te voy a contar una cosa que me ronda.
No es la primera ni la última vez que suelto en público algo que suponga para alguien una desazón o una suerte, algo que para mí suponga una oportunidad o un caerme con tolequipo. Lo he soltado, tú lo sabes, con ese desparpajo irresponsable que cuando gano me dice:
-Así de natural-, y cuando pierdo:
-Por majarón.
En fin, no voy a desperdiciar en devaneos tu valioso tiempo. Cuando digo lo que siento, la gente sigue a lo suyo. El sol sigue calentando cuando sale, según el mes corriente. A veces llueve, y la calle se llena de gente mirando el móvil. El viento lleva las nubes de un lado a otro, gordas nubes tormentosas, o sutiles mechones de nubes que se despeinan en el aire. Y allá te las compongas con arranques eufóricos o zambullidas en la melancolía.
Contarte que, independientemente de todo, yo me quedo más tranquilo cuando el texto está colgado. Será un orgullo estúpido, sí. Será un engañarse a uno mismo, sí. Pero más tranquilo, tú. Después pasan momentos de alegría o días de vergüenza, pero lo que venía a decirte, en realidad, es que no sé qué hacer con lo que siento. A lo que sentimos no llegan las palabras. En el texto yo las veo esforzarse patéticamente en ritmos y cadencias, llenando con símiles y fenómenos atmosféricos los escandalosos agujeros de lo que nunca van a saber decir.
Sí, soy poco más que un mastuerzo reprimido, refugiado en la floritura sin sentido.
Te amo, y lo escribo en mis textos.
Los textos no son más que caídas elegantes.
Sigo varado en mi imposibilidad, sintiendo solo lo que escribo.
Nada más, eso era.
Seguimos.
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