20 de enero de 2021

UN FUEGO VENDRÁ QUE EVAPORE TUS LÁGRIMAS



Llueve sin parar, y aún a cubierto me mojo. He dormido regular, me había levantado tarde, y contigo en el semblante, he hecho el camino hacia el trabajo. He llegado sin ganas y en ningún momento he estado convencido. Es un trabajo deseado y puntual en el que no puedes ponerte enfermo. Y por eso me cuesta y no me cuesta volverme al poco de llegar. Por el camino de vuelta tengo que hacer por sentir algo de utilidad en mí. Cae una gota detrás de otra donde yo debería poner una pieza detrás de otra, y yo me voy diciendo a ver qué encuentro para poner en el lugar de lo que debería ser mi alma invencible, o mi aliento persistente.


Me he encontrado perdida una nuez en el suelo, y me agacho y al bolsillo. Otra y otra un poco más allá, hasta cuatro perdón hasta cinco. El día inclemente me moja la manga cada vez que estiro la mano, y al entrar cada vez, cada nuez por dentro me está empapando el bolsillo. No puedo evitar encharcarme y pensar que mientras me voy, este trabajo nadie me lo ha de hacer. Yo esto no lo considero normal, pero se me agota la culpa y no es para tanto cuando me digo que hace un día que ni los perros se asoman para ladrarme.


En mitad del gris brillante, recibiendo esplendorosa el rumor del lloro, está callada y descuidada una naranja. Le he dado una patadita con medida energía prudente, para que vaya más adelante y no se dañe. Avanza con una sorpresa que termina agotándose, y la alcanzo cuando doy tres o cuatro pasos. Le doy otra vez, empujando nuevamente sin golpe, y dirigiendo hacia más adelante, no vaya a desviarse por un sendajo y la pierda, que no me lo perdonaría. Me espera a que llegue, como preguntando si ese es todo mi plan, y por respuesta yo le doy otra vez, distraído, calculando la fuerza y la dirección para que no acabe hundida en un zarzal en el que yo no puedo hacer pie. Y así, más o menos, en resumen, algunas decenas de metros, la naranja y yo, haciéndonos compañía.


En uno de esos paseos que ella está haciendo sola mientras yo la sigo, de repente a lo lejos hemos visto que hacia aquí viene un hombre con su paraguas. Yo sé que de algún modo la naranja, mientras va parando indecisa, se pregunta y ahora qué es lo que va a pasar. Mientras completaba los pasos necesarios para reencontrarnos, he pensado que el hombre del paraguas ha visto de lejos cómo le he dado una patada a una naranja. Está bien. Me la encuentro nuevamente y le doy otra vez, sabiendo que el hombre del paraguas ha visto cómo le he dado una segunda patada a una naranja. Está bien. Mientras ella se queda sin fuerza, yo sé que alguien tiene que mantener una mínima ilógica convicción. También sé que mientras voy al encuentro de la naranja, el hombre del paraguas se está acercando por el lluvioso camino solitario. Ahora está ahí, como a diez metros, y la naranja ya está aquí. Está bien.


Yo sé que si la intimidad enseña en la calle sus encajes, todo es vergonzoso, o banal, o inexplicable. Le doy esta vez una patada más débil a la naranja, que el camino tiene en el centro un bollo de asfalto, y al lado un cajorro de piedra hiriente, y en el lateral la entrada adoquinada cuestabajo de una casa, y todo eso tenemos que pasarlo. El hombre viene sin parar, llueve generoso, y la naranja hace un desvío raro como de perderse. Acelero, naturalmente, y estiro el pie para salvarla, y le doy otro toque de conducción para seguir adelante, cuidando de que nada de esto acabe molestando al hombre del paraguas, que casi está aquí mismo, y ya ha visto cuatro o cinco veces cómo le he dado una patada a una naranja bajo la lluvia, y no me quita ojo.


Finalmente nos hemos cruzado y yo sigo con lo nuestro. No me he parado a pensar demasiado qué se verá desde el mundo de ese hombre del paraguas que viene en dirección contraria bajo la lluvia. Al cruzarnos le he saludado con toda la amabilidad posible, para que sepa que no soy una persona sin corazón, o un extranjero, o alguien que tiene cosas vergonzosas que ocultar o que está escapando de algo difícil de admitir. Que todo quede más o menos en una cotidiana y rara normalidad.


Yo supongo que a este hombre del paraguas, antes y después de vernos, también le está cayendo encima el gris con todo su peso. Que a su manera también entiende que no sabe qué hay que hacer con la parte de sinsentido que personalmente le toca. Que a veces todo es bello y fragante, irresistible o insoportable por incierto, y maravilloso y prometedor en su absoluta ceguera, en la torpeza y en el misterio. Yo supongo que también necesita un respiro. Y que no le vendría mal, como a mí, algún tipo de señal de que las cosas van a ir más o menos bien. 


Al saludarle con toda la amabilidad posible, yo entendía que en algún momento el hombre llegará a una casa, cerrará con estruendo el paraguas y se sentará a comer y a secarse al fuego los zapatos y los bajos del pantalón, y pensará fugazmente, para acabar olvidándolo para siempre, que esta mañana en el camino se ha cruzado con uno que iba dándole patadas a una naranja bajo la lluvia.


Jag.

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