7 de febrero de 2013

LOS TÍTULOS DE LAS COSAS.


Está feo, y suena raro que empiece soltando una conclusión. Se me ocurre que puede parecer que quiero dejar las cosas como muy asentadas, pero antes de tiempo. Se me ocurre que puede parecer que impongo un criterio de partida y dejo al lector poco margen para la disensión. No sé.

Pero es que ocurre que empezar haciendo esto, soltar una conclusión medio sugiriendo que no habrá demostración ni espacio para el debate, me parece una perfecta imagen del tema que quiero tratar: las cosas son lo que son, pero nosotros “les ponemos un título”. Quiero decir que hacemos un juicio rápido de esas cosas, sin debate ni rigor, y hacemos como este texto está haciendo: tras una impresión rápida, formulamos conclusiones subjetivas, precipitadas, y a otra cosa.

Sin querer entrar a juzgar si es una ventaja o una limitación (que nos brinda o nos impone el funcionamiento de nuestra mente), en este texto me quiero limitar a señalar la cuestión. Para quien la quiera leer.

Michael Pollan, en su “La Botánica del Deseo” (1) dice que en la tarea de percibir e interpretar el mundo fenoménico “mirar, escuchar, oler, sentir o probar las cosas tal como realmente son resulta siempre difícil, si no imposible (...), así que percibimos cada instante multisensorial a través de una pantalla protectora de ideas, experiencias pasadas y expectativas”.

Supongo que esa capacidad de escoger y desechar de entre todos los estímulos sensoriales que recibimos, es lo que nos salva de vivir en un estado de permanente asombro, y por tanto, indecisión e inacción. En un mundo plurisensorial, esa capacidad que tiene nuestra mente para hacernos discernir entre lo que merece nuestra atención y lo que no, nos ayuda a sobrevivir, eso es cierto, pero lo que yo quería señalar en mi conclusión inicial es que esa cualidad lleva implícita una condición limitadora: no sólo discernimos lo que interesa de lo que no en términos de percepción sensorial, también lo hacemos en un plano conceptual.

Citado en el mismo libro de Pollan, Ralph W. Emerson dice que “la Naturaleza siempre se viste con los colores del espíritu”. Se refiere a que nunca vemos el mundo directamente tal cual es, sino que lo hacemos sólo a través de un filtro de conceptos previos y metáforas. Y es que aparte de nuestras limitaciones en el plano sensorial (nunca olfatearemos tan agudamente como un perro, por ejemplo), aparte de los discernimientos que, con criterio más bien práctico nos hace la mente en nuestro orden sensitivo, también nos ponemos trabas, de forma igualmente inconsciente a nivel mental/conceptual. Vemos el mundo, y también se puede decir que lo comprendemos, a través de nuestro agujerito particular. Nos perdemos el resto del mundo y no somos conscientes de ello. Por supuesto, tampoco sabemos que ese agujerito se puede ensanchar. O con voluntad, o con ayuda, o con suerte, o con una sabia combinación de todo. He pensado que a más ancho nuestro agujerito, a más “anchos” y “profundos” los conceptos y metáforas que gobiernan nuestra relación con el mundo, más “ancho” y “profundo” será nuestro mundo. No sólo lo que percibimos a nivel particular, también lo que comprendemos.

Vengo a decir que estamos instalados en la complacencia. Es seguro que, por mucho que nos esforcemos, no veremos colores infrarrojos ni ultravioletas, tampoco olfatearemos tan agudamente como un perro, estas son cuestiones de limitación sensorial, pero ¿nuestros conceptos? ¿nuestras metáforas? Aquí nos referimos a creaciones de nuestra mente, que, aunque pueden venir mediatizadas por infinidad de factores externos, también tienen una parte de decisión que no asumimos, una parte de voluntad que no reconocemos.

Hemos creado un mundo en el que se valoran la comodidad y la estabilidad. Y no sólo se valoran: se potencian e incentivan ¿Por qué? Pienso que porque así se nos mantiene, a nivel personal y colectivo, dentro de un orden predecible, y por tanto, controlable y dirigible. Pienso que esa comodidad y estabilidad que se nos desliza como fin último, adormecen, matan una cualidad básica de nuestra mente y de nuestro corazón: el espíritu de indagar más allá de la mera supervivencia. Si se duerme el espíritu de indagar, se evita que cuestionemos, se evitan las disensiones, las críticas a lo establecido. Y con ese afán también nos es sugerido qué es sobrevivir: conseguir estabilidad/comodidad emocional, social y económica a nivel individual, extensible al entorno inmediato, familia y amigos. Fuera de eso, nos son sugeridos una serie de conceptos de, digamos, vaga definición que, a modo de complementos/objetivos vitales, nos alejan de la posibilidad de plantearnos la vida en peligrosos niveles de seriedad y cuestionamiento más profundo.

