-Algún día te voy a encontrar.
Aunque, con el pasar de los días, se
confirmaría que ese comentario era más inocente y despreocupado de
lo que interpreté en el primer momento, a pesar de que supe mantener
milagrosamente el tipo y responderte con naturalidad:
-Soy un tío fácil de encontrar,
a pesar de no haber roto aquella
corriente armónica de afabilidad y despreocupación, lo cierto,
digo, es que al escuchar lo que me dijiste, el cuerpo, no sólo el
corazón, me entró en una especie de protocolo de descomposición y
recoloque generalizados. Recuerdo, por ponerte un ejemplo rápido,
que mientras conseguía articular en voz alta, delante de la gente,
mientras la música atronaba, aquello de:
-Soy un tío fácil de encontrar,
recuerdo que las rodillas me flojeaban
levemente, mientras se me erizaba un poco la piel del cuello, en la
zona de las cervicales. A pesar de ello, yo, que soy el campeón de
mis emociones, Cinturón Negro Georgie Dan a la hora de administrar
lo que debo o no debo mostrar, a quién, o a quien no quién, en
mitad de una fiesta cualquiera, recuerdo, digo, que la expresión me
salió convincentemente sosegada, incluso suficiente, diría. Mas no
puedo dejar en el olvido la extraña sensación de que, con tu frase,
un insecto leve, acorazado, me recorría la espalda de abajo arriba
con zapatitos de hielo. Desde entonces, te pienso constantemente, y
una especie de fuego amable, desvergonzado, se ha venido a pasear,
sin permiso, por mi mundo. Y me he quedado con esa maravilla o con
esa intranquilidad intactas, en los recónditos bolsillos secretos
del alma.
Sí, ya sé que el mundo nos pone en
bandeja el retorno a la normalidad, es decir, la mezquindad, el pobre
y aburrido sentido común, la cobardía, y en un absurdo y facilón
Ctrl+z, podemos optar por refugiarnos en la resolución de que todo
este embrollo que tú y yo manejamos, cada uno en su lado, no es sino
el fruto de un malentendido, alentado por la noche turbia y la
descarada impostura del alcohol. Entiendo, además, que en tu
situación, lo más recomendable y oportuno estratégicamente
hablando, sea correr a refugiarte en el tonto y eterno argumentaje de
yo te dije A y tú entendiste B. Yo no tengo fuerzas para
censurártelo, dadas las circunstancias. Las tuyas, mayormente. Pero
ya puestos a reconocerme desbocado, no le concedí medio segundo a la
posibilidad de que el tuyo fuese un comentario tibio y sin pretensión
ninguna, tan preciosa como, de repente, te estaba viendo.
En aquel momento, empecé a no sentirme
tranquilo en ningún sitio. Te dejaba bailando con la gente y me
quitaba a conciencia de tu vista, me iba a hacer chorradas propias de
una fiesta a esas horas, y así, de paso, iba disimulando ante mí
mismo el movimiento envarado y la respiración acelerada, para acabar
volviendo, poco después, a bailar y beber cerca tuyo, a ver si de
soslayo me venía de ti una señal que inspirara lo que fuese que yo
debía hacer o decir.
Todo fue a peor, claro. Mi termostato
mental tiene una marcada facilidad para elevar por sí mismo, sin mi
cuidado ni opinión, la temperatura de las cosas que uno debería
sentir en cero grados, quiero decir, sin frío ni calor. Pero ya
estoy acostumbrado a que de vez en cuando la hormona se me ponga
tontuela, y por descuido o aburrimiento o puras ganas de que en mi
vida pase algo nuevo, la hormona, digo, pegue un resbalón hacia el
fondo de las calles que recorre cada día, y despierte mal o bien
parada en un paisaje completamente desconocido. Y claro, en estos
avatares, lo primero que va arruinándose es mi pretendida
inteligencia emocional. Pero me la suda, literalmente. Tener ciertas
cosas bajo control sólo me ha servido para estar la mayor parte de
mi vida durmiendo solo. Y la soledad es un perro de dos cabezas, esto
ya lo tengo escrito en otra parte. De puta madre cuando tienes entre
manos un texto esplendoroso que quieres leer o escribir de corrido,
pero no veas qué larga puede llegar a ser una noche cuando se te
impone la sencilla certeza de que a la parte del pellejo que te mira
hacia dentro, no le puedes quitar el frío sin ayuda. Y todo lo que
hagas para taparte esto, no son más que pobres parches
deshilachados. Salvavidas de plomo.
Lo que vengo a decir a estas alturas
del texto, es que aquí está el párrafo en que no me recuerdo
temblando ni ansioso cuando nos pusimos a bailar despacito, y nos
rozábamos y todo era sencillo, como a mí me gusta, y como que nos
descuidábamos y con un codo venía un toquecito en el costado, y la
cadera que hace un giro extraño y como que lo convexo de uno
encontraba lo cóncavo de otro, así, sencillito, como sin tener que
quedar, y tú que alzabas así un poco la manita y la mantenías en
vilo como tocándote los rizos, pedazo de imprudente, que no me
conoces prácticamente de nada, ni llegas a sospechar lo mortalmente
aburrida que es mi puta vida, y que más que nada por eso estoy más
leído de lo que quisiera, y todas TODAS esas cosas que me haces como
al descuido, pues ya son más que suficientes para que yo me sienta
acariciado, porque, sabe corazón, que todas TODAS esas cosas están
en los libros de lenguaje del cuerpo, y bueno, llegados a este punto,
uno se reconoce esencialmente débil y acaba perdiendo los referentes
judeocristianos de entereza y contención. Yo ya estaba bailando sin
enterarme de la música, y viendo que estábamos hablando más bien
poco, yo sólo acertaba a decirme:
-Yo quiero saber cómo huele esta niña.
