A veces, al reanudar la marcha, siento un crujido. Siempre
me quedo un momento dudando... ¿será un hueso? ¿será la bicicleta? ¿los
zapatos?
Me encuentro en paz, pensado así, como a botepronto,
mientras el parque se va llenando de góticos. Con sus hebillas inútiles y sus
polvos de arroz.
Los lazos fraternales, la camaradería. La priva.
Y yo por mi parte no he de hacer sino obedecer
consecuentemente al certero sentido que me dicta el punto exacto en que
descansaré la vista y la respiración de tanto viaje extraño de mi corazón a
tanto corazón estudiante meticuloso y alelado por la precisa zona en que los
amores inconclusos les van dejando su remanente de suciedad de barrillo
indefinible de simple pelusa del color de todas las camisetas en las que
depositaron sus tontas esperanzas.
Y no he de arrepentirme al observar con gesto arrogado que
aparté de un manotazo la elemental posibilidad de decidir, o no, o no lo sé, ni
quién se lo ha preguntado, ni qué niño muerto.
Con énfasis:
¡Perros y litronas!
Yo me voy.
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