De entrada, la vida está organizada para que nuestro tiempo, energías y atención se vean absorbidos en la satisfacción de las necesidades puramente fisiológicas: respirar, alimentarse, beber y dormir, liberar los desechos corporales, regular la homeostasis y el ñaca ñaca (todo lo que se pueda). Quiero decir que CONSEGUIR ejercer estas acciones, que satisfacen derechos fundamentales, están sujetas a protocolos que sugieren sensaciones de fragilidad en cuanto a la seguridad física, moral y fisiológica de la persona. Se condiciona el equilibrio familiar con la manipulación de las condiciones en que se distribuyen los ingresos y recursos. Y manteniendo un aura de precariedad alrededor de las condiciones laborales, se consigue       que la atención no vaya mucho más allá del día a día.

Dentro de esas condiciones precarias en cuanto a las satisfacciones de lo fisiológico, se educa a la gente en la necesidad de ser aceptado socialmente: se diseñan conjuntamente la necesidad y los parámetros en los que debemos encajar nuestras necesidades reales de afecto, amor, amistad y pertenencia al colectivo. Fuera de los límites marcados por esos parámetros, el individuo se encuentra segregado del grupo... Aún aceptando los límites aceptables dentro del colectivo, nos bombardean con adornos que hemos de conseguir para definirnos frente al resto. El éxito. El prestigio. El poder que cada uno pueda ejercer en su nivel. Dejan en nuestra mano la búsqueda de nuestra felicidad, sin ayudarnos a definirla. Relacionan fuerzas imponderables (y externas a la esfera de acción de nuestra voluntad) con nuestra autoestima. Nos hipotecan. Yo me pregunto si no estarán consiguiendo, con esa batería de abstracciones inalcanzables, mantenernos alejados de las energías salvajes que trascienden al individuo, y que son las que marcan la evolución del ser humano como especie.

Decía que se nos educa en la comodidad y la estabilidad, cuando en realidad la Naturaleza no es cómoda ni es estable. Se nos adormece el afán de indagar aunque, en realidad, la vida es un presente que se renueva constantemente ¿De qué sirve lo aprendido? ¿En qué nos beneficia lo acumulado? Así, miramos las cosas con los ojos de nuestra comodidad, que degenera en vagancia, en indolencia. Miramos las cosas habiendo perdido la necesidad y las ganas de saber cómo y de qué están hechas, habiendo olvidado la posibilidad de preguntarles qué quieren de nosotros, qué parte nuestra necesitan. Miramos las cosas sin verlas.

Y al final, ¿qué son esas cosas que vemos a través de los títulos que les ponemos?¿Por qué sería interesante que las viésemos desnudas, sin estorbos ni disfraces? Pues porque esas cosas son quiénes somos, qué queremos y qué sentimos. Esas cosas que miramos y no vemos constituyen el conjunto de anhelos que dirigen nuestras expectativas, son el cajón de herramientas (físico, emocional, conceptual) que disponemos para satisfacerlas. En suma, esas cosas que miramos y no vemos constituyen lo que esperamos de la vida y para qué nos vemos con fuerzas. Hasta dónde damos alcance a nuestra dignidad y cómo conformamos los límites de nuestro atrevimiento.

Nos conformamos, en ambos sentidos de la palabra, con los títulos que les ponemos a las cosas, dos puntos, nos hacemos y nos resignamos. Y en ambos casos lo hacemos a nivel inconsciente, involuntario. Se nos escapa que a un tiempo hay algo inmanente y voluble en quiénes somos, que hay una mezcla caprichosa de perpetuidad e inconstancia en lo que sentimos. Y acabamos entregados al desaliento porque ¿eres más lo que eres que lo que quieres ser? ¿eres más lo que sientes que puedes ser que lo que deseas? ¿sientes más o mejor lo que tienes clasificado en tu bagaje emocional que lo que ni siquiera sabes que podrías definir? Así, con los títulos, que nos brindan descanso antes de haber empezado el trabajo, acabamos rindiéndonos a la prosaica evidencia de que, ineludiblemente, no estamos aquí para siempre, por eso saturamos nuestra atención y llenamos nuestra vida con famélicas verdades, que nos dirigen: soy fulanito de tal, nacionalista, aparejador, calvo, deportivo y jovial; soy menganita de cual, escorpión, divorciada y rubia con reflejos caoba, luchadora, madre de tres niños preciosos que prefiero mantener en el anonimato, me encuentro limpiando la barra, quiero la paz en el mundo y un media libra con queso; yo soy single y tengo verdaderas ganas de vivir, mis sueños van por buen camino y estoy bien con un helado de stracchiatella mientras me llega el éxito, el amor verdadero o la llamada de la naturaleza.

En fin, cierro mi conclusión apresurada pensando que tenemos la vida ahogada bajo el peso de lo que decimos que somos, la tenemos aburrida detrás de esas cosas que sentimos que hacemos. Más allá del peso, la opacidad e impenetrabilidad de los títulos con que miramos nuestra vida, más allá, marchitándose por la falta de nuestro afecto y atención, estamos nosotros mismos: la parte de nosotros que nos salvaría la vida, pero que no sabemos que podemos salir a buscar.



(1) Michael Pollan: “La Botánica del Deseo. El mundo visto a través de las plantas”.

Trad. Raúl Nagore,
Ed. Navarrorum Tabula s.l.
Donostia, 2007.


.

No hay comentarios:

Publicar un comentario