20 de enero de 2014

TRANSPARENTE

Es a fuerza de darme topetazos con una y con otra como llegué a balbucir, en su día, la firme resolución de intentar emanciparme del íncubo de las pasiones, e intentar, en lo posible, vivir desligado de tanto espectáculo vano que acecha en el correr del tiempo cotidiano, despistándote, desligándote, queriendo o sin querer, de lo que en esencia eres, o quieres, o necesitas, o vaya usted a saber.

Lo realmente insoslayable es que, más veces de las que quería, he acabado nadando dos mil metros diarios, porque con una mujer había aventurado los nombres de unos hijos que finalmente no íbamos a tener. Y nadando así, cada día, parece que no resuelves nada, pero tampoco puedes decir que no obtienes respuestas. Con otra mujer, fallaron los nombres de empresa, y se desmontaron viajes fascinantes y planes infalibles. Y ahí me tienes otra vez, machacándome en bicicleta hasta acabar cada día debajo del mismo algarrobo en la montaña, intentando descifrar la matemática de los dolores y las culpas, que tiene infinitas páginas, pero ninguna con las soluciones.

En esos días, a fuerza de violentar la respiración, a fuerza de buscar los límites del cuerpo, quizá por aburrimiento, o porque simplemente te has quedado sin salida, es cuando encuentras explicaciones íntimas. Como respuestas que, sin palabras, sirven para uno solo, para al menos, llevar decentemente la situación y sobrevivirla.

Una mujer perdió el gusto de dormir conmigo porque, me dijo literalmente, que otro la llevaba a la bolera. Ahí tenéis un criterio de vida redactado y expresado con claridad. Y al final, no tengo otra que agradecer la sencilla elocuencia de su imbecilidad, pues el mundo cerrado e inexplicable en el que me sumió, llevó a que durante todo un mes, yo acabase sentándome, cada día, al lado de la misma flor allá, en una vertiente umbría de la sierra. Y a fuerza de mirar a esa misma flor, sabiendo que nada en este mundo tiene sentido ni explicación plausible, y a pesar de ser malo en ciencias, supe desde el centro de mi ser que un átomo es un universo. Y apartar la vista de esa flor, y proyectarla al cielo que nos cubre, y saber de paso que la bóveda inabarcable que nos contiene es la cáscara en expansión o concentración de otro átomo. Y saber también que nosotros mismos somos eso, y perdemos el tiempo y la conciencia en nuestros estúpidos problemas, y desperdiciamos la oportunidad de ser universos plenamente responsables de los átomos que contenemos, que a su vez, etcétera.

La conclusión a la que yo iba llegando, en su tiempo, es que es estúpido ir lamentándote por las esquinas cuando, por ejemplo, tu chica está mirando a otro. No puedes poner tus ganas de vivir en manos de gente que, con plena inconsciencia, dirige los pasos del universo que son, cabalgando caprichos y apetencias. Por muy simétricos y gustosos que tengan los labios mientras te sonríen.

Y la cosa es que, de la mano del tiempo y otras cosas, como estúpidas nubes ociosas, han acabado pasando los amores que, por mí o por ellas, se nos frustraron. Pasaron esos amores, como digo, pero no pasaron las poderosas sensaciones que recolecté nadando dos mil metros diarios, ni las de largas tardes bajo un algarrobo en el monte.

Y qué tonto sería si pusiese mi serenidad, mi capacidad para amar, en manos de nubes ociosas que pasan, en la amabilidad del sol de invierno, que te calienta la sangre, en un instante sublime y fugaz.

Es una cuestión de valentía saber que el Amor es el átomo y el universo a la vez, saber que el Amor nos contiene y lo atesoramos, todo a un tiempo, y por eso nunca lo vamos a comprender. Es una cuestión de valentía y sencilla confianza asumir que no tenemos asas para cogerlo, ni palabras que le hagan un honor suficiente, pues, como nosotros mismos, el Amor está hecho de carne y hueso, y de todo lo que no sabremos ver, y de todo lo que nos negamos a entender.

La lectura que a mí me queda es que mi serenidad, mis ganas de vivir, no puedo ponerlas en manos de nada que no sea yo mismo. Ya en los aromas y las temperaturas que se insinúan en los aires cambiantes de finales de abril en mi pueblo, empecé a aprender a entender que el AMOR con mayúsculas es lo que ES, no lo que HACES. Quiero decir, el AMOR es algo EN SÍ MISMO, aunque nosotros, que somos cobardes y mezquinos, acostumbramos a percibirlo y valorarlo sólo en sus MANIFESTACIONES, en los reflejos que nos llegan. Sólo entendemos el AMOR a través de nuestras COMPONENDAS.

Llegué a éstas, mis soluciones, en soledad. Guardándome para mí los procesos y los hallazgos. Y eso a pesar de que quiero sentirme útil al mundo, a pesar de que mi idea de utilidad es, precisamente, aprender para compartir.

He de confesar que no fue fácil reprimir durante tanto tiempo mi impulso natural de dar a los demás. Pero más difícil es explicar a la gente, incluso a gente que te apoya y te quiere, que te has curado de una separación, mirando tarde tras tarde, a una misma florecita blanca que has encontrado en la vertiente umbría de la sierra. Y lo mismo vale con el ejemplo del algarrobo. Lo normal sería que la gente, también la que te quiere, pensara que tras la ruptura, te has abandonado a las drogas, que el dolor y la desesperanza te han dañado el equilibrio psíquico/emocional. Y no podría culparles: con mis descubrimientos tipo “un átomo es un universo” yo mismo me veía precipitándome a alguna forma leve de chaladura. Pero el miedo a revelarme ante los demás como un desequilibrado psíquico/emocional, no lograba que ocultase ante mí mismo el hecho comprobado de que esas “soluciones”, aunque raras, me proporcionaban una calma efectiva. Realmente me “curaban”. Así que el paso siguiente fue admitir ante mí mismo que estaba volviéndome majareta, aunque era un majareta especial: uno que se lo monta de cine para conseguir salir de sus mierdas. Imposible compartirlo, contarlo, pero lo de salir de la mierda, en la esfera de mi estricta intimidad, era una verdad como un templo.

