9 de abril de 2012

MERCY


Sólo yo (con tilde a día de hoy, a primeros del que necesitaríamos venturoso undécimo año del segundo milenio de la era del salvador crucificado) puedo decir qué hace falta, desde mi casa, enmedio de mi isla, la que en día que no recuerdo planté en un punto borroso e indefinido de un remoto inmenso océano inescrutado, para regocijo de mi soledad elegida, para dolor y malaventura de la soledad que imponen mis maneras, sólo yo puedo decir –decía- qué hace falta para desterrar el miedo de que algún día tu mano en mi hombro se posara con desgana, sólo yo puedo decir qué necesito para conjurar el pavor verdadero de que tu respiración, al contacto con mi pecho, dejara de encontrar alimento en mi aroma.

Lo que tienen en común los rugidos de amor y los arrebatos iracundos, egocéntricos, de apasionada poesía velada que hay en las conversaciones que se cuelan, de la gente, en mi paisaje sonoro, con el arrastrar de sillas, chocar de platos, cubiertos y menajes de noble metal y loza vieja con que se sellan pactos de duradera hostilidad, el tintineo insistente de cristales de factura industrial, que bailando entre lo turbio y lo transparente van, con su entrechocar, musicando las victorias o fracasos del encuentro, de las diversas caras de la compañía, de alguno de los grados de la temperatura del amor; y sin solución ni respiro, preñando los huecos que ocuparía un silencio blando y extenso, las campanas de la iglesia, los gritos de todas las convicciones del corazón, las caídas fortuitas de pequeños objetos, requerimientos de procedencia electrónica para el baile mercantil, apremios a distancia, por amor o por su falta, por puntualidad o por su ausencia, por necesidad, por inercia, por vicio socialmente asumido, por el intento de poner solución sencilla al peligroso oscilar de las almas sobre el abismo; todos estos sonidos juntos, y todos los que se van poniendo con ansiedad a la cola, mientras pongo mi tiempo en pensarlos y ponerlos en redacción, todos los sonidos que no acabo escribiendo por mi falta de capacidad para tenerlos en cuenta o describirlos, o porque directamente los he despreciado por la sospecha de que la vida siempre va más rápida que el que la vive-la observa-la representa, o simplemente por mi falta de paciencia, o por alguna desconocida falla en mi espíritu, que me impide perseguir las cosas como Dostoievski, hasta sus últimos reductos. Todos estos sonidos se encuentran unidos, en comunión, dentro de mi capacidad, o mi don, o mi paranoia, o mi simple preferencia por considerarlos una sinfonía, para verlos como un encuentro espontáneo, como un caos infinito que acepta, que agradece, quiero pensar, una lectura puntual que los acota, que los limita, sí, pero que los nomina como un grupo natural, como un concierto extraído y señalado dentro del caos, y que al ser distinguido ya se le oye como algo que tiene su sentido aunque no tenga finalidad, como algo que sin dejar de ser lo que es, un trozo del caos sobre el que se ha posado mi atención, con mi sola atención ya puede verse a sí mismo como música, como algo merecedor de consideración, como algo que pone su ingrediente propio en la maravillosa ecuación que va ordenando y desordenándolo todo desde la partitura secreta que se está escribiendo en este preciso instante.

Y a lo mejor esto no es una cualidad que importe a la gente. A lo mejor, esto no deja de ser una estupidez dicha por uno como yo, apenas un indivíduo más bien torpón y descuidado en la vida social, que deja correr el tiempo que le ha sido prestado en marear la perdiz, ocupándose en devaneos y reflexiones que nadie había pedido, cumpliendo encargos que nadie necesita, y que no están aportando utilidad ni al estómago ni al corazón del mundo real. Sé que la vida se hace sin mi: el amor, las carreteras, las estructuras vegetales que aportan oxígeno a la máquina. Y las piedras del suelo, que han visto pasar siglo tras siglo nuestras arrogancias, vanidades y sueños de cateto que reconstruye, inútil, constantemente, su palacio de protagonista de la Creación y Ombligo del Cosmos en expansión... Sé que sin mi aportación, se hace también el impulso que mueve a la gente a levantarse y encontrar sentido y crear, sabiendo o sin saber, sus vidas, las modas, las opiniones, los desórdenes que impulsan a cambiar, las adversidades, la economía... Sé que soy un átomo inaprensible en el todo. Sé que no tengo tamaño ni peso para la importancia. Pero también sé que, creyente o no creyente, soy parte de la respiración de Dios, sé que sin instrumento ni partitura, soy parte de un canto global, y ese es el impulso que a mí me levanta, vea sentido o no, tenga razón o no para ello. Soy el arquitecto de mi fe. El constructor, el jefe de obra y el peón de cualificación 9. Muchas veces y una vez más me he encontrado en la disyuntiva de aceptar soluciones parciales del mundo exterior o seguir poniendo un ladrillito cada día para construir esa fe, ese edificio que nunca se acaba, que no soluciona cosas reales ni apaga incertidumbres, pero necesita que cada segundo, cada día de mi conciencia, una hormiguita coloque un ladrillito en la hilera de mi convicción, en el cuerpo de lo que me estructura. Nadie me hace ese trabajo. Y desde el tajo, con dolor y miedo humano me despido de las soluciones terrenas que me distraerían de la empresa que me dibuja y me construye. Es mi vida.

También es tu vida. Y pienso que de alguna manera, algún día la vida real va a necesitar algo de la fe que nunca terminaremos de construir. Y yo quiero ese día tener la nevera llena, y agasajar a todo el que venga, y colmarle con lo mejor que tenga, aunque sólo consiga un segundo de su comprensión... Es mi vida. Tú lo sabes. Y si soy yo, en mi isla que nadie sabe o quiere encontrar, en mi opacidad reconcentrada, el que puede encontrar sentido y partitura en los ruidos del mundo externo, si sólo soy yo el que puede decir estas cosas con cierto tono de honestidad y veracidad hacia mí mismo, si soy yo el único que puede dar a mi vida un mínimo sabor a convicción, también soy yo el único que tiene en su mano el desterrar mis miedos.

Y ahora, con un punto de callado temor y humana ignorancia, me aplico simplemente a respirar con las cosas, a ver si consigo que lleguemos a respirar a compás, las cosas y yo, a ver si, sin salir de mi isla, me acepta la sinfonía global. Así, por alguna matemática divina que no cabe en mi mente pero ensancha mi corazón, creo que voy a ganarle al miedo inexplicado de llegar a verme como algo extraño a tu piel, a tu estructura, al miedo a ser un estorbo en tu camino, una rémora, un peso muerto que se beneficie de la fuerza de tu aliento sin colaborar nada a lo que tu alma, con divina convicción, construye.

Con el valor de un ignorante deslenguado, sé que desterrar ese miedo, al tiempo que me mantengo ocupado en el levantamiento de mi fe, me va a colocar delante de ti con mi máxima belleza y dignidad, mi mejor estructura.

Y siguiendo esa matemática imprecisa, eso va a mostrarme como alguien digno de tu compañía.



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