Así que, sin llevar sueltas del todo
las riendas de la educación, me acerqué un tanto a tu mejilla y,
aspirando al lado de tu oreja izquierda supe que ahí, AHÍ estaba mi
inspiración:
-Tú ya me has encontrado.
Y yo creo que en ese momento, nuestras
caricias empezaron a perder los dientes de leche, como más tarde, en
un texto anterior, se demostraría. Se te puso una sonrisa que ya
nunca te abandonó, hija mía de mi alma. Es que te pusiste tan pava,
TE PUSISTE TAN PAVA, que es que se me hace la boca agua incluso
ahora, que escribo esto en el cuarto de mi hermana.
Y no, no es cuestión de seguir por
aquí, y solapar nuestros capítulos y acabar convirtiendo nuestro
encuentro sencillo en un potaje emocional. Me niego. Empecé este
texto hablando de la revolución que en mí has provocado. Y no tengo
ciencia ni derecho para poner en la boca de tu corazón los mismos
fuegos que a mí me elevan y consumen, pues más que vistos tengo los
empeños que pones en decir que nuestra sintonía te duele, que
nuestro contacto te avergüenza, mientras obvías tu sonrisa de oreja
a oreja, y menosprecias la sencilla disposición de tu cuerpo a mis
abrazos. Y yo no hago más que pensar en darte un baño de leche
templada, con canela y anís estrellado, mientras puerilmente me
repites que la culpa la tuvo el ron, que la culpa la tuvo el whisky o
el boogie. Aquí me quedo yo callado, mordiéndome los labios
por dentro de la sonrisa, para no soltarte que el interés NUNCA es
de uno solo, que inter-essere es, por definición, un espacio
común a dos seres distintos. Y quién soy yo para gestionar tu
espacio. Soy no más que ése al que, sencillamente, en el primer
párrafo de nuestra historia, le dijiste:
-Algún día te voy a encontrar,
¿lo recuerdas? Yo no estoy
perfectamente seguro de a qué te referías. He buscado la palabra
encontrar en el diccionario, y tiene acepciones distintas, que
a veces se matizan y a veces se contradicen. No busco la tuya, pues
no es mi tarea analizar lo que sólo a ti te corresponde. Confío en
que encontrarás, si es que te interesa, la acepción que marca eso
que, según dices, pasará algún día. Yo por mi parte, no dejo de
entender, en silencio, que aunque no podemos decir que la
espontaneidad sea alevosía, tampoco podemos decir que sea
casualidad.
Haciendo cuentas de eso, yo me quedo
como tonto, sabiendo solo que esa revolución de que hablaba al
principio, no es más que el valor que acabamos encontrando para
poner en orden o en cuestión los cimientos, las estructuras y los
adornos esenciales de nuestra vida, el valor para discernir entre
prudencia e indolencia, el valor para saber en un tiempo razonable si
estamos meditando pausadamente nuestras decisiones o eludiendo
compromisos con nosotros mismos.
Comprenderás, cuando todo esto serene,
que no puedo decir con la boca pequeña mi parte más valiente. Y
entiendo que puede que ciertas palabras importantes, oídas de mi
boca, para tí no sean más que ruidos que nos separan. En otros
tiempos, con esto que nos ha pasado, con los tempranos vislumbres que
te sentí desde el primer momento, yo hubiera dejado escapar
imprudentemente todas las inspiraciones que en un segundo de profunda
lucidez y valentía imbrican tiempos distantes y lentas decisiones de
la vida. En otro tiempo, temerariamente, hubiera dicho que le den por
culo al vivir arrepentido, y hubiera dejado escapar mi torrente
emocional, que arrasaría contigo y conmigo, consiguiendo apenas, de
entrada, que nos cagáramos, tú en el tanga, yo en los gayumbos,
empezando a construir, o a arruinar, con celeridad y despropósito,
algo que debería hacerse en armonía, fluidez y calma. Supongo que
he aprendido a administrar los cuajos de la sangre, a no ser tan
macho alfa ni tan arrogante con las proyecciones y certezas que veo
dibujadas en las emociones que me despiertas.
Los dibujos buenos en la vida, son los
que sólo piensan en sí mismos. No tienen ansiedad por el tiempo,
pues disfrutan plenamente su momento. No disciernen entre acierto o
equivocación, pues saben íntimamente que poner alientos en las
expectativas, en los resultados, es una forma imbécil de malgastar
el presente, que es lo único que tenemos.
Con todo esto, como hombre libre, ahora
vivo pensando en ti, pero no quiero vivir pendiente. Tengo que ser
íntegro, comprensivo y grande, y saber, serenamente, que tú ya
sabes que estoy cuidándote, aquí, que soy un tío fácil de
encontrar, como te dije. Así que, en un disciplinado silencio
activo, me como todas esas palabras que a ti y a mí nos separarían.
Me como todos los ruidos, a ver si el día que me encuentres, no hay
más que nueces.
Coín, 18_1_2014
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