15 de agosto de 2011

EN EL PIE


Teníamos el coche cerrado. La noche era negra y el sueño se nos espesaba en los ojos. Nos mirábamos en la oscuridad y sentíamos que todo había sido perfecto. Al menos hasta el momento. Entonces, en un movimiento lento, muy suave, como si mis manos –ciegas y torpes en la oscuridad- tuviesen miedo a despertarla, le desanudé una de sus sandalias color arena. Me abracé a su tobillo y le besé el pie.

Detrás de mi beso, a través de mis labios hacia su piel, fueron pasando los amargores, los trozos de corazón astillado, las úlceras de las súplicas que nunca me oyeron, el escepticismo feroz que taladró mi vida. Todo fue posándose en su pie con mi beso, como los restos de un naufragio, diseminados en una ancha playa vacía, de arena fina y cielo azul.

Yo no hablé y ella no habló. Se limitaba a mantener la pierna a la altura de mis besos.

En ningún momento dije “sin ti no puedo vivir” o “eres lo mejor que me ha pasado en la vida” o cualquier otra FRASE HECHA que pudieran haberle dicho decenas de tíos que en las paradas de autobús, en las bibliotecas universitarias de provincias, en bares de copas y chupiterías, en establecimientos de comida rápida, en los semáforos en rojo –a través de las ventanillas de sus propios coches-, o sentados –desolados- en el bordillo de una acera, DECENAS –digo- de tíos que a todas horas buscan y ofertan AMOR.

De toda la carga de mi beso sólo quería que supiera que YO estaba con ELLA. Que la estaba amando sin frases hechas, sin condiciones, sin red.

Pero estas palabras se me ocurren ahora, que escribo, y no entonces –quizá entonces hubiesen sonado a jerga convencional de enamorados-. Yo sólo le besé el pie. Era lo máximo, lo mejor, lo único que tenía para ella.

La miré en la oscuridad, estaba mordiéndose los nudillos, o tapándose la boca, no lo sé. Pero estaba muy callada. Mirándome. Quieta. Y sentí que mis culpas se perdían en el cielo limpio.



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