6 de julio de 2012

UN PEQUEÑO TEXTO PARA LOS LIBROS QUE ME AYUDARON.

Quizá está bien que empiece por decir que yo, entre los de mi generación, me cuento entre los entusiastas que luchan a diario, a brazo partido, contra la decepción. Supongo que esta definición es tan arbitraria como decir que soy uno más del grupo de los calvos con gafas, entre los de mi generación. Y claro, también es verdad. Pero aunque sé que nada de lo que diga va a definirme realmente, aunque sepa que nada va a ayudar a distinguirme del resto (y para qué leche querría distinguirme del resto), también sé que en el gesto de elegir ésta, de entre todas las eventuales arbitrariedades, ya hay implícito algún tipo de mensaje. Para el que lo quiera leer, sí, pero sobre todo para mí mismo. Una guía, un referente de vida: oponer entusiasmo ante la decepción. Con la que está cayendo, veo a muchos de mi generación que reaccionan, que toman otras vías que no voy a entrar a valorar. Pero son otras. Y si pienso, además, que mi actitud no es una reacción ante algo, que no va a funcionar sólo a remolque de lo que pase (y sepa ver) a mi alrededor, si pienso que es una actitud implícita, un valor independiente, pues ya con eso pienso que sí estoy diciendo algo, al que lo quiera leer y a mí mismo, para poner un determinado color a mis intentos, un punto de partida para valorarme. Y sé que el entusiasmo es una furia ciega y arrolladora que está más cercana al ardor que al cuajo de la sangre, sé que ni por edad ni por lógica me corresponde seguir fiel a sus impulsos. Pero por lo que sea, ahí me mantengo, por mor de las herencias, alguna parte puso mi padre, otra que puso mi madre, y otra que puso el nacer y haberme criado en un país en el que las cosas importantes pueden resolverse al aire libre y en los bares. Soy un entusiasta gracias a la gente que amo de mi país. Soy un entusiasta, con más razón, gracias a los hijos de puta de mi país, que nadie sabe dónde los fabrican tan abundantes, tan sanos y pujantes. Sé, en fin, que guiado por el entusiasmo, puedo estar adornando mi vida con hechos infructuosos y equivocados, sé que esa ceguera de impulsos me estará haciendo ver las cosas según mi acomodo o mi necesidad. Me reconozco humano, qué quieres. Pero, digo yo, que si este autoengaño, me sirve de algún modo, en mi pelea diaria contra alguna de las formas de la decepción, por ejemplo, yo digo que adelante, aún con vendas en los ojos, adelante y destrocemos la posibilidad de los malos líquidos circulando por los canales del cuerpo, digo yo que aunque engañado y consentido en mi patético proceder, no voy a ser la peor decepción de entre los de mi generación, si es que con mi simple entusiasmo hago un poder por retardar o incluso desviar y aún detener los malévolos cauces que enfrían el ardor de la fe o apagan el brillo de la alegría.

Sé que suena básica e ingenuamente idealista, pero me quiero separar de quienes buscan el sentido haciendo de LAS COSAS el centro de sus vidas. Suena imbécil y de espaldas a la realidad tangible, e incluso alguno puede destilar un tono autoayuda-soluciones-estúpidas-del-primer-mundo, pero me quiero separar, además, de los que claudican en la búsqueda del sentido de todo esto, y se dedican a EVADIRSE arreglando el mundo en las barras de los bares, atronando con sus quejas vacías y alejadas de la posibilidad de hacer preguntas y construir compromisos para responderlas. Sí, un entusiasta sin explicaciones decentes, y que además no tiene donde caerse muerto, abonado a la melancolía, sí, pero mi alegría, aunque a gotas, es REAL. Y no me siento más perdido que los que se buscan a sí mismos entre un subidón y un bajón.

No quiero engordar con las conquistas de mi orgullo.

Es con mi entusiasmo, a veces tan hueco y destrozado que sólo llevo la  palabra, con ese ansia ardiente por perseguir a degüello el sentir aburrido o el vivir cansado, el acomodo en el dolor pasivo o en el caminar indolente, es con ese ímpetu por preñar la vida con gana y contenido como acopio convicción y fuerzas para construir mis pobres y eventuales certezas. Y a veces me salen sólidas y como con un aire práctico, y otras veces me salen evanescentes, como de escurridiza poesía, pero siempre, desde mi respirar entusiasmado, me sirven para andar con paso útil, y algunas veces, incluso, para ayudar a sentirme querido por mí mismo. Y son asas con las que puedo coger las partes espinosas del mundo, son muletas, zancos con los que atravieso ciénagas, barrizales de miseria y mansedumbre con que se construyen ciertos cimientos de la realidad. Y salgo al otro lado, y ya salgo, más que satisfecho, refrendado, fortalecido por mi avanzar con preguntas que no han de verse respondidas en este mundo, sino que más bien serán contestadas y puestas a prueba, en el ardor de mi avance.

