18 de enero de 2014

NUECES


La revolución empezó en el momento justo en que, delante de la gente, enmedio de la fiesta, me dijiste:

-Algún día te voy a encontrar.

Aunque, con el pasar de los días, se confirmaría que ese comentario era más inocente y despreocupado de lo que interpreté en el primer momento, a pesar de que supe mantener milagrosamente el tipo y responderte con naturalidad:

-Soy un tío fácil de encontrar,

a pesar de no haber roto aquella corriente armónica de afabilidad y despreocupación, lo cierto, digo, es que al escuchar lo que me dijiste, el cuerpo, no sólo el corazón, me entró en una especie de protocolo de descomposición y recoloque generalizados. Recuerdo, por ponerte un ejemplo rápido, que mientras conseguía articular en voz alta, delante de la gente, mientras la música atronaba, aquello de:

-Soy un tío fácil de encontrar,

recuerdo que las rodillas me flojeaban levemente, mientras se me erizaba un poco la piel del cuello, en la zona de las cervicales. A pesar de ello, yo, que soy el campeón de mis emociones, Cinturón Negro Georgie Dan a la hora de administrar lo que debo o no debo mostrar, a quién, o a quien no quién, en mitad de una fiesta cualquiera, recuerdo, digo, que la expresión me salió convincentemente sosegada, incluso suficiente, diría. Mas no puedo dejar en el olvido la extraña sensación de que, con tu frase, un insecto leve, acorazado, me recorría la espalda de abajo arriba con zapatitos de hielo. Desde entonces, te pienso constantemente, y una especie de fuego amable, desvergonzado, se ha venido a pasear, sin permiso, por mi mundo. Y me he quedado con esa maravilla o con esa intranquilidad intactas, en los recónditos bolsillos secretos del alma.

Sí, ya sé que el mundo nos pone en bandeja el retorno a la normalidad, es decir, la mezquindad, el pobre y aburrido sentido común, la cobardía, y en un absurdo y facilón Ctrl+z, podemos optar por refugiarnos en la resolución de que todo este embrollo que tú y yo manejamos, cada uno en su lado, no es sino el fruto de un malentendido, alentado por la noche turbia y la descarada impostura del alcohol. Entiendo, además, que en tu situación, lo más recomendable y oportuno estratégicamente hablando, sea correr a refugiarte en el tonto y eterno argumentaje de yo te dije A y tú entendiste B. Yo no tengo fuerzas para censurártelo, dadas las circunstancias. Las tuyas, mayormente. Pero ya puestos a reconocerme desbocado, no le concedí medio segundo a la posibilidad de que el tuyo fuese un comentario tibio y sin pretensión ninguna, tan preciosa como, de repente, te estaba viendo.

En aquel momento, empecé a no sentirme tranquilo en ningún sitio. Te dejaba bailando con la gente y me quitaba a conciencia de tu vista, me iba a hacer chorradas propias de una fiesta a esas horas, y así, de paso, iba disimulando ante mí mismo el movimiento envarado y la respiración acelerada, para acabar volviendo, poco después, a bailar y beber cerca tuyo, a ver si de soslayo me venía de ti una señal que inspirara lo que fuese que yo debía hacer o decir.

Todo fue a peor, claro. Mi termostato mental tiene una marcada facilidad para elevar por sí mismo, sin mi cuidado ni opinión, la temperatura de las cosas que uno debería sentir en cero grados, quiero decir, sin frío ni calor. Pero ya estoy acostumbrado a que de vez en cuando la hormona se me ponga tontuela, y por descuido o aburrimiento o puras ganas de que en mi vida pase algo nuevo, la hormona, digo, pegue un resbalón hacia el fondo de las calles que recorre cada día, y despierte mal o bien parada en un paisaje completamente desconocido. Y claro, en estos avatares, lo primero que va arruinándose es mi pretendida inteligencia emocional. Pero me la suda, literalmente. Tener ciertas cosas bajo control sólo me ha servido para estar la mayor parte de mi vida durmiendo solo. Y la soledad es un perro de dos cabezas, esto ya lo tengo escrito en otra parte. De puta madre cuando tienes entre manos un texto esplendoroso que quieres leer o escribir de corrido, pero no veas qué larga puede llegar a ser una noche cuando se te impone la sencilla certeza de que a la parte del pellejo que te mira hacia dentro, no le puedes quitar el frío sin ayuda. Y todo lo que hagas para taparte esto, no son más que pobres parches deshilachados. Salvavidas de plomo.

Lo que vengo a decir a estas alturas del texto, es que aquí está el párrafo en que no me recuerdo temblando ni ansioso cuando nos pusimos a bailar despacito, y nos rozábamos y todo era sencillo, como a mí me gusta, y como que nos descuidábamos y con un codo venía un toquecito en el costado, y la cadera que hace un giro extraño y como que lo convexo de uno encontraba lo cóncavo de otro, así, sencillito, como sin tener que quedar, y tú que alzabas así un poco la manita y la mantenías en vilo como tocándote los rizos, pedazo de imprudente, que no me conoces prácticamente de nada, ni llegas a sospechar lo mortalmente aburrida que es mi puta vida, y que más que nada por eso estoy más leído de lo que quisiera, y todas TODAS esas cosas que me haces como al descuido, pues ya son más que suficientes para que yo me sienta acariciado, porque, sabe corazón, que todas TODAS esas cosas están en los libros de lenguaje del cuerpo, y bueno, llegados a este punto, uno se reconoce esencialmente débil y acaba perdiendo los referentes judeocristianos de entereza y contención. Yo ya estaba bailando sin enterarme de la música, y viendo que estábamos hablando más bien poco, yo sólo acertaba a decirme:

-Yo quiero saber cómo huele esta niña.

