24 de julio de 2011

COLOR CARNE




Un hombre encontró una planta que, convenientemente tratada (en infusión, picadita sobre las comidas, en ensalada, como guarnición o dentro de rollitos de primavera, aplicada en emplastos o aspirada en vapores) tenía la propiedad de sanar a cualquiera de cualquier mal, dolor o enfermedad del cuerpo o del espíritu.
Los saltos de júbilo que este hombre dio por su prodigioso descubrimiento convencieron a un afamado periodista para que lo invitase a su coloquio, que se emitía en una importante cadena de televisión en horas de máxima audiencia.
Al hombre se le henchía el corazón de gozo. Sus preocupaciones, sus conocimientos, su vida misma cobraban sentido en este fruto: el fin de los males, los dolores y las enfermedades de los cuerpos y las almas de la Humanidad entera.
Le entrevistaron en el programa, y durante una hora larga dijo lo que tenía que decir y explicó todo lo explicable sin un solo -¿cómo es posible?- corte publicitario.
En su casa, sereno ya en la utilidad de su aportación a la buena marcha del Universo, se permitió la vanidad de soñar con el Nobel en Medicina, en Química, y quién sabe si tras sosegar tantos ánimos atormentados no le daban también el Premio Nobel de la Paz.
Al día siguiente, camino del quiosko de la esquina, se encontró con Luis, uno de sus amigos más íntimos, que dándole un toque simpático y afectuoso en el brazo, le dijo:
-¡Eh, que anoche saliste en la tele! La Puri decía que no, y yo que sí, que sí eras tú... ¡Increíble! ¡Lo que me reí!


.

No hay comentarios:

Publicar un comentario