Yo me decía, con ímpetu ignorante, que a lo que no se le responde en el mundo, se le puede inventar un mundo de respuestas. Que es más bien cuestión de ir poniendo, definidos, unos márgenes. Y decir desde aquí hasta aquí pregunto, y entre aquí y allí hallaré respuesta. Y la maquinaria la inventas para que haga lo que tú quieras, y en parte, no hay magia en eso. La magia viene luego. Te viene por sorpresa, cuando ves que otros acuden a tu máquina y encuentran sus respuestas. Eso lo recibí inesperadamente, porque no sabía que eso pudiera siquiera desearse. Juegos tuyos que sirven para los otros... ¿Habría algo más pleno y alimenticio, sólido, sabroso y fundamental que eso? Cada persona tiene en su corazón una semilla para cada una de sus posibilidades, ¿pero cuántas son esas opciones? Infinitas. Las que cada uno quiera preguntar, pues se hallan respuestas, satisfacciones, si aprendes a dibujarles el juego que, fortaleciéndolas, las confronta y contesta.

Y yo me decía, adónde, adónde voy yo, y cómo y con quién, y para qué y para cuándo. Y las preguntas, en el vacío, se perdían sin chocar ni devolver el eco. Pero me hacía esas preguntas, pobre ignorante, sentado ante montones de papel blanco, rayado, cuadriculado, con pautado simple y doble, con diferentes cuerpos, gramajes y proporciones. Encuadernado y desperdigado. Incluso pregunté ante papeles sucios, manchados y resbaladizos. Pero nada importó, porque fui a ellos no sólo con lápices, plumas, marcadores, grafos y pinceles, no iba con sólo eso a su encuentro, iba también con la convicción y el ímpetu de los ignorantes, que no saben, por puros y por ciegos, medir sus fuerzas; iba con el hambre de dibujar mi mundo dentro del mundo de los demás, de ensanchar mis límites dentro de los límites del mundo conocido. Y lo encontré. Lo encontré porque a todo lo que consigues ponerle o ensancharle unos límites ya es una forma. Ya es perceptible en algún modo. Ya existe. Ya es. Y mi mundo era, en esos tiempos de ardor ignorante, sencillo como el chocar alelado de un bolígrafo contra un papel suficientemente blanco. Escribiendo lo encontré.

Ante mis ojos tenía, de pronto, los límites de mi mundo. Pregúntate y juega a responderte, me balbucía a mí mismo. Atrévete, me susurraba. Amplíate los márgenes y avanza de un folio a otro. Llénalos de dudas y mentiras, de dolores, de hallazgos y frustraciones, y cada uno de ellos será un ladrillito que construye tu verdad: cuando se acaba un folio viene otro. Y ve al encuentro de tu mundo, sin dejar el mundo de los otros. No del todo. Porque todo eso, de forma imberbe lo sabía, no servía para otra cosa que no fuera encontrar otra puerta para el mundo de los demás, para encontrar las nuevas posibilidades a que se abría.

Y anhelaba el contacto, el camino hacia los demás, y los imaginaba allá, a lo lejos, en la otra orilla, en sus mundos lejanos y difíciles, fatalmente retirados de mi mundo. Y yo creía que el amor que nos haría contactar estaría en su orilla. Pero no. Yo creía que el amor era el río caudaloso en el que habría de mojarme para alcanzarles. Pero no. Yo creía que el amor era el poner una piedra grande en el agua, y luego volver a por otra, y poner todas las necesarias hasta cruzar. Pero no. Creí, al fin, lleno de ciega frustración, que todo el amor estaba en mi lado. Pero lo escribí y no. Probé a escribirlo todo. Y sin saberlo, me vi cruzando y me vi entendiendo, al lado de los otros, que era allí, en su lado, en las piedras que traje de mi orilla, en el propio río caudaloso, en la propia duda de mi lado incierto, en mis ansias y en la espera, en mi mundo y en el suyo, en la suma de todas las partes y en cada parte, tomada de una en una, en todas esas cosas era donde estaba el amor.

Y sí, en mi respuesta y en mi pregunta, era la escritura un camino hacia el amor. Y del amor partía el juego que me llevaba al propio amor, a la gente, a mi escritura. Y si el juego, al tiempo que se juega, está escribiéndose sus propias reglas y márgenes, si al tiempo que avanza se sabe en construcción, y al tiempo que lo dice lo está oyendo, todo por primera vez, como la voz primera tronando nueva en el silencio, y si todo se estaba formando ante mis ojos, y a pesar de la maravilla, me sentía solo, como todos los que llegan primeros a una cumbre, si me faltaban manos para la alegría, porque aún llevaba desamparo conmigo, como todo el que descubre algo, yo no hacía más que andar preguntando, ¿es que estoy equivocado? ¿es que veo lo que sólo mi torpe corazón quiere ver? Pero de alguna manera oscura sabía que no, que el juego se estaba cumpliendo, y el amor me encontraba su camino, aunque yo siguiera ansioso, buscando un asidero.

