19 de mayo de 2011

NUESTRAS VIRTUDES,

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NUESTROS DONES hay que ganarlos y afirmarlos cada día. Tenemos la idea errónea de que son como un terreno sobre el que está asentada firmemente nuestra casa, lo que somos. Pensamos que esas cosas son parte de nuestra sustancia básica, pero no. Nuestras virtudes y dones, a veces no son sino OPINIONES que arrojamos nosotros y los que nos rodean, acerca de nosotros mismos. Son ideas tremendamente subjetivas en función al nivel de compromiso en el momento de pensarlas y formularlas, y si atendemos a una velada o abierta intencionalidad, son increíblemente manipulables con sólo actuar en su marco, cambiándoles el espacio y el momento. Nuestras virtudes y nuestros dones son elecciones teñidas por la buena o la mala voluntad. La propia o la ajena. Es un sinsentido comprometerse con la falta de rigor a la hora de pensar, sentir y opinar. Son, incluso cuidándolas, muy frágiles, nuestras virtudes. Es torpe y peligroso que nos durmamos en el envanecimiento, pues alrededor de nuestros palacios ajardinados acechan, no sólo la Naturaleza, con cuanto tiene de ansia por la regeneración a través de nuestra podredumbre, con cuanto tiene de hambre por la entropía, con su infinita fertilidad para el espacio salvaje y la alimaña sedienta de descontrol. No sólo eso, que forma parte del ciclo natural de constante caída y auge, también está nuestra debilidad propia para mantener en forma digna nuestra nobleza, y, como parte que somos de la Naturaleza que acecha fuera, también albergamos en nuestro interior amor verdadero por nuestro propio caos, una atracción irresistible por el desequilibrio al borde del abismo, pues de alguna manera, sabemos que la línea recta, en la vida, es demasiado aburrida por previsible y demasiado corta por directa. Y esa es una lucha interior que no podemos ocultar, consciente o inconscientemente, por siempre.

Desde un punto de vista biológico, no somos más que alimañas que manipulan la Naturaleza hasta hacerla converger hacia una opinión conveniente a nosotros mismos, incluyendo la de considerarnos como la cúspide del mundo físico. Y para ello manipulamos según nuestro criterio y necesidades el mundo físico, espiritual y mental. En un nivel social e individual. Nuestra mente o nuestro corazón, o ambos de la mano han creado a Dios, han creído en Él, y acto seguido hemos creado y nos hemos creído a pies juntillas eso de que “Dios nos hizo a su imagen y semejanza”, y a partir de esa frase, sentimos que el resto de la Creación no es más que atrezzo. Pero nada puede apagar en nosotros la vaga e ineludible conciencia de que no somos para siempre. De ahí nuestro resorte secreto por la rabia y la acritud, que acaban minando sin remedio nuestra sensación de control y bienestar, que no hace más que llevarnos directos y sin sobresaltos por el aburrido camino de la muerte.

Somos un lujoso palacio inexplicable en medio de una jungla (física, espiritual y mental) en constante y fértil crecimiento. En las grietas que se esconden en el patético decorado en que hemos montado nuestra conciencia, nuestra espiritualidad, nuestra existencia física, en esas grietas, la Naturaleza (de la que formamos parte) cría para nosotros las verdades que no queremos ver.

Yo no quiero subir a una torre cargado de munición y soltar de la jaula mi propio caos. También eso es una pobre opinión soltada en medio del universo, del que formo parte y que no puedo –con mis pobres sentidos y mi afectado envanecimiento homocéntrico- valorar. Soy una pequeña lenteja arrojada en la selva. No pedí que me arrojaran, pero no puedo despreciar el privilegio de ser medianamente consciente de que estoy vivo. Con mi más limpia nobleza puedo estar enmerdando lo que es belleza y equilibrio y razón de vivir para otros. Por cosas así, que nunca termino de afianzar en mi cabeza ni en mi corazón, no puedo dejar de pensar cuánta depravación puede verse en lo que mi conciencia (mi pobre opinión) cría como virtud. Por cosas así, no puedo descansar en la lucha contra mi estupidez natural, ni tampoco cuando descubro un brillo noble en mis maneras. No me encuentro solidez para dar consejos ni enturbiar la tranquilidad de otros. Pero sí puedo dejar la mano abierta para quien pase cerca. A veces puede parecer que vivo de espaldas a lo que me rodea. Como si nada me importara, como si sólo estuviera interesado en la construcción de mí mismo. No tengo tinta para defender ni refutar esto.

La gente que trabaja en la huerta sabe que el trabajo acaba cuando quiere descansar el que la trabaja. No es llenar un granero ni regar una cuarta. El sentido es el trabajo en sí. Y todo es sufrido y disfrutado en la misma intensidad. Y esa es la nobleza, la dignidad que construye el que trabaja la huerta. De la misma manera, disfruto y me siento obligado a estar encima de lo que quiero ofrecer como mis “virtudes”, que son el fruto simple de mi estar encima de ello. Y al tiempo, por mi manera lógica, que no quiere grietas ocultas, preñadas de verdades inesperadas, dejar también crecer algo de espino y yerbajo y sucios y molestos parásitos, no vaya a olvidarme, envanecido y enmimismado en mi pelea por la virtud, de que en realidad, no soy más que un conglomerado de células que, en el constante ir y venir del caos, se han puesto de acuerdo para jugar a ser una individualidad.



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