, aún no ha encontrado su sentido ni su punto de hervor.

Lo que peor habré de admitir, acerca de este olor que no me huelo, es que, en mi camino hacia la serenidad, compruebo con amargura que no me siento preparado para hacer una decente digestión del vacío.


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