(PENDIENTE EL VÍDEO DEL RELOJ Y EL VASO DE AGUA)
Estoy en primera persona en el sofá
polipiel blanco de la biblioteca de mi pueblo, con mi padre en la cama del
hospital, con mi madre en la butaca de la habitación del hospital de la cama de
mi padre. Escribo con un bolígrafo heredado que poco a poco se va dejando la
piel. Seguramente será bien difícil encontrar recambio, pero me estoy aplicando
frenéticamente, para que toda esta maldad se gaste. Escribo esto en folios
reciclados de un curso de mosaicos que les he impartido a las hijas y los hijos
de mis primeras alumnas. No hay gota de beatitud en esto, y no tengo tiempo
para la dulzura.
No nos perdamos: una fácil tristeza me
trasuda aquí, mientras leo y escribo, y oscuramente se debate y compone,
descompone y recompone en arrebatos de hosquedad, culpa, rencor, rabia, furia
ciega, comprensión clarividente de algunas cosas, resquemor, aceptación, la
sorda incomprensión de algunas otras cosas, cerrazón, inutilidad, patética
resistencia al oscuro desarrollarse de la lógica natural por la absurda imposición
del protocolo familiar, personal, ético, social, cultural, moral, político y
religioso, aquí, aguantando, atragantando y deseando que mi universo personal
reviente en lágrimas que, sincera y desprendidamente, desearía con más que mi
fervor que sirvieran para algo a personas o circunstancias de lugares y épocas remotas, y que todo yo acabe
en mil pedazos en serio, que todo esto cambie, y que todo llegue a una nada
negra impenetrable y definitiva, y que nada acabe sino en un vacío blanco de
amor que me eligió delante de algún tipo de té verde de cuyo nombre propio y
cosecha no me acuerdo, que algo evolucione hacia algún tipo de aliento
desconocido que deje algún resquicio a la esperanza por lo bello y lo justo, o
que permita la alegría de saber que mirar no es siempre cuestionar y plantear
incomodidad y preguntar algo peliagudo con respecto al natural encuentro de lo
que nació diverso y se supo unidad, con un igual, que algo reaccione
milagrosamente, si cabe, y conceda posibilidad a la buena convivencia puntual
–siquiera- de dos personas que ponen a prueba su capacidad de seguir amando a
pesar de la decepción, atravesando la caída y la falsedad y el hastío por el
falso brillo de las soluciones que tradicionalmente aporta la comunidad como
dirección a seguir para una vida digna y saludable, el coche, la novia y el
piso, el seguro, el matrimonio y las letras, el progreso, el éxito y la
realización, la muerte, los hijos y los vecinos, la gloria, el prestigio, la
vida social, y la separación y la mudanza de todo lo conocido, echando
sinceramente en falta el haber nacido bobo imbécil anonadado por los logros de
algún craso, famoso deportista plusmarquista de babeos, chupadas y gemidos
fingidos henchidos magreados de falsa alegría en twitter, harto simplemente,
óiganme, harto de ser quien soy, con mis elementales puntos de no retorno,
callejones sin salida, justificaciones arrugadas y adaptadas a las pobres y
falaces tersuras de mi alma, a la pobre limitación de mi corazón para responder
dignamente al amor instantáneo que esa mujer me dejó ver, cansado, digo,
mortalmente cansado de no saber decir la palabra siguiente, ruido o murmullo de
la conversa que ella, valiente, humilde y fresca y natural, me abrió en su
momento, como una pequeña mandarina fragante en mitad del camino polvoriento,
inteligentemente floreciendo en el apresurado lapso entre dos coches que se
precipitaban hacia sus ranchos embaldosados de mármol de los restos de la casa
de sus cuñadas y cuñados, recortada amorosamente sobre el fondo del ladrido de
un perro ocioso, algo más allá de las últimas zarzas salvajes, comidas de
polvo, por donde paseábamos por las tardes, después del colegio, cuando éramos
chicos. Desalentado, ebrio de desesperanza, con todo el amor que tengo por dar
y desperdicio, en esas, digo, y en mucho más, que me niego a profundizar, que
ya me he pasado de la admisible lógica tensión del glúteo que desentraña
palabrería que se arroga tiempo e importancia en un medio digital, en esas que
digo, y leyendo el maravilloso capítulo “Lasius niger”, en el que su
protagonista asiste a una conversación desesperada, descubre un nauseabundo e
inquietante matiz de sangre seca, viaja por pliegues de piel y trozos de tela,
y logra sobrevivir al impulso que debe tomarse, lógicamente, para conseguir que
un teléfono móvil de modelo cualquiera, en perfecto estado de funcionamiento,
acabe impactando, según mal no recuerdo, más allá de las frases hechas, y
definiendo el centro exacto de una serie de circunferencias concéntricas en
crecimiento diametral ascendente en algún punto (determinado por el azar) de la
superficie de un lago helado, o de un río negro.