Y estaba en los libros, claro ¿dónde si no, iba yo a encontrar la pista de que los textos son el camino hacia la gente? Era ahí, en los textos que me encontraron, desde sus libros. Claro. Me vinieron prestados desde las bibliotecas o desde los amigos, las novias, las amantes o candidatas, fueron encontrados en la calle, en la acera, en un charco. Comprados en librerías, mercadillos de viejo, al peso, por unidad o por lo que me cabía en los brazos. Me vinieron heredados, sustraídos o fotocopiados. Los leí sentado, tendido, boca arriba, boca abajo, en cuclillas, de pie en reposo y de pie andando, mientras cruzaba semáforos, rupturas, incomprensiones, amarguras, desengaños. Los leía en la bañera o cocinando, en el metro, el tren el avión, de copiloto en un coche o cagando. Fueron leídos con avidez, aburrimiento, con desesperación, con desencanto, alegría, parsimonia, asombro y sonrisa de medio lado. Mientras esperaba la salvación o el contenido, la explicación, iba anticipando la respuesta, el alimento y la bebida en mi atrevido silbar alegre hacia el precipicio. Abría senderos floreados hacia la muerte. Ahí, ahí estaban las reglas de mi juego. En los libros que me encontraron.

Y aún así, ahora me veo deslumbrado por cuánto pesa todo esto. Ahora estoy alegre y recién comido, y supongo que es fácil sentir, ufano, que mis textos me acercan a la gente. Sentir que he llenado con amor el camino que, separándonos, nos unía. Ahora es fácil enviar un post, recibir un click, y sentirme completado. Pero para la mayor dulzura de esto, no arrinconaré el recuerdo de aquellos tiempos tan brutales. No he de olvidar los tiempos en los que me comía yo solo la certeza de que al amor le estaban faltando hechos, y yo no sabía cuales. Y el mundo estaba ocupado en sus quehaceres importantes, en sus desvelos incomprensibles y sus tragedias razonables. Y nadie hacía nada, y todo era silencio, y yo sólo encontraba amor en los libros y desamor en la gente.

Y sí, he de reconocer la paradoja de que escribir por amor a la gente, es hijo de mi amor por los libros y nieto de mi desamor por la gente.

Cambié personas por libros cuando no sabía que sólo quería encontrarlas. Las cambias cuando preguntas y vives con aquellas, y no saben explicarse, las cambias cuando no lo intentan, cuando no saben explicarte ni les importa. Las cambias, cuando ves que las personas no hacen más que evadirse y juguetear estúpidamente con las preguntas que urge responder. Cambias personas por libros cuando aquellas dan la espalda, con los ojos abiertos, al alma de las cosas que buscaban completarse en su compañía, cuando ves que por ignorancia o dejadez o insensibilidad, las decepcionan, las traicionan sin querer y las abandonan sin saber que necesitaban sus manos. Cambias personas por libros, porque estos nunca faltan ni ofenden sin una razón elevada, trascendente o constructiva, pues incluso su dejadez o ignorancia son una forma consciente de dejar un mensaje útil, una huella en el mundo. Cambias personas por libros porque estos aceptan sin reservas que en diferentes corazones se verán despreciados o gloriosos, magnificados o vilipendiados, y lo aceptarán sin resistencia ni ruido. Cambias personas por libros cuando encuentras en estos una mejor disposición para aceptar quién eres tú, qué quieres y qué espacio necesitas.

Igual que los niños, por amor, lloran y hacen llorar a sus padres, y corren a encontrar mutuo consuelo y comprensión en los abuelos, mi amor por todos esos libros, me llevó a remontar, escribiendo, hacia la gente en la que sólo sabía ver desamor. Y fueron esos mismos libros, los padres de mis textos, los que en justicia, me ayudaron a deshacer todos los cambios que hice en el párrafo de antes.

Este texto, ya ves, es para ti, que lo estás leyendo, aunque no lo estuvieses esperando. También es para mí, pues aún lo estoy trabajando. Entenderás, pues, que este texto quiera ser una carta de amor. De amor por esa familia que formamos con los libros que me ayudaron a encontrarte.


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1 comentario:

  1. Breve, sin duda, no por su extensión sino por lo corto que se hace. No te engañes, nunca dejaremos de preguntarnos porque nunca hallaremos las respuestas...pero nunca digas nunca jamás (Bond, James Bond)...preciosa carta de amor a ti mismo y tus momentos vividos...no dejes de contárnoslos, please!

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