30 de septiembre de 2021

CRISTALES

  



Uno es quien es y en teoría, por haber nacido y por haberse quedado en él, ya tiene su sitio en el mundo. Aunque eso no es tan sencillo y directo: todo estaría perfecto si uno no tuviera que encajar en un mundo lleno de otros, que también son quienes son y en teoría, por haber nacido etcétera. 


Lo que uno es y lo que todos los demás son, eso no es que esté escrito en alguna parte. El sitio que le correspondería a uno (y, uno a uno, a todos los demás) por haber nacido y haberse quedado en el mundo, no tiene escrituras de propiedad ni cartas de legitimidad. El lugar que te corresponde -por derecho, supongo, por básica dignidad- no está escrito en ninguna parte. 


Así que uno, cuando se plantea quién es y qué lugar le corresponde en el mundo, pues con más o con menos profundidad en la conciencia, va viendo que todo está por hacer. O mejor: todo está por ser. Y eso se multiplica en los demás. Todos están por hacer, o mejor, todos están por ser. 


Uno, de alguna manera no escrita, sabe que en el interior profundo, en su propia esencialidad, es quien es, sin esfuerzo y sin que nada ni nadie tenga que venir a demostrarlo. Como una pequeña llama viva que apenas calienta y alumbra el pobre sitio recóndito que ocupa, tan inadvertido para los demás. Eso me parece que, uno a uno, lo sabe cada uno, aislado de los demás en su incomunicable esencialidad. Uno ya es quien es, y lo sabe, y visto así, pues no habría que complicarlo más. 


Pero se complica porque creemos que quienes somos está en el espejo que miramos, y que depende de un tiempo si está bien el pelo rizado, y que hay por ahí unos límites para decir que tu estatura es normal. 


La tragedia y la risa de todo esto es que uno, y todos, uno a uno, cuando nos preguntamos quiénes somos, nos ponemos a ser. 


Así, uno, cuando se pone a ser, obra como un vidriero poniendo cristalitos de colores alrededor de lo que sin papeles y sin esfuerzos, ya es. 


Entonces, uno es quien es, y también es quien se esfuerza en ser: y así, uno ya tiene un cristalito de color delante de esa llama viva que apenas calienta y alumbra el pobre sitio recóndito que brilla en su interior. 


Uno es quien es, y quien quiere ser, y quien debe ser, que siempre hay otras fuerzas y razones que le piden a uno una participación en su ser. Y entonces, otro cristalito más. 


Uno es quien es, quien quiere ser y quien debe o debería, porque uno es quien es y quien le permite su contexto socioeconómico, (que en mi pueblo Mozart sería el director de la banda del pueblo), así que con esto, un cristalito más. 


Uno es quien es, y es uno con su carencia o abundancia de recursos intelectuales y/o económicos. Y me parece que ante la falta o la sobra de cosas como esas, algunos cristalitos más. De eso todos podemos dar fe. 


Uno es quien es, asumiendo sus cualidades innatas, y sumado a todo lo demás, uno es uno con su bagaje cultural. 


Y entonces yo me pregunto: ¿cuándo hay bastante de ésto y de todo aquello en este mundo excitado, intranquilo e inconforme tan lleno de gente que se pone cristales de colores para ser, y que hace lo que sabe, lo que cree, lo que puede, lo que quiere para reclamar su propio lugar? A mí se me figura que nunca es bastante. Porque aunque sea bastante para uno, ¿cuándo es suficiente lo que es uno, dejado a la vista del mundo de los demás? Porque está también lo que uno es y quiere y puede y debe ser en la perspectiva de los demás. 


Así que lo que uno y los demás, uno a uno, son, acaba escondido inaccesible en el centro recóndito inadvertido de cada quién, detrás de las capas y capas de cristales de colores que uno y los demás, pusimos para ser, buscando en el mundo nuestro lugar. 


La tragedia y la risa de esto es que miramos quiénes somos, desde nuestro centro, y en el espejo nos vemos después de atravesar el color de nuestros cristales. Y entonces, ¿cómo sabremos el color verdadero de nuestras almas? 


No nos conocemos. 


Tenemos que confiar en nuestras razones, justificarlas. 


Lo ideal sería que nos desnudásemos de esos cristales para vernos, más allá de mirarnos, pero


Nos miramos a nosotros mismos y tenemos que  adivinarnos. 


Cuánto más, entonces, para conocer el mundo, sobre el que proyectamos nuestros colores desde la esencialidad perturbada que somos. 


Y así, cuánto empeño pide la conciencia de conocer cabalmente al otro: adivinando que tendrán, descansada, sin esfuerzo, en su centro, su pequeña llama viva como nosotros, calentando y alumbrando apenas el pobre sitio esencial que les ocupa, y que sólo puede conocerse atravesando el color de sus cristales, mezclados con los colores de los cristales de quien mira desde su pobre luz pura, que por querer saber cabalmente algo de otro y algo de sí, se lanza a preguntar por el color verdadero de su alma, aunque, de cautos y de inseguros, sólo nos salga preguntar, con cierta ingenuidad anhelante, ¿Quién eres? 


Jag.

29_9_21



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