Casi nunca tenemos las palabras que definen, certeramente, lo que sentimos. Y sin embargo, aunque ciegamente, seguimos sintiendo ¿no? Pues eso mismo es lo que hice, continuar adelante con mis soluciones raras, aunque no tuviese forma de explicármelas, ni valor para compartirlas. Y ocurrió que, aunque más remolonas, las palabras fueron alcanzando a los sentimientos, y se fueron formando frases cortas que parecían anticipar explicaciones complejas.

No doy más vueltas: ansioso por aprender, impulsado a la urgencia de definirme y comprender lo que hacía, encontré reflejos fieles de mis soluciones raras en el mundo del Zen.

Y llegado a este punto en que uno que viene de la mierda encuentra confirmaciones, legitimaciones de sus soluciones en un mundo externo a sí mismo, llegado al lugar en que puedo llamar, como los practicantes del Zen, “iluminaciones” a esas rarezas que, aunque sin sentido ni explicación, me han servido para encontrar nuevas cualidades en la realidad que yo mismo era, y en la que me circundaba, llegado a este punto en que uno como yo se siente apoyado por maestros de papel y de carne y hueso, llega también el momento de cuidarse del envanecimiento. Y es que no es cuestión de convertir una mirada serena en un himno a la soberbia, que, pase lo que pase en mi vida, sean como sean mis debates, pobremente humano sí que soy, y no habría manera de eludirlo. No es sin esfuerzo como me liberaría de la tentación del sentirme maestro, sólo porque las hormonas acaban llegando a unos límites de sobrevivencia, y sueltan chispazos de líquidos inteligentes, y confundirlos con lo que he leído acerca de los maestros Zen, el satori, la iluminación que todos buscan. No, yo debo conformarme con saberme en enfoques parecidos, en herramientas similares. Y sentirme contento, al menos, porque he visto que viniendo de parajes en los que simplemente no tenía ganas de vivir, a fuerza de indagar, en vela, he sabido encontrar mis recursos para acabar dándole una oportunidad al tonto transcurrir del tiempo. Y confiar. Y disfrutar, colmado, de lo poco que uno puede juntar, a veces, en el presente que se escapa.

De todas maneras, uno como yo, admirando a los maestros y maestras que me han acompañado, intentando dar pasos efectivos, como los suyos, para sobrevolar o esquivar la mugre de las pasiones, de las necesidades y dependencias, uno como yo, digo, después de tanto átomo que deviene en universo y viceversa, después de tanta lectura de los maestros, después de tanto sutra parriba y pabajo, uno como yo no ha de dejar de reconocer que uno mismo no está hecho de una pasta que garantice la elusión del dolor y sus derivados.

Y uno como yo, que se sentía habituado a esa disciplina seca del vivir en lo parco para no andar como loco persiguiendo vanos chispazos, uno como yo, que vivía instalado en la paciencia, en el camino de la serenidad, en la manera sabia del monje guerrero, en la manera audaz del príncipe mendigo, no deja de sospechar por qué todos lo grandes maestros, al confirmar su iluminación, su satori, decidían añadirse nombres denigrantes, rábano lacio, pepino torcido. Uno como yo, insisto, tan pobremente dotado en musculatura esencial, no deja de sospechar por qué esos maestros, sus burdos aprendices como yo, tienen que retirarse once años a vivir en una choza de montaña.

Uno como yo, fraguado en mierda endurecida, acaba desterrando, tristemente, toda posibilidad de maestría sabiendo que todo está perdido cuando una mujer como tú se pone a mirarte de frente. Y uno no deja de resbalar hacia la mezquindad, pensando que tanto zazen en el tatami helado, tanto Namu Amida Butsu, tanta privación, tanto té verde metido en el cuerpo, no son más que torpes maneras de entretener la verdad, y posponer todo lo que se pueda la posibilidad de que una mujer como tú se relaje los elastiquillos delante de uno como yo, y que todo, de pronto, con el ímpetu arrollador de una verdadera iluminación, esté perdido para siempre, porque el pobre maestro zen, como el burdo aprendiz, saben de improviso que, a pesar del camino recorrido en pos de la serenidad, en lo más íntimo de su ser, dormita un macho alfa que puede despertar embravecido y sin miedo a perderlo todo. Y tener la percepción clara de que Bodhidharma también era un hombre, y que en realidad, viajó hacia oriente porque tenía metido tu olor en semejante parte, y al principio creía seguir el rastro de su serenidad, pero tardó más de la cuenta en saberse equivocado, y subió del mar a la colina, de la montaña al llano, y se sorprendió soñando con encontrarte en buena disposición, y que le permitieses ponerte trocitos de amor concreto en todos los agujeros del cuerpo.

¡Ay, qué mísero presente prolonga el hombre en el mundo! ¡Ay, qué pobre alma agujereada revela mi vivir transparente! Saber que aparece una mujer como tú y se va a la mierda mi satori.

Tanto Zen, tanto percibirme ciudadano etéreo del Amor Universal, para acabarme sabiendo emperrado en todo lo tuyo, en particular.

Tanto perseguir la iluminación, para acabar cada noche, a oscuras, mirando tu foto. Soñando milagros que me abrirán las puertas de tu alma y me pondrán al lado de los besos de tu carne, qué vergüenza.

Coín, 20_1_2014



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