Así que, sin llevar sueltas del todo las riendas de la educación, me acerqué un tanto a tu mejilla y, aspirando al lado de tu oreja izquierda supe que ahí, AHÍ estaba mi inspiración:

-Tú ya me has encontrado.

Y yo creo que en ese momento, nuestras caricias empezaron a perder los dientes de leche, como más tarde, en un texto anterior, se demostraría. Se te puso una sonrisa que ya nunca te abandonó, hija mía de mi alma. Es que te pusiste tan pava, TE PUSISTE TAN PAVA, que es que se me hace la boca agua incluso ahora, que escribo esto en el cuarto de mi hermana.

Y no, no es cuestión de seguir por aquí, y solapar nuestros capítulos y acabar convirtiendo nuestro encuentro sencillo en un potaje emocional. Me niego. Empecé este texto hablando de la revolución que en mí has provocado. Y no tengo ciencia ni derecho para poner en la boca de tu corazón los mismos fuegos que a mí me elevan y consumen, pues más que vistos tengo los empeños que pones en decir que nuestra sintonía te duele, que nuestro contacto te avergüenza, mientras obvías tu sonrisa de oreja a oreja, y menosprecias la sencilla disposición de tu cuerpo a mis abrazos. Y yo no hago más que pensar en darte un baño de leche templada, con canela y anís estrellado, mientras puerilmente me repites que la culpa la tuvo el ron, que la culpa la tuvo el whisky o el boogie. Aquí me quedo yo callado, mordiéndome los labios por dentro de la sonrisa, para no soltarte que el interés NUNCA es de uno solo, que inter-essere es, por definición, un espacio común a dos seres distintos. Y quién soy yo para gestionar tu espacio. Soy no más que ése al que, sencillamente, en el primer párrafo de nuestra historia, le dijiste:

-Algún día te voy a encontrar,

¿lo recuerdas? Yo no estoy perfectamente seguro de a qué te referías. He buscado la palabra encontrar en el diccionario, y tiene acepciones distintas, que a veces se matizan y a veces se contradicen. No busco la tuya, pues no es mi tarea analizar lo que sólo a ti te corresponde. Confío en que encontrarás, si es que te interesa, la acepción que marca eso que, según dices, pasará algún día. Yo por mi parte, no dejo de entender, en silencio, que aunque no podemos decir que la espontaneidad sea alevosía, tampoco podemos decir que sea casualidad.

Haciendo cuentas de eso, yo me quedo como tonto, sabiendo solo que esa revolución de que hablaba al principio, no es más que el valor que acabamos encontrando para poner en orden o en cuestión los cimientos, las estructuras y los adornos esenciales de nuestra vida, el valor para discernir entre prudencia e indolencia, el valor para saber en un tiempo razonable si estamos meditando pausadamente nuestras decisiones o eludiendo compromisos con nosotros mismos.

Comprenderás, cuando todo esto serene, que no puedo decir con la boca pequeña mi parte más valiente. Y entiendo que puede que ciertas palabras importantes, oídas de mi boca, para tí no sean más que ruidos que nos separan. En otros tiempos, con esto que nos ha pasado, con los tempranos vislumbres que te sentí desde el primer momento, yo hubiera dejado escapar imprudentemente todas las inspiraciones que en un segundo de profunda lucidez y valentía imbrican tiempos distantes y lentas decisiones de la vida. En otro tiempo, temerariamente, hubiera dicho que le den por culo al vivir arrepentido, y hubiera dejado escapar mi torrente emocional, que arrasaría contigo y conmigo, consiguiendo apenas, de entrada, que nos cagáramos, tú en el tanga, yo en los gayumbos, empezando a construir, o a arruinar, con celeridad y despropósito, algo que debería hacerse en armonía, fluidez y calma. Supongo que he aprendido a administrar los cuajos de la sangre, a no ser tan macho alfa ni tan arrogante con las proyecciones y certezas que veo dibujadas en las emociones que me despiertas.

Los dibujos buenos en la vida, son los que sólo piensan en sí mismos. No tienen ansiedad por el tiempo, pues disfrutan plenamente su momento. No disciernen entre acierto o equivocación, pues saben íntimamente que poner alientos en las expectativas, en los resultados, es una forma imbécil de malgastar el presente, que es lo único que tenemos.

Con todo esto, como hombre libre, ahora vivo pensando en ti, pero no quiero vivir pendiente. Tengo que ser íntegro, comprensivo y grande, y saber, serenamente, que tú ya sabes que estoy cuidándote, aquí, que soy un tío fácil de encontrar, como te dije. Así que, en un disciplinado silencio activo, me como todas esas palabras que a ti y a mí nos separarían. Me como todos los ruidos, a ver si el día que me encuentres, no hay más que nueces.



Coín, 18_1_2014


.

No hay comentarios:

Publicar un comentario