Finalmente me llamaste, con la voz y el
ansia disfrazadas, creo.
Redactaste todo con el aire conveniente
del que mide, temeroso, sus culpas. Y me preguntabas:
-¿Qué hice?
Y seguí tu juego, respondiéndote con
dulces paseos y vaguedades de dudoso contorno.
Todo por tu calma, pensé. Todo a juego
con un arrepentimiento etéreo, voluble, persistente, que se te
asomaba a la boca, al otro lado de la línea.
Tierno pájaro ensayando graznidos.
Pensé, mientras te oía, en tus labios
mirándome, dando vueltas por el parque solitario, pensé en tus
manos atrayéndome hacia ti con prisa, con brusquedad. Y me vino a la
mente la palabra “deseo”, y de pronto la noche, a este lado del
móvil, se me puso dolorosamente fría.
Y aquí estoy, repartiendo mandobles a
mis vacíos más descarnados, asimilando que te apresuras a guardar
mis partes buenas en el trastero. Donde nadie, posiblemente tampoco
tú misma, las vea. Aquí estoy, acunándome con las tontas
especulaciones que deduzco de tus mordiscos. Y el corazón, otra vez
cuesta arriba, con el respirar acelerado, pensando en esas vueltas y
vueltas que dimos, pensando que todo aquello era algo más que un
lindo acuerdo momentáneo. Y el aliento se me desacompasa, pues
aunque no me conviene, no dejo de pensar que todo era más lejos, más
profundo, más tenaz, diáfano y sencillo de lo que estás dispuesta
a articular delante mío.
En plena noche, vuelvo a contemplar mi
tesoro, abandonado allá, en la profundidad de las calles vacías.
Finalmente, supongo que debo estar
agradecido a alguna constelación de azares o alevosías, el que me
hayas buscado y encontrado en esta excursión que haces, un pasito
más allá de tu vida normal.
Pienso en ti y descubro en mí cierta
rabia por mi resistencia, por mi autonomía, por mi ser de hierro,
habituado a incorporar mieles como las tuyas a mi despensa
anecdótica. Estoy cansado de resistir las frialdades naturales de la
vida conveniente. Harto de la puta tramoya edulcorada con que
disfrazo las cosas que realmente necesito.
Pienso en ti, en lo que de ti saben mis
tripas, en que no me equivoco, en que todo acabará aposentándose en
tontas explicaciones, y me viene la imagen de que lo justo es una
yegua ardiente que se interna loca, en carrera desenfrenada, en un
espeso bosque interminable.
Pienso en ti, a secas, en soledad
nuevamente, y a la mierda las metáforas.
La verdad es que, vista aquella
situación desde esta frialdad, no tengo por qué creer en tu
pretendida rectitud, pues a lo largo de todo el día conservé tus
sabores y olores, que no me mienten.
De antiguos dolores, saqué la
enseñanza de que no son amores los que se mantienen en suspenso.
Aprendí a dar valiente el paso, pues nada deseable encontraría tu
valor en mi cobardía, aunque curiosamente, también supe que ni con
toda mi valentía podré doblegar ni a tu pavor ni a tu indiferencia.
Así que ya ves lo que me queda.
Pienso en ti, en vela, y no hago más
que imaginar el día indeterminado, borroso, en que vuelven a mí, a
casa, todos esos abrazos y besos gozosos que encontraste. Y de la
mano de nuestro ínfimo contacto, no hago más que imaginar que
vuelve exactamente lo mismo, lo que sentiste y callaste, lo que tengo
que aprender a leer en lo que hiciste, emborronado de premura y
culpa, lo que te respondí con las manos y la boca, igual igual. Y
aunque el deseo estalle en nubes espesas, ardientes, ocultando tras
burdos ruidos las frescas briznas del Innombrable, no puedo dejar de
saber que, en el caso de que yo vislumbrase un pequeño pañuelo,
ondeando en la ventana más alta de tu torre, yo acudiría otra vez,
valiente, con lo que tuviera en el momento, y te lo pondría todo
delante, encima, por dentro y a los lados. Y saber entonces que lo
mío te abrigará la piel de dentro y la de fuera, alejando la
posibilidad del frio.
Eso sí, pensando en ti constantemente,
para la próxima vez que nos busquemos o tropecemos, no estaría de
más cambiar quicios y escalones por campos de pluma y lino blanco.
No tengo deseo más ferviente, por
ahora.
.
me quito el cráneo, y a sus pies, caballero
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