27 de diciembre de 2018

ACTA

Una cosa es perder, y otra distinta es que te hagan perder. La primera incide en tu honestidad: te ayuda a verte a ti mismo, lo que te faltaba o te sobró, y te sugiere herramientas o al menos la necesidad por el cambio. La segunda, es simplemente una seca injusticia. De eso, no se puede sacar más que una indignación estéril. ¿Qué puedo hacer cuando la propia legalidad está disfrazando su arbitrariedad? No puedo hacer nada.
Soy de la primera generación de hijos de trabajadores que accedió a la Universidad, gracias a la generalización de las becas de estudios. Estudié así una carrera que amaba, y mi modo de vida, no sólo mi trabajo, sigue basado en ese amor. Aunque me creí el cuento de la meritocracia, no me preparé por los títulos: lo hago, hasta hoy mismo, por amor a lo que hago. Por lo visto, eso no sirve para nada.
Porque este país es un país de señalar. Los inquisidores les dieron poder a los dedos de los vecinos, que en esa costumbre, continuaron ayudando a los represores, siglos después. Señalaban desde la envidia, la ignorancia, la venganza, o la simple mediocridad de sentir ese momento de poder. Por suerte, también están los dedos que te distinguen, los que te señalan y te salvan. Pero esos dedos no se los dieron a la gente. Esos dedos se los quedaron unos pocos, para señalar a gusto: señalando a veces desde la envidia, la ignorancia, la mediocridad. Los dedos no son buenos ni malos, son de la gente que los usa. Nos quieren convencer de que lo justo está en los dedos de quienes se arrogan la capacidad de decidir, a su arbitrio, qué es justo y qué no lo es. Y así nos va.
Rabia. Y vergüenza. Y no ser como ellos, es lo único que tengo.
Al final, me siento un privilegiado, por tener tantas veces, tan cerca, tan en carne viva, la dura evidencia del margen de mejora que tiene este país.
Jag.
10_12_18




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