Y por el camino, BIP, sí, soy yo, no te
has equivocado, pero no quiero hablar ahora contigo, deja tu mensaje y
piérdete.
Por el camino, BIP, en mitad de la
mañana indiferente a la tragedia, estás llamando al teléfono tal y ahora no
puedo contestarte, deja grabada tu monserga.
Por el camino, BIP, déjame un momento
morir tranquilo, me has pillado hasta los cojones de mi vida, deja tu mensaje
si consigues esperar hasta oír la señal, y te llamaré en cuanto pueda.
Yo, que no sé darle forma a mi sentido
de la desorientación, y por tanto, maldita pobre aspiración que puedo alimentar
en crear un mensaje coherente, o bello, o útil, o de interés, o de diversión, o
de construcción, o de esperanza, o de fe, o de compañía, o de elusión evasión
compartida, yo, en esas que digo en que me encuentro, mientras leo y padezco y
disfruto ese azorado desamor que me tengo y que por el momento me campa montuno
y libertino por la vida, en ese penoso prometedor contexto, digo, leo, y vivo,
y lamento, y anoto, y observo en un repente que un insecto diminuto, en breves
e instantáneos arranques electro-estertóreos se me está moviendo por la mano.
En breve y delicado espasmo imprevisible
como el lunar de la persona amada.
He levantado la atención de la lectura,
momentáneamente, pensando en si será una pequeña araña saltadora, que a su modo
se movía. Enlazando ociosamente la hormiga de mi lectura, que se aferra a la
mano para no volar con el móvil, con mi madre aferrada a la habitación del
hospital, con mi padre aferrado a la cama, a la vida, al deber, a la costumbre,
a la esperanza, al poder, al orden, a la decisión, al dominio, a la entrega, a
todas esas cosas que temo y me niego a anotar por subrayar la certeza de que la
vida sigue su curso hasta su extenuación natural, porque acaba encontrando el
cierre de su lógica, y no porque yo arrime desgana, ponzoña desesperanzada ni
argumentado claudicarse, enlazando todo eso, el insecto de mi mano inmóvil da
unos cortos vuelos, y se revela como cosa parecida a mosquita frutera que
también camina como arácnida carnívora que nerviosa se mueve por la promesa de
la podredumbre.
No quiero llegar a nada. Mierda y
colonia saturan ahora los poros de mi vida. Competiciones que no aplaudí me
apuntaron sin pedirlo al concurso de este mundo. Estoy cansado de callarme la
boca y estoy agotado de saber que juzgar y reflexionar y argumentar y progresar
y aprender no sirven absolutamente para nada, llegados a cierto punto de
vacuidad, inoperancia, desesperanza, decepción e indefensión, por ejemplo. Sólo
apunto que pensando en los tres insectos que en este momento me coinciden en el
ánimo, yo no me he movido para nada.
Tengo toda mi alma en disposición, toda
mi sangre pronta a alimentar hipotéticos vergeles, pero no encuentro mis
fuerzas para ofertarme como algo amable. Lo injusto sigue a sus anchas, como
digo, acumulando mierda, colonia, explosión. El que hace de bibliotecario baja
otra vez a fumar, y de pronto me doy cuenta de que llevo un tiempo en que no me
rasco por los mosquitos, ni me molesto por las injusticias, ni pisoteo a las
cucarachas.
No tengo fuerzas para bregar con la
imbecilidad supina de este mundo. Y yo sé que no soy quién, que no soy digno de
decir qué ni desvelar por qué ni puedo culpar a cuándo, pero algo me susurra
que los insectos sobrevivirán. Algo hay, que impregna, riega y constituye el
éter, que sonríe bobamente, y que por pura vagancia y suficiencia dejará de
hacer el ocioso gesto sencillo de aplastarlos y borrarlos de la consideración y
la memoria de toda esta insensatez que percibimos como una lógica natural.
Yo sólo propongo que algunas veces el
corazón tiene que relajar la tensión del grifo de las ganas de vivir.
Y supongo que el mundo me aplasta, y la
verdad me fumiga y me taladran las circunstancias. Ya no sé distinguir miseria
ni flor delicada. He perdido el metro de la nobleza, la medida de lo que se
pudre. Me sonríes con toda la fe, la fuerza y la esperanza de tu joven anhelo.
Y pasarás. Te desvanecerás entre las nubes ardientes de mi alma infernada. Si
te viera esta mañana, no te reconocería, y encontraría extraña tu mirada limpia
virginal del nuevo día.
No voy a ser capaz de reconocer al
amor, aunque me salga al paso, y me mire limpio, frente por frente. Yo supongo
que estoy cansado para que alguien me quiera.
Jag.
18_8_16
.
Que toda esa tortuosa y explosiva belleza de su escritura,me deja papel y bolígrafo en mano, discapacitada para toda escritura pretendida minutos antes de cometer el desatino de leerlo y caer bajo el eclipse de sus intensidades.Y ahora?Nada.Ya Ud lo ha dicho.
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