Nadie sabe con exactitud qué fue lo que hizo enfadar tanto al bueno de Troncho, pero quedará imborrable la noche que iluminó la ciudad con su M-60. Disparó a todo lo que le vino en gana y sin descanso. Detrás de él, arrimándole munición (y eso no lo entendieron los periodistas que cubrieron la noticia) iban muchos de sus convecinos: iban los mecánicos, las limpiadoras, los escayolistas, albañiles, pintores, fontaneros, electricistas, carpinteros, cristaleros, industriales del hormigón, carpinteros del aluminio, pulimentadores, trabajos verticales, chapistas, instaladores de antenas, jardineros, decoradoras, conductores de excavadora, instaladores de antenas, hosteleros, fabricantes de muebles, vendedores de electrodomésticos, drogueros, farmacéuticos, abogados (por razones obvias), sastres, fotógrafos freelance, coleccionistas de autógrafos, músicos, poetas, cotillas, artistas multimedia, sacerdotes, vendedores de recambios, psicólogos, ferreteros, arquitectos, médicos estomatólogos, oculistas, peluqueros, vigilantes jurados, empleados de telefónica, guionistas de cine y cazatalentos de circo. Todos le siguieron, escondiéndose entre los escombros y las explosiones en la noche. Le ayudaron a destrozar la ciudad porque todos ganaban algo con aquello. Troncho había tenido un terrible arrebato de furia, estaba convirtiendo la ciudad en un inmenso montón de escombros y ellos sabían que esto no iba a quedar así: habría que reconstruirla de las cenizas y ayudar a los afectados a superar su sentimiento de indefensión. La reacción de Troncho iba a dar mucho trabajo a todo el que pudiera sacar provecho de la tragedia. También le siguieron los dueños de los videoclubs, los vendedores de coches y algún concejal de la oposición. Todos se decían que Troncho era el Pan del Mañana, y por eso le ayudaron.
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