23 de octubre de 2019

BARNIZ


La primera vez que vi que una mujer arrastraba el puño cerrado a lo largo de un muro revestido de chino rústico de unos dos centímetros de diámetro porque acababa de perder a su marido y a su hijo en un accidente de coche y se quedaba sola en el mundo, me pareció una reacción comprensible. Por otra parte, siempre he sospechado de esa atribución de virilidad al hecho de dejarse llevar por la ira. Me refiero a ese mezquino pedir perdón tan sencillamente, después de los desmanes tropelías espumarajos de jefecillo reyezuelo machoalfa cabeza imbécil de familia, y seguir la vida como si no hubiera pasado nada después de la tormenta. Pero sí pasa, sí. Sale el embrioncillo con el colmillo totorcío, aunque en la escuela y en la calle todo el plantero se sigue viendo igual de verde. Yo siempre me digo que tengo el corazón de madera barata porque de chico no tenían tiempo para hacerme ver y aplaudir lo que quiera que yo empezara a hacer bien. Todo era cero grados como un cumpleaños de media naranja soplando mistos, como si haber nacido se pudiera tomar a cachondeo.
Aunque nunca lo voy a reconocer en gran grupo, vivir me ha parecido siempre como una pelea por adecentar todo lo mío con un barniz que me gustara. De alguna manera siempre he sabido que no se puede fingir el saber, a no ser que te rodees de becerros ignorantes insensibles, que no se puede impostar la nobleza a no ser que sólo te juntes con mezquinos miserables. En algún momento he sabido que serlo o parecerlo es igual de estúpido, inútil y sin sentido. Que parecerlo es reconocer las fallas de tu alma, y adornarlas fulleramente con unas bragas bonitas para cuando estén delante de una gente que en realidad no va a hacer nada por comprenderte. En algún momento he sabido que serlo es una cuestión de la intimidad, que te obsesiona y te pudre si le dedicas demasiado de tu tiempo, de tu aliento y atención. Así que lejos de ir puliendo mi canción con belleza y dulzor, me he ido haciendo queriendo sin querer canto duro oscuro, como algo redondo sin aristas de piedra color cualquiera, lleno de jirones como una esponja reseca por los que libremente atraviesa el viento frío.
Me voy dando cuenta de que creo que no sé escribir el libro que me gustaría leer. Que a lo mejor sólo soy un lector con cosas de gordo. No sé. Va pasando el tiempo y nada. Va pasando el tiempo, y yo sé que va pasando mucho más. Pero qué le voy a hacer, no lo sé.
El otro día soñé con una amiga con la que en su momento me lié en mi casa. Me decía ya nadie da un duro por mi ombligo. Pero yo la tocaba nuevamente y le decía pero cómo te menosprecias tan a la primera, criatura, no lo entiendo. Y sus labios menores eran como almenas jugosas, como dientes amables de carne con volantes de escarola. Le pregunté si le había dicho que me daba en la nariz que el primo segundo de Atatürk (comprobar) me la tenía jurada desde que me pilló mirándole el culo a su hija más chica en la feria de día del distrito nueve de Estambul, en la explanada del Halicarnaso, en marzo del cincuenta y cuatro.
Me dijo sí que recuerdo que me lo dijiste, pero no te creí ni media palabra, que eres muy dado al drama histórico con derivaciones hacia el enredo barato, aunque vaya feria de día, ¿eh?
Yo le dije que sí, que no me esperaba para nada algo como un DJ de electrónica trip ya en la barra. Y la orquesta de fanfarria balkan, que siempre me acaba llenando de ternura, que lo único chungo fue que iba estrenando aquellos zapatos que me estaban matando enteramente.
Ella contestó que sí, que sigue por ahí con dos dedos amor, y que novea cómo se lo montan los selyúcidas, quién lo iba a decir.
Yo le dije pero no te me vayas del tema: te dije que el primo segundo de Atatürk (comprobar) me daba mala espina desde que me pilló mirándole el culo a su hija más chica, y el otro día ya me pasó la factura.
Qué me dices, me dijo suspirando entrecortada.
Pues estaba yo el otro día en el carril de Huertas Viejas central y me veo a lo lejos unos veinticinco o treinta jinetes que venían a por mí a toa hostia en formación de vértice, le dije.
E-eso es chungo, me dijo un poco acelerada, y abriendo un poco más las piernas añadía ¿per-ocómo ss-habías que ve-enían a por ti?
Yo me removí un poco, porque se me estaba quedando muerto el otro brazo, y le dije joder, porque no había nadie más en el carril, y con lo que que cuesta mantenerlos, a ver si te crees que van a movilizar para nada a una patrulla de la caballería ligera de Atatürk (comprobar).
Ya, dijo todo seguido.
Y las lanzas de dos metros de fresno dulce apuntándome. Y caballos de batalla, con los ijares espumosos como los de antes. No te puedes ni imaginar cómo corren esos tíos.
Y tú qué hiciste, decía ella, tensando el cuello hacia atrás, exhalando vocales incomprensibles con los ojos cerrados.
Pues ya ves, le contesté besándola en el costado, grité con todas mis fuerzas traed de inmediato mis pantalones marrones de combate, pero mi tripulación había huido miserablemente.
Ay sí, sigue girándolos así, des-desde luego que lo único bueno de la adversidad es que sabes quién está de tu lado.
Desde luego, le dije, pero eso no es lo principal.
No, pues dime (y apretaba con las manos la sábana bajera).
¿Te acuerdas tú de la mancha de caramelo líquido y cemento cola que me hice en la camisa de punto crudo, que decíamos que se parecía a un archeoptérix, y que no se quitaba ni aunque la frotara a mano con volvone (comprobar)?
Sí. Sí. Sí que me acuerdo, decía ella ahuecando la espalda, cómo arruinaste aquella camisa por cabezón. Te dije que no debías habértela llevado al curro.
Bueno, pues resulta que cuando la caballería ligera venía como a unos cien metros, la mancha se me desprende de la camisa y se cae al suelo, le digo.
Pero qué m-me dices.
No sólo eso. Me agacho un poco y veo que la mancha se está moviendo. Me acerco más y veo que es una especie de zarigüeya u otro animal pequeño marsupial que no tengo ni idea de cómo se escribe, le digo, con los dos dedos batiéndole por dentro, como un amoroso submarinista.
N-no me jodas.
Te lo juro. El suelo estaba temblando por los cascos de los caballos que se acercan, y en la arena, que vibra siniestramente, veo cómo otras manchas más pequeñas empezaban a moverse.
Ah-ahay mivida, dijo abriéndome los ojos incrédulamente.
Como te lo digo: se había puesto a parir. Figúrate. Como cinco o seis zarigüeyas más, u otras cinco o seis crías de otro animal pequeño marsupial que no tengo ni idea de cómo escribir.
Di-iiossss, y qué hiciste.
Pues tenía miedo de que me mordieran o algo así, por el natural instinto de conservación, así que les iba soplando para molestarlas.
Para molestarlas. Ay dame un beso.
Para molestarlas (ella se quedaba derramada, como una jadeante tormenta que se desvanece) Sólo pensaba en apartarlas del camino, le dije, que no las pisoteara la caballería ligera de Atatürk (comprobar). No sabes la angustia.
Ah-ay la angustia, ay. Contigo no hay quien se crea nada.
Y lo dijo así, como sin expresión, porque nunca hemos estado lo que se dice enamorados, y porque los signos de exclamación no se veían en la espesura.
Jag.
12_9_19


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1 comentario:

  1. Que además de disfrutar tanto este relato, me sigo riendo aún,mientras te digo que me estoy riendo.Gracias JJ

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