9 de octubre de 2011

UN CEBOLLAZO EN EL ALMA

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A la luz de nuestros últimos encuentros, querida, mi primera reacción ha sido congelar el paso. No ha habido cambios sustanciales en tu forma de actuar, y no he conocido nada nuevo en ti que me dé fuerzas ni argumentos para, de alguna manera, poner tierra entre tú y yo. No quiero ni necesito darte ni aún buscar explicaciones de por qué este pie, de pronto, se me queda colgado en el aire y se niega a avanzar hacia ti. No me lo explico, pero a poco que pienso un poco y escucho qué me dice mi instinto, noto cómo recibo un cebollazo en el alma, y tras ese golpe, sólo encuentro la inspiración de tirar para atrás ese pie en standby, no fuera a despertarse por las buenas tu afán de superación o tu entusiasmo, o lo que sea que uses para superponer una buena cara a estas cosas horribles que te digo. Piensa de mí lo que quieras y no me metas, por favor, en tus negocios ni hagas pasar por mí tus ilusiones. No voy a excusarme por mi crudeza, pues sólo tiene por objeto comunicar sin adornos ni rodeos innecesarios. Alejarme de ti, se me presenta como una reacción espontánea y natural, y convertir esto en un final romántico, me parecería simplemente patético. Así que, por favor, comprende mi terror absoluto a componer, con tan pobre contenido, una escena trágica.

Algunas veces la verdad es tan sencilla que no comprendo cómo nos obstinamos en oscurecerla. Y es estúpido jugar a alquimistas cuando la verdad –como cuando miras al sol medio segundo- está tan clara y diáfana ante tus ojos que la sigues viendo aunque los cierres y te niegues a verla. Y la verdad es que en nuestra última cita, no tardé ni quince minutos en pensar que quería irme a mi casa. No te sientas culpable por lo que dijiste o callaste, ni por lo que hiciste o dejaste de hacer. Fue una sensación muy animal por mi parte, plenamente irracional e impulsiva, y es por ello que ahora pienso que se me accionó algún resorte en mi maquinaria de la supervivencia. Allí, en aquel momento, eché tremendamente de menos mi casa desordenada y desquiciante, y se me presentaban así, a primeras, soluciones insostenibles para el sinvivir que me asfixiaba, tales como por-qué-no-me-traga-la-tierra o por-qué-en-vez-de-estar-aquí-no-estoy-leyendo-un-libro-en-soledad-aunque-sea-delictivamente-aburrido.

Doy este paso atrás porque no tengo, ni quiero, inspiración para otra cosa. Tengo terror pánico a cometer estupideces con los ojos abiertos; ya es bastante verte a ti mismo como un tontolculo más de una vez por semana, como para ir provocando catástrofes con pasos que sabes imprudentes y elecciones que sabes erróneas. La mayor parte del tiempo me percibo, entre otras cosas, como un cabezón solitario aburrido, soberbio e intransigente. No sé qué hay de real en este desamor que me tengo, no lo sé. Pero lo único que me faltaría para verme definitivamente adornado sería salir de la apatía tirando ciegamente hacia delante, como un borrico desesperado con los ojos llenos de tábanos sanguinarios mortalmente hambrientos. Esas maneras no entran en mi lógica, ni las he contado entre mis actos reflejos. Qué solución hay en correr hacia lo que de seguro sabes que es un precipicio o una esquina de piedra; qué estúpida esperanza alimenta el tiempo de tu corta carrera o tu caída hacia el desastre. Quieto. Ni soy un borrico desesperado, ni corriendo sin rumbo dejarán los tábanos de ensañarse.

Aquí estoy con mi helado de mortal aburrimiento o insípida realidad, pero me siento mejor si mantengo, en lo que atañe a nosotros, intactas las fuerzas en mi calmo corazón. Y no hay mucho más. No creo en ti y en mí. Y para mí es una cuestión de Fe, como ves, y teniendo momentos –como el presente- en que la Fe es mi única guía en este mundo desequilibrado, está de más seguir adelante con esto que hay entre tú y yo, que no es más que una conjunción copulativa, que no me despierta energía ni para tirarme un detallito contigo.

Muchos de mis conocidos me ven equivocado. Que presupongo cosas, dicen. Que me abra y dé oportunidades, dicen. Y que la vida es una. No les quito la razón. Sé que pierdo horas ilusionadas que darían alimento efectivo en su momento. Pero si sé que piso un campo de piedra y sal, ¿por qué debería esforzar el gesto del sembrador? ¿para no olvidarlo? ¿para no perder la práctica?

Amar a alguien no es un deporte. La práctica en sí puede resultar beneficiosa: crece el corazón y se ensancha el espíritu, y todo se ilumina, y esas cosas; pero en el amor casi nadie sabe perder. A cada tentativa estéril se aplasta un poco el ánimo, y un buen resultado nunca arregla ni oculta ni hace olvidar el sufrimiento que vino con un desastre pasado, que nunca deja de pasar.
Cuando en amor sabes que no esperas nada útil o conveniente, o al menos agradable, el tiempo se te espesa como una carrera en un barrizal hacia ninguna parte. Todo es angustioso y agota estúpidamente tus fuerzas. Van pasando los tiempos y se suceden las debacles, y uno va echando de menos las energías para recuperar el buen ánimo y el afán por poner nuevas esperanzas en nuevas aventuras.

Querida, no puedo dejar de ver ese campo de sal aplastado sobre mi horizonte. Lo tengo metido en el sentido, y porque sé que la vida es una sola, no mancho el gesto de sembrar, no tiro mis semillas preciosas, que no caen de los árboles ni las encontré por la calle, en este terreno yermo. Es doloroso equivocarse y agotador corregir después lo equivocado; pero es indigno y estúpido ir consciente y alegremente al encuentro de más precipicios de los que la vida te tenga reservados.

Siento el hilo que se nos rompe y el muelle que se destensa entre nosotros, pero ante todo soy amante del amor. Palidezco cuando no me mira, y sería incapaz de ir a su encuentro sin mis mejores galas y sin mi más honesto entusiasmo. Tranquilízate en el amor que te llegará, y lo que sea que, a partir de este momento veas que me esté pasando, di por ahí que yo solo me lo he buscado.

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