15 de julio de 2012

Cómo conocer a gente interesante.


A algunas personas importantes es mejor encontrárselas de improviso. Me refiero a esa gente que acaba instalándose en tu vida desempeñando el difícil cometido de amante inolvidable o el de persona influyente que amplía tus perspectivas. Mejor de improviso.

Si alguien nos avisara con antelación –por mínima que fuese- de su llegada, de las palabras que podría dirigirnos, del lugar donde tropezaremos y nos excusaremos amablemente y nos intercambiaremos teléfonos –esa persona lo hará lánguidamente, incluso con cierta desgana, como suelen hacerse todos esos gestos cotidianos que dictan las buenas costumbres; nosotros con el corazón desbordado-; si supiésemos de un seguro encuentro con tan esperada –a estas alturas casi idolatrada- persona, es muy posible que estemos toda la tarde ensayando delante del espejo del armario nuestros mejores gestos, nuestras sonrisas irresistibles, los ángulos más apuestos de nuestro cuerpo; después seguramente llamemos, buscando una estadística fiable, a quince de nuestros mejores amigos, preguntándoles por la mejor de entre todas las virtudes. Todo por presentarnos ante el/la desconocido/a como el mejor de los encuentros posibles.

Intentaremos anticipar qué le agradaría de nosotros, mostrando así nuestro ángulo más amable, para que el contacto sea definitivo. Toda la tarde adivinando la comida que le gustará, sus películas preferidas o su artista conceptual favorito. Por no decir del tiempo que emplearemos recorriendo de arriba abajo nuestro vestuario.
Definitivamente, lo mejor es que nadie nos avise de nada, y que ese tipo de personas aparezca en nuestras vidas con una convincente apariencia de persona normal. Y que nuestro trato sea fluido y no condicionado por la posibilidad de satisfacer unas expectativas que diez minutos antes del encuentro estaban como en el aire, sin terreno, sin cuerpo ni sentimiento sobre el que posarse.

Dejemos nuestras expectativas ahí, en el aire. Y no vayamos buscando hombros que las soporten o palabras que las satisfagan.

Todo será menos difícil. Nuestro amor por esa persona importante –que nos espera ahí, tras alguna esquina- será para ésta más llevadero si no la hacemos depositaria de la idea que –a lo largo de los años y las novelas, de los anhelos y los desengaños- nos hemos ido haciendo del amor.

Y algo parecido pasaría con los libros, los amigos e incluso los profesores.

Yendo por la calle al encuentro de esa esquina que al doblarla nos planta de bruces ante una oportunidad, lo más aconsejable es ir con el corazón y la mente en blanco.

Tan en blanco que pasemos cerca de esa persona colosal pensando en el precio de los macarrones o en el curioso olor de las calles en invierno, de forma que no doblemos la esquina y crucemos tranquilamente a la otra acera.

Y que no coincidamos con esa persona influyente que trae la oportunidad pintada en la cara. Que tengan que pasar unos diez años para que nos encontremos; cuando el azar, el hastío, la acumulación o el agotamiento de todas las posibilidades decidan que es el momento oportuno. Momento en el que a lo mejor resulta que la persona influyente eres tú, y que la que hoy está al doblar la esquina, tiene borrada ya la oportunidad de la cara. Y ha estado toda la tarde ensayando sonrisas y comprándose ropa nueva. Y su única esperanza es que cuando dobles la esquina no estés pensando en macarrones o en el curioso olor de las calles en invierno, y sepas ver que te encuentras ante una persona que puede resultarte